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desarrollaba la valoración del “desinterés personal” y la “disposición al sacrificio” que se hizo particularmente visible en los colegios católicos y se constituyó en un terreno fértil para el anclaje del militantismo estudiantil.

      En los capítulos de este libro que abordan el período de radicalización en Chile y Argentina hemos analizado algunos “ritos de institución” de la socialización estudiantil, que explican de qué manera el engagement se incrustó con fuerza en lo que los agentes consideraban propio de su métier –la investigación empírica, la escritura de informes o ensayos y el dictado de clases–. Nos referimos a la horizontalidad y a las técnicas de acción colectiva adquiridas por la mayoría de los académicos, ya fuera porque habían sido dirigentes estudiantiles o porque las asambleas constituían “audiencias” legítimas y fuentes de reconocimiento para el trabajo intelectual. Por ello, el capital militante pudo reconvertirse en valor académico, y a la inversa. Este colectivismo dominante explica en buena medida el funcionamiento que llegaron a tener muchos institutos de investigación, la politización observable en los centros regionales dependientes de organismos internacionales, en fin, las nuevas formas de consagración de un militantismo académico que se vistió en algunos casos con ropaje “antiacademicista”, pero que rara vez saltó extramuros.

      El trabajo prosopográfico sobre los académicos argentinos nos permitió analizar aquel antiacademicismo que aparecía como autopercepción compartida en la mayoría de las “ilusiones biográficas”. De hecho, la militancia como tal se presentaba en la memoria de nuestros entrevistados como una suerte de fuga del mundo académico, mientras la descripción etnográfica de esas prácticas mostraba que el escenario principal era la universidad. El examen de decenas de curricula vitae mostraba que, entre mediados de 1960 y el año del golpe de Estado (1976), muchas trayectorias tenían un vacío y no se registraban actividades académicas. Ante la pregunta directa en situación de entrevista: “¿Qué hizo usted entre 1966 y 1976?”, la respuesta reiterada fue: “milité”. Las historias de vida completas evidenciaban, en cambio, que durante ese período todos habían tenido cargos docentes y/o de investigación y que la mayor parte de su jornada diaria se desenvolvía entre seminarios, bibliotecas, asambleas con estudiantes, escritura de ensayos o artículos. La mayoría había tenido una militancia católica en la adolescencia y una buena parte habían tenido una participación protagónica en los centros de estudiantes y federaciones universitarias durante la juventud, todo lo cual viabilizó la actualización de disposiciones militantes y la convicción de que la tarea intelectual estaba “al servicio de la revolución”.

      En el campo académico chileno, por el contrario, ese capital militante latente en la socialización católica y activado con el reformismo estudiantil a mediados de 1960 no se articuló en la memoria de los sujetos con una autopercepción antiacademicista. Más bien se vinculó con un proyecto de “excelencia académica” que adaptaba la profesionalización a las necesidades de un estado socialista y al estudio de la “realidad nacional”. De hecho los currícula de los académicos chilenos o residentes en Santiago en esa misma década incluyen los cargos y actividades de docencia e investigación en los institutos interdisciplinarios o centros regionales, lo cual indica una autopercepción distinta del pasado. En el caso de Chile, la relación entre autonomía y politización fue estimulante para la consolidación de los campos académicos y el proceso de profesionalización no se detuvo. Esto no sólo se explica por la historia del campo chileno y las políticas de Estado para la educación superior, como veremos en el segundo capítulo, sino que se nutre de dos procesos relevantes ocurridos en ese país entre 1964 y 1968. En primer lugar, el escándalo del Proyecto Camelot, que se desató entre diciembre de 1964 y junio de 1965 cuando llegó la propuesta de un proyecto de investigación financiado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, para estudiar la conflictividad en América Latina. Todos los agentes convocados –pertenecientes a distintas instituciones, como FLACSO, la Universidad de Chile y la Universidad Católica– se negaron a participar, y el proyecto fue denunciado por la prensa chilena. El capítulo 7 muestra que una vez desatado el escándalo, el Camelot devino rápidamente en mito y los sociólogos se precipitaron a distanciarse de la sociología norteamericana y de los intentos de utilizar a las ciencias sociales para detener los focos insurreccionales. Paralelamente ocurría un segundo fenómeno: la llegada a Santiago de sociólogos y economistas que escapaban de la dictadura brasileña, muchos de los cuales habían tenido una intensa militancia política de izquierda, como Celso Furtado, Darcy Ribeiro, Paulo Freire, Fernando Henrique Cardoso, Theotonio Dos Santos, Vania Bambirra, Vilmar Faría, Ayrton Fausto, Emir Sader, entre muchos otros. Estos cientistas sociales hicieron del golpe militar en Brasil un eje de reflexión para un productivo giro teórico en la concepción –hasta entonces– economicista se tenía del “subdesarrollo”. Todas las instituciones del campo recibieron exiliados y estos participaron del proceso de radicalización, pero al mismo tiempo estaban impedidos de asumir cargos directivos en instituciones del Estado o participar abiertamente en los partidos políticos, con lo cual se favoreció un militantismo intelectual que contribuyó a fortalecer la autonomía relativa del campo académico.

      En suma, en los campos académicos en nuestra región se desarrollaron formas relativamente autónomas de politización intrínsecas al proceso de profesionalización. Unas se asentaron sobre un crédito individual y otras sobre disposiciones colectivas, pero todas ellas incidieron fuertemente en la estructura de distribución del capital simbólico en el campo. Como vemos, una de nuestras principales hipótesis de trabajo ha sido construida precisamente en contraposición con aquella suerte de “ley” que relaciona de manera inversamente proporcional la politización y la autonomía académica.

      El Mayo Francés, los movimientos reformistas

       en Argentina y Chile: dos Homo Academicus ciertamente distintos

      Para Bourdieu, antes de la explosión de mayo de 1968, el poder universitario se concentraba en las facultades de Medicina y Derecho. Éstas se presentaban en el sistema universitario francés como “científicamente dominadas pero temporalmente dominantes”, mientras las facultades de Ciencias Naturales eran poseedoras de mayor prestigio académico y, por lo tanto, ocupaban un lugar dominado en las estructuras del sistema. Las transformaciones globales del campo social habían afectado al campo universitario, especialmente por medio de cambios morfológicos, de los cuales el más importante había sido el aumento en la afluencia de estudiantes. La expansión de la matrícula determinaba, por una parte, el crecimiento desigual del cuerpo docente y, por otra parte, la transformación de la relación de fuerzas entre las facultades y las disciplinas. El análisis del efecto que esas transformaciones habían ejercido sobre el cuerpo profesoral y sobre las divisiones del mundo universitario, implicaba construir “una historia estructural del campo universitario”, que era necesario delinear con los datos disponibles. Homo Academicus proponía, precisamente, que esas transformaciones morfológicas derivaron en la crisis universitaria conocida como el Mayo Francés. Finalmente, trataba de explicar cómo el Mayo se había convertido en una crisis general y de qué manera esa movilización había sido generadora de una “disposición colectiva a la revuelta” (Bourdieu, 1984).

      En la “historia estructural del campo universitario” en el Cono Sur, las transformaciones morfológicas aludidas por Bourdieu también ocurrieron –durante el período de masificación– y también tuvieron un peso relevante en las crisis políticas del sistema universitario. Ahora bien, si nos focalizamos en el papel de nuestros movimientos reformistas en las crisis generales, sería una exageración asignarle a la universidad argentina o chilena el papel de generador de la “disposición colectiva a la revuelta”. En este sentido parece claro que la chispa que encendió la llama en nuestra región fue la Revolución Cubana (1959) y que el descontento social fue canalizado principalmente por el movimiento sindical, los partidos de masas y las guerrillas. A diferencia del “militantismo” que surgió en el sesentismo francés, y que constituye un movimiento de separación del partidismo (Filleule, 2001), en América Latina la organización tipo-partido siguió teniendo vigencia en este período. Lejos de tomar distancia de ese formato, las nuevas organizaciones redoblaron la apuesta “orgánica” de los partidos de izquierda, estimulando la disciplina y el espíritu de sacrificio, reforzadas a su vez por la clandestinidad y la represión militar.

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