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golpes militares. Las intervenciones de la universidad en 1955 y 1966 produjeron recomposiciones que atravesaron las facultades, los capitales heredados y las jerarquías establecidas. En el caso de Chile, las divisiones políticas del mundo universitario no se organizaban en función de los conflictos entre facultades –aunque existieron escaramuzas entre las facultades “tradicionales” (derecho, medicina) y las “modernas” (ciencias sociales y económicas, educación, tecnología)–. Particularmente interesante para observar una de esas pujas es el capítulo 4 de este libro, en el que se exploran las vicisitudes de la implantación de la ciencia política en Chile y la aparición de la administración pública como esfera de conocimiento. En cada universidad chilena había grupos con intereses globales, que aspiraban a conquistar el rectorado para implantar “proyectos de universidad” que tenían adeptos en distintas facultades.

      Para tomar distancia de las disputas, hemos abordado aquella “historia estructural del campo universitario” en la línea de lo que Miceli (2001: 19) ha denominado la “construcción institucional”, capturando los determinantes estructurales y las prácticas sociales antes que las características de sus “mentores”. Ha sido particularmente fecundo en este sentido participar de la desmitificación de algunas oposiciones encarnizadas que ocurrieron dentro de algunas disciplinas. Entre éstas, la polémica entre la “sociología de cátedra” y la “sociología científica” es sintomática: nacida en la década de 1950, ha sido reactualizada hasta hoy en la batalla entre la sociología “ensayística” y la sociología “profesional”. En definitiva, todos los agentes que disputaban en este período habían sido “sociólogos de cátedra” y pretendían convertirse en profesores full time o dirigir las nuevas escuelas. Y todos intentaban hacerse eco de las nuevas tendencias científicas para captar los recursos que provenían del sistema de cooperación internacional. En la década siguiente, la “sociología crítica” construyó un enfrentamiento estereotipado sobre la base de la apelación a los consensos que habían dominado el campo durante la década anterior –la “neutralidad valorativa”, el “desarrollismo” o el “empirismo”. Mientras, los antiguos representantes de esas tendencias, los Gino Germani, Eduardo Hamuy, José Medina Echavarría, Florestán Fernandes, de carne y hueso, ya no eran los mismos y se aggiornaban a los nuevos tiempos. José Medina fue el nexo que atrajo a los jóvenes exiliados brasileños que se instalarían en CEPAL y FLACSO. Eduardo Hamuy, que era considerado en Chile el principal referente de la “sociología científica”, fue el principal responsable de reclutar a los “sociólogos críticos” que se instalaron en la Universidad de Chile desde 1966. Prebisch se radicalizó desde 1970 y puede considerarse un “dependentista tardío”, según se muestra en el capítulo 9. En definitiva, el cambio social se instaló también en la agenda del “cientificismo”, pues todos los agentes del campo formaron parte, de una manera u otra, del Zeitgeist de los 60.

      Las fuerzas estructurantes del campo académico en Chile y Argentina

      De todo lo antedicho surge que el campo académico-universitario en el Cono Sur se ha caracterizado por tener fronteras elásticas y que sus movimientos han estado ligados, históricamente, a la imbricación entre la autonomización y la institucionalización, la politización, la escasez de recursos, la ayuda externa, las intervenciones militares y las políticas de cada Estado para la educación superior y la ciencia. Situados en las dinámicas bisagras del campo académico con otros campos, hemos analizado en cada caso la particular “internalización” que se ha hecho de las presiones exógenas, así como de la radicalización política y el engagement. Antes que una línea demarcatoria, clara y estable, que ha servido a muchos intérpretes de Bourdieu para homogeneizar “campos” situados en distintos lugares del mundo –a imagen y semejanza de aquello que suponen cierto para Francia–, la noción de “campo” ha funcionado para nosotros como un concepto límite, que remite a un problema de investigación, anclado en una determinada historicidad. Cada capítulo explicita las particularidades de su objeto y los límites del conocimiento alcanzado sobre las fronteras que le ha tocado transitar.

      Conviene, por lo tanto, sintetizar algunas observaciones empíricas globales que apuntan a la construcción analítica de aquella “historia de la estructura del campo universitario” en los países estudiados y que nos permiten esbozar grandes trazos del devenir del mundo académico en Argentina y Chile, durante el período 1950-1980:

      1. Expansión institucional y financiamiento universitario. La indagación realizada sobre las políticas universitarias entre 1950 y 1970, muestra que existieron diferencias radicales entre ambos países, y que estas diferencias repercutieron directamente en la modalidad de institucionalización y en el peso de lo privado dentro de cada estructura académica.

      Desde 1954 Chile estimuló fuertemente el desarrollo universitario y la investigación científica, a partir de una política de Estado que se ejecutó mediante nuevos organismos de planificación de la educación superior: el Consejo de Rectores, la Oficina de Planificación Nacional (ODEPLAN), la Comisión Chilena de la UNESCO y la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT). Estos organismos, a la vez, funcionaban como filtros para la recepción y distribución de la ayuda externa. Se produjo una rápida expansión del sistema, que acompaño el proceso de masificación que vivieron las universidades de la región durante los años 50 y que dio como resultado un aumento significativo de la matricula de las carreras de ciencias sociales en desmedro de las carreras tradicionales, como Medicina y Derecho. El estímulo institucional brindado por el Estado y articulado por la Universidad de Chile no sólo se sostuvo en los recursos nacionales, sino en una agresiva política de drenaje de recursos externos provenientes del vigoroso sistema de cooperación internacional durante la segunda posguerra. En el marco de una relativa estabilidad política y con el apoyo de su proactividad diplomática, Chile se convirtió en sede regional de organismos como CEPAL, UNESCO, FLACSO, ILPES, FAO, ESCOLATINA, CELADE. Desde 1964 se sucedieron gobiernos progresistas que implementaron reformas sociales que tuvieron gran repercusión a nivel internacional, todo lo cual terminó de impulsar la creación científica y el debate intelectual en el país andino.

      En el mismo período, Argentina, tuvo niveles de gasto público en educación superior francamente menores que Chile y una política universitaria cambiante, con serias irrupciones en el desarrollo institucional. Los golpes de Estado promovieron fuertes reposicionamientos al interior de las universidades y fomentaron la concentración de capital académico en centros de investigación privados, que alojaban a los académicos expulsados del ámbito estatal. No existían organismos estatales específicos, que sirvieran de puente entre el sistema universitario y la ayuda externa dedicada a la investigación científica y la educación superior, lo cual daba mayor libertad a los agentes individuales que circulaban internacionalmente para solicitar ayudas. La relación del mundo académico con la ayuda externa fue, en general, inestable y contradictoria. Para mediados de 1960, los centros privados se sostenían con fuertes inyecciones de recursos provenientes de fundaciones norteamericanas, mientras en las universidades se había extendido un rechazo masivo y visceral contra esas ayudas.

      En Chile la investigación científica se desarrollaba principalmente en el sistema universitario chileno, que funcionó, hasta 1973, con ocho grandes universidades en todo el país conducidas por la Universidad de Chile. Durante la década de 1960 se crearon más de veinte centros de investigación social, interdisciplinarios, dependientes de los Rectorados. Los “centros privados” eran una excepción, que además estaban fuertemente ligados al sistema universitario. Nos referimos básicamente a dos institutos: a) el Centro de Estudios de Opinión Pública (CEDOP), dirigido por Eduardo Hamuy y relacionado con la Universidad de Chile, y b) el Centro Bellarmino, conducido por la Compañía de Jesús y vinculado con la Universidad Católica. Los centros regionales dependientes de organismos internacionales que tenían sede en Santiago pertenecían, en rigor, a la esfera pública, y tenían convenios de colaboración diversos con la Universidad de Chile. Las universidades católicas tuvieron un financiamiento creciente del Estado, a punto tal que hacia comienzos de 1970 era difícil sostener que eran universidades privadas. La CONICYT fue creada en 1967, pero sólo actuaba como agencia financiadora mediante becas o financiamiento de proyectos de investigación en las universidades.

      Mientras

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