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El ritmo perdido. Santiago Auserón Marruedo
Читать онлайн.Название El ritmo perdido
Год выпуска 0
isbn 9786074508888
Автор произведения Santiago Auserón Marruedo
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Al panteón erigido por Benny Moré no solamente ha pasado ya el añorado Tata Güines. También se fue hace poco, precozmente, desde la ciudad de Barcelona, su entrañable sucesor en línea directa: Miguel Díaz «Angá». Mi contacto amistoso con la música cubana se inició cuando aún estaban vivos muchos músicos de leyenda. Algunos de ellos tenían los ojos cargados de la experiencia de casi todo un siglo, pero las manos vivas para la música. El Guayabero me abrió el primero las puertas del son, me presentó en su casa de Holguín al rumbero Carlos Embale, voz del Septeto Nacional, a quien escuché improvisar en controversia con Reynaldo Prades, el cantante del grupo de Rigoberto Maduro. En el enfrentamiento entre un rumbero mulato de occidente y un sonero negro de oriente, Embale ponía su sonido nasal acerado, mucho sentimiento y algo de mala uva en la intención de las cuartetas, mientras Prades hacía gala de un elegante orgullo guajiro con voz aterciopelada. Maduro era toda una leyenda. Tras oír hablar de él y buscarle inútilmente por todos los rincones de Santiago, me lo encontré tranquilamente sentado en la recepción del hotel donde iba a hospedarme en Holguín. Allí estaba para celebrar el ochenta cumpleaños de El Guayabero, quien casualmente también se hallaba comiendo en el restaurante del mismo establecimiento y me recibió diciendo: «Santiaguito, estaba esperando su llegada...». Cosas de la santería cubana. Resultado: cuatro días de descarga ininterrumpida en los más diversos escenarios, entre ellos mi cuarto. Maduro electrificaba su guitarrita y usaba generosamente el vibrato del amplificador, creando un entorno magnético.
Me permito al cabo de los años echar la vista atrás para apropiarme de un legado con el que me relacioné como extranjero fraternalmente acogido, como si algo me hubiera estado aguardando, en efecto, y mi llegada se produjese en el momento justo. Iba buscando el sonido de la negritud que canta en castellano, el pulso común que late en la rumba y en los tumbaos de son. No es cuestión de confundir ambos géneros: la rumba afrocubana en sus diversas variantes (el guaguancó, la colombia, el yambú) liga escuetamente el canto hispano con los toques de percusión africana, que a su vez dialoga en seco con la dramática gestualidad de los bailadores que van entrando y saliendo del círculo. Conserva todavía un carácter de reunión privada donde se persigue un clímax encendido, una tensión al límite de lo permitido. Deseoso de espacios más amplios, el grupo de son añade instrumentación llamando al baile comunitario. Aunque del todo profana, la rumba se mantiene apegada a la memoria hermética de los cabildos en los días de la esclavitud. El son, en cambio, busca el afuera, cristaliza en el momento en que se afirma la nacionalidad cubana y con ella se desplaza como el sol desde el oriente hasta el occidente de la isla.
Las estructuras internas de un género y otro son coherentes con esos caracteres generales. La clave de son incita a la continuidad, su fluir rítmico se aligera con cada repetición, se intensifica hasta llegar al montuno. Respecto de ella, la clave de rumba desplaza solamente una semicorchea en la tercera nota del segundo compás, creando un rincón imprevisto: esquina de sombra, silencio y golpe inmediato, sensación de alerta entre dos compases, ocasión para el gesto de felino al acecho. En esa pequeña alteración se revelan diferencias significativas. Escribamos superpuestas las dos claves, en compás de 2/4:
Clave de son:
Clave de rumba:
Reproduzco la clave que comienza con el compás de dos golpes, generalizada en la música latina contemporánea. En algunos sones antiguos se escuchaba primero el compás de tres golpes, de forma coherente con la métrica del texto y con el ritmo escueto del bongó. Cuando el grupo de son se amplía con tumbadoras y piano, el patrón de la clave resulta más flexible si empieza por el compás de dos golpes. Sin embargo la música norteamericana, en sus orquestaciones con aire tropical, reproduce generalmente la clave antigua, aunque sus acentos no dinamicen el tema como es debido, resultando de ello un efecto más bien turístico, que no camina por donde está el color (en lenguaje de Tata Güines: «Fifty-four»). Los grupos de rhythm & blues de Nueva Orleans suelen cometer el mismo error cuando utilizan la clave. El efecto que produce correctamente tocada es de fluidez, con momentos alternos de tensión y reposo. El silencio que inicia los compases impares se convierte en juego reiterado, el suspense que crean las corcheas con puntillo del segundo compás se resuelve en valores más relajados. En cambio, la clave de rumba, al desplazar el último golpe del patrón, sorprende con valores temporales más cortos cada dos compases. Por otra parte, tiende a permitir a veces la sensación de ligadura entre ese último golpe del patrón y la corchea inicial del siguiente, de modo que la alternancia de dos y tres golpes parece quedar invertida o desplazada:
La sensación resultante es de expectación renovada de continuo. Si la clave de son reitera la alternancia regular entre tensión y reposo, la de rumba en cambio prefiere renovar la tensión, preserva un sentido hermético, fluctúa hasta cierto punto en la interpretación de un rumbero a otro y puede dar lugar a discusiones acerca de su correcta escritura musical. A veces se percibe en el compás binario de la rumba una inclinación al compás ternario, es decir, a la polirritmia. Dado el relativo hermetismo de su origen, resulta paradójico que el término «rumba» tuviese amplia difusión internacional, aplicado a un baile de salón que en realidad está más próximo a la ligereza del son que a la crudeza del género cubano de raigambre africana.
Pese a esas diferencias, ninguno de los soneros con los que traté de cerca hubiese rechazado su vinculación con el linaje rumbero. Desde mi perspectiva foránea, los tumbaos de tres de El Guayabero, los fraseos de la guitarrita de Maduro, los toques de la «trilina» de Compay Segundo, se apoyaban en la síncopa cual si la rumba fuera su latido interno. Lo mismo podría decirse de otros soneros que tuve la suerte de invitar a venir a España para oírlos de cerca, como el Septeto Espirituano o Los Naranjos de Cienfuegos. Todos ellos practicaban el son de raíz oriental con conocimiento de los acentos típicos de los solares de Matanzas o de los barrios más oscuros de La Habana. Pancho Amat cuenta, entre su tesoro de varios metales, con ese rápido destello de machete en esquina mal alumbrada. El laúd guajiro de Bárbaro Torres dialoga igualmente con el tambor santero. El percusionista camagüeyano Moisés Porro, aunque ya nacionalizado español, preserva el aroma de los solares rumberos. La africanía es, en definitiva, el secreto mejor guardado de todo sonero que se precie. Está en los tumbaos de contrabajo del linaje de los Cachao, arquitectura mínima capaz de sostener una cultura en movimiento. Para un roquero latino, ese secreto es tan valioso como la esencia del blues.
Propiamente rumberos eran otros músicos cubanos que también respondieron a la llamada española con humor diverso. Cuando Celeste Mendoza bajó del autobús que la llevó del aeropuerto al centro de Madrid, le tendí la mano con ceremonia y ella me espetó altiva, mirando para otro lado: «Hable con mi representante». Esa misma noche, en el camerino del Centro de la Villa, antes de cantar se dirigió a mi persona, sin mediación oficial, para recordarme que no faltase la botellita de Havana Club 7 años que le habían prometido. La botella llegó a tiempo y Celeste cantó, bailó y vociferó como una santa enfurecida. En el mismo autobús venían los Muñequitos