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id="ulink_609fa307-8e57-5976-9062-0b9b38616481">Usamos con frecuencia el nombre de algunos animales como apodo individual o gentilicio para destacar cualidades que ni la identidad formal del sujeto reconoce ni están incluidas entre los rasgos que distinguen a nuestra especie. Dando un aparente paso atrás en el orden de la evolución, designamos a alguien como Gato, León, Tigre, Caballo, Oso, Gorila, Zorro, Lobo, Víbora o Perro. Recuperamos de este modo cualidades inhumanas para otorgarles cierto valor simbólico. No es que pretendamos identificar al ser humano con el animal en cuestión o señalar semejanzas evidentes entre ambos, muchas veces el apodo le cae a uno encima de manera totalmente accidental. Sin embargo convertimos lo animal en rasgo distintivo e intensificamos su sentido como si estuviésemos más cerca del totemismo primitivo que del Siglo de las Luces. Algunos pueblos de Australia, África y América conservaban todavía en el siglo xx una forma de organización social basada en clanes que tomaban el nombre de un animal, el cual se convertía en objeto sagrado o tótem y no podía ser sacrificado ni comido, salvo en determinadas ocasiones rituales. Los miembros de un mismo clan no podían contraer matrimonio ni mantener relaciones sexuales, quizá para favorecer el intercambio con otros clanes. Los individuos heredaban el nombre del tótem correspondiente a su clan por vía matrilineal. Tenía un sentido de identificación mágica con las virtudes del animal, el clan quería emparentarse con su poder.1

      El apodo animal conserva un halo degradado y borroso de antigua efigie heráldica. Es un símbolo desprovisto casi por completo de prestigio, como un tatuaje que ha perdido significado colectivo, que responde solamente a los caprichos del destino solitario. Mide la distancia creciente entre el individuo y la comunidad, que antaño buscaba asimilarse con otra especie animal y hoy juega como al descuido con imágenes que nos comprometen débilmente. Pone a prueba el resorte gastado de los nombres. Tiene cierto interés gramatical observar de cerca, como con lupa, el funcionamiento de ese deterioro simbólico.

      En el caso del apodo individual, el nombre común del animal pasa a ser propio de un individuo humano. El tótem con el cual se identificaba todo un clan prehistórico se convierte en mera caracterización personal. Falta el sentido vinculante con el grupo que le daba fuerza a la denominación. Pero el apodo animal tampoco llega a ser propio del todo, porque conserva el eco genérico de la especie aludida. Su resorte gastado fluctúa por tanto entre lo humano y lo inhumano, entre lo propio y lo común. Cuando el nombre de la especie animal se aplica en cambio a un colectivo, vincula a una especie con parte de otra especie, sigue siendo común. Podríamos pensar que las funciones del viejo tótem en este caso se renuevan, pero lo cierto es que acontece algo distinto. El nombre de la especie animal destaca ciertas cualidades del grupo humano. Su significado se intensifica para diferenciarlo de otros grupos con los que no admite intercambio. No es el nombre totémico de un clan que espera relacionarse con otros clanes, sino el de un colectivo segregado. El apelativo común adquiere nuevo realce, la cualidad animal se transforma en intriga que sólo entienden los implicados. Si en el apodo individual el valor simbólico fluctúa de forma algo indecisa entre el carácter propio del sujeto aislado y lo común de una especie animal, en el uso como gentilicio el nombre de la especie animal, sin dejar de ser común, se singulariza, se convierte en valor cultural cerrado sobre sí mismo, que se arriesga a ser ensalzado o denostado. El nombre común de una especie animal se debilita cuando se convierte en nombre propio de un individuo. Recobra fuerza si se aplica a un grupo, pero sólo para oponerse al resto de la humanidad.

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