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en el mismo Homo Academicus, el sociólogo francés registraba cómo en momentos de crisis, la “politización” aparecía motorizada por conflictos de interés en torno a las posiciones ocupadas en el campo. Allí, el principio de división política se imponía sobre otros criterios que anteriormente polarizaban sectores dentro de la vida universitaria (Bourdieu, 1984: 244-245). Ya en este análisis de la coyuntura de mayo de 1968, Bourdieu observaba la existencia de una forma de acumulación de capital político dentro del mundo académico, el poder universitario, que nosotros hemos reformulado productivamente para analizar las particularidades de nuestro objeto.

      En su último curso en el Collège de France (2000-2001), Bourdieu estaba más preocupado que nunca por la pérdida de la autonomía de la ciencia. Ésta se había ido conquistando, poco a poco, frente a las burocracias estatales que garantizaban las condiciones mínimas de su independencia y frente a los poderes religiosos, políticos e incluso económicos. Allí planteó que la autonomía “no es un don natural sino una conquista histórica que no tiene fin” (Bourdieu, 2003: 88), porque el capital científico es producto de actos de conocimiento y de reconocimiento por parte de los agentes de un campo de acuerdo a un principio de “pertinencia”. La institucionalización progresiva de universos disciplinares relativamente autónomos es el producto de luchas políticas que tienden a imponer la existencia de nuevas entidades, nuevas fronteras destinadas a delimitarlas y a protegerlas. Esas disputas por las fronteras tienen a menudo como objetivo el monopolio de un nombre, líneas presupuestarias, puestos de trabajo, créditos, etc. La estructura de la relación de fuerzas, entonces, está definida por la distribución de las dos especies de capital (temporal y científico). En este espacio funcionan, así, un capital de autoridad propiamente científica y un capital de poder sobre el mundo científico, que puede ser acumulado por unos caminos que no son estrictamente científicos (o sea, en especial, a través de las instituciones que conlleva) y que plantea el “principio burocrático de poderes temporales sobre el campo científico”, como los de ministros y ministerios, decanos, rectores o administradores científicos. Finalmente, para Bourdieu “cuanto más autónomo es un campo, más se diferencia la jerarquía basada en la distribución del capital científico, hasta tomar una forma inversa de la jerarquía basada en el capital temporal” (Bourdieu, 2003: 103). Reconoce, sin embargo, que las valoraciones de las obras científicas están contaminadas por el conocimiento de la posición ocupada en las jerarquías sociales, es decir, que el capital simbólico de un investigador, y, por tanto, la acogida dispensada a sus trabajos, depende, en buena medida, del capital simbólico de su universidad o su laboratorio (Bourdieu, 2003: 104).

      Digamos, críticamente, que la distinción entre los dos capitales (temporal y científico) está basada en una metáfora religiosa que está muy cargada valorativamente y deja entrever una confianza en la “pureza” de un proyecto autonomista concreto que Bourdieu sostuvo “temporalmente” dentro del campo científico.

      En los campos académicos del Cono Sur, el capital propiamente académico (distinciones y premios, traducción a otros idiomas, citación, participación en comités y coloquios internacionales) se fue diferenciando conjuntamente con el proceso de creación de escuelas, institutos y asociaciones profesionales. Esto promovió la extensión del reconocimiento institucional como forma de cristalización del prestigio individual, y con ello la consolidación de un “capital temporal” que fue indispensable para la consagración de los científicos sociales. Nos referimos a créditos otorgados por los pares –muchas veces como resultado de estrategias de internacionalización– y que habilitan el acceso a cargos de dirección de escuelas o departamentos, centros e institutos, dirección de colecciones editoriales, comisiones evaluadoras o comités directivos en asociaciones. Créditos que reportan beneficios compatibles con lo que Brunner (1986: 25) llamó “relaciones de recurso”, una forma de capital social que se desarrolló en competencias especializadas con el fin de obtener medios financieros para conducir una institución o un proyecto. En beneficio de su especificidad y de sus límites, recordemos que sólo en algunas situaciones esta forma de capital simbólico “temporal” se ha valorizado en el polo dominante del campo social y menos frecuentemente aún se ha convertido en poder económico o político-estatal.

      Con la masificación y la modernización de la educación superior, este movimiento se despojó cada vez más del elitismo original y la socialización estudiantil se convirtió en una parte fundamental de la vida universitaria. Los centros de estudiantes y federaciones se fortalecieron sobre la resistencia a la institucionalización, el asambleísmo y el perfeccionamiento de técnicas de demanda colectiva. Vista desde la trayectoria de los individuos, esa socialización duraba pocos años en el tiempo y parecía quedar aletargada en la vida profesional, cuando se iniciaba un camino lejos de las eternas asambleas y las largas tomas. También parecía quedar atrás en la vida académica de los profesores e investigadores cuando asumían un nuevo rol en el cuerpo docente o en el gobierno universitario. Por eso Altbach (2009) sostiene que la “tradición” del activismo estudiantil suele ser efímera y cambiante. En nuestra investigación hemos podido observar, sin embargo, cómo en los momentos de crisis esas disposiciones políticas se actualizaron en un cuerpo docente que había sido socializado en la militancia estudiantil. Particularmente en los años de 1960, cuando este movimiento adquirió especial protagonismo, esta reconversión alimentó la extensión a todo el cuerpo universitario de una especie de capital político que modificó las fuentes de reconocimiento del campo académico. Nos referimos a lo que Matonti y Poupeau (2004) han llamado capital militante, es decir, una serie de aprendizajes y competencias que son incorporadas en experiencias políticas colectivas y que son transferibles a distintos universos.

      Ese “saber-hacer” se diferencia del capital político stricto sensu, porque éste último se sostiene sobre “créditos” que un grupo deposita en una persona socialmente designada como digna de creencia. Para mantener un cargo directivo un agente debe constantemente pugnar por reproducir este capital, caso contrario, sobrevendrá el descrédito. El capital militante, en cambio, es incorporado bajo la forma de técnicas, disposiciones a actuar. En otras palabras, el primero es francamente inestable, mientras el segundo se caracteriza por su estabilidad y puede reconvertirse, en determinadas circunstancias que analizaremos en este libro, en una forma de prestigio compatible con el capital académico. En los capítulos 2, 8 y 12, se aborda el “academicismo militante” de la década de 1960, y allí podremos observar que la base de sustentación de este militantismo intelectual operó dentro de los confines de la universidad, con reglas específicas que eran incomprensibles para otros universos sociales en los que también se había extendido el capital militante, como el movimiento sindical.

      Ahora bien, ¿de qué manera operó esa reconversión del capital militante en el campo académico chileno y qué diferencias presenta con el caso argentino? ¿Sobre qué bases se extendió el engagement entre quienes disputaban el prestigio académico y/o entre quienes ostentaban poder universitario? ¿En qué medida impactó la Revolución Cubana y cuál fue el sustento local de la radicalización del campo? Un lazo básico parecen ofrecerlo las disposiciones religiosas formadas

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