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de rumba, con el único acompañamiento de cajones, tambores, clave y güiro. La cadencia de la copla andaluza adquiere profundidad sobre ese tejido rítmico. No sólo los músicos, sino también los artífices del verso hispanos tienen en la rumba afrocubana un milagroso libro de texto. Si hubiera persistido en la faena de antólogo, el siguiente paso habría sido escoger entre las flores negras de nuestro idioma. Si consideramos en un extremo la rumba afrocubana –que sale del estricto recinto de los rituales en lengua africana y da un paso hacia la escena de la tonada española– y en otro extremo ponemos el punto guajiro, veremos desplegarse un profuso abanico de estilos en los que la africanía y la españolidad se mezclan en dosis que varían gradualmente. En medio quedan el changüí, la conga, el son, el mambo, la guaracha, el danzón y el danzonete, el chachachá, el bolero, la contradanza cubana, la habanera, la guajira... Se cruzan otras influencias, como la de las contradanzas francesas e inglesas, la música culta contemporánea a la que ya tendía el oído Pérez Prado, el tratamiento «filinista» del bolero, en el que se abre sitio la armonía jazzística o de bossa nova. En Cuba tenemos un espectro que va de lo blanco a lo negro –o viceversa– con muchos tonos intermedios. Otras tantas señas para reinterpretar nuestra relación musical con África, que nos permiten elegir el matiz de color, considerar el modo más adecuado de conectar con otros cruces de caminos, pasando quizá por aquel lugar polvoriento donde el desdichado Robert Johnson decidió hacer un trato con el diablo.

      Con la movilidad que proporciona la conciencia de ese espectro, las canciones en lengua hispana podrían estar a un paso de hacer cristalizar nuevos estilos, para los cuales habrá que inventar nombres o ensanchar el campo semántico de algunos géneros tradicionales. Hará falta que se sumen ingenios, una generación capaz de devolver la valentía a las canciones y otra generación capaz de sostener el empeño. Imitando la libertad terminológica practicada por los músicos cubanos, Juan Perro probó hace años a poner la etiqueta de «rock montuno» a su acercamiento al son, medio en serio y medio en broma, porque el rock español sólo fantaseando mucho puede ser imaginado como trayendo al llano espíritus de algún monte.

      Podemos insistir en combinar un nombre natal con otro extranjero, dando crédito a fórmulas ya generalizadas como «rock latino», o arriesgar otras del tipo «rock-son», «mambo-rock», aunque a todas ellas se les note el temor a soltarse del pasado reciente. Si buscamos, en cambio, las designaciones más universales en nuestra lengua, hemos de tener en cuenta que la palabra «son» preservó un sentido muy amplio y arraigado en castellano antes y después de convertirse en emblema de la música nacional cubana. Habría más de una razón para aplicar su nombre a una nueva cosecha de canciones en español. Pero cualquier añadido le hace perder a la palabra «son» su viejo hechizo.

      El poderoso linaje rítmico de los tangos de negros vino desde Cuba en el xix a encontrar en España el rastro del majurí moruno y de los bailes del Siglo de Oro, para convertirse en tangos y tanguillos flamencos. Dejó en Buenos Aires un ramal que se adueñó con solvencia de la marca. Los tangos merecerían renovar su presencia en la denominación de algún género nacido después de mezclarse con la herencia del blues. Pero la fuerza con que arraigó el género porteño hace muy difícil recobrar un uso más universal, pese a la paradoja que supone el hecho de que una denominación referida a un baile de negros acabe significando la negra suerte del tanguista solitario.

      ¿Cabe un uso roquero del término «rumba» sin necesidad de conectarlo con un barbarismo, por medio de un guión fatigoso? ¿Puede el roquero español o latinoamericano atusarse el tupé diciendo: «yo hago rumba»? ¿Traducir sin pudor a su lengua los propósitos ensayados por Willie De Ville (vecino del guaguancó de Spanish Harlem), por Tom Waits (habitual del rumbeo de bajos fondos y altas horas a orillas de un Misisipí de teatro) o por el guitarrista Marc Ribot («cubano postizo» amigo de los sones y rumbas de Arsenio Rodríguez)? En Nueva Orleans, a poco que la guitarra diese algún pellizco funky, el castellano ganase flexibilidad y realismo, el ritmo se balancease en la frontera justa entre la clave cubana y el toque de second line, nuestro roquero hipotético no sería malentendido, porque el término «rumba» mantiene viva allí la conciencia de su linaje doble: negro e hispano. De modo que no resultaría ocioso intentar extender hacia futuros formatos eléctricos su dominio. Pero ¿cuántos cabemos en esta rumba?

      La etimología nos lleva por otros derroteros, aunque éstos vengan a confluir con la música de origen africano a partir de cierto momento. El masculino «rumbo» –de donde viene el nombre de la rumba– también significaba ya en el Siglo de Oro en España «alboroto», después de usarse para designar la «ostentación» (como el adjetivo «rumboso»), y también la actitud de «desafío» del matón, el «peligro» de frecuentar el hampa. Sólo en Cuba se vierte al femenino con el sentido de «fiesta» o «juerga», y de allí se extiende –en los años treinta del pasado siglo– por Estados Unidos y Europa, significando un bailable de origen cubano aligerado, con un carácter de erotismo provocador.

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