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El ritmo perdido. Santiago Auserón Marruedo
Читать онлайн.Название El ritmo perdido
Год выпуска 0
isbn 9786074508888
Автор произведения Santiago Auserón Marruedo
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
El apodo animal renueva en el medio urbano un resto de animismo que el éxodo rural parecía haber dejado definitivamente atrás. Todavía en los pueblos, la costumbre de colgar apodos circunstanciales, que se convertían en pesada herencia familiar como grotescos títulos nobiliarios, rara vez echaba mano de nombres de animales. La cercanía del establo bastaba para tener presente el papel de las bestias como fuente de alimento que había perdido todo carácter sagrado.2 El viejo sacrificio ritual, que convertía a los miembros de una comunidad en partícipes ocasionales de lo divino, se reproducía semanalmente en la misa dominical, dando a comer a la vecindad más devota fragmentos de un dios humanizado. Fue preciso distanciarse del medio rural, que los hijos del pueblo fuesen a buscar trabajo y pareja lejos de su entorno, para que el apodo animal recuperase un halo legendario, reflejo pálido y tardío del tótem primitivo, precariamente adherido al individuo perdido y anónimo entre el gentío urbano. Tras la humanización de lo divino, fue preciso que el nuevo habitante de la urbe se deshumanizase un poco.
El apodo animal conserva un halo degradado y borroso de antigua efigie heráldica. Es un símbolo desprovisto casi por completo de prestigio, como un tatuaje que ha perdido significado colectivo, que responde solamente a los caprichos del destino solitario. Mide la distancia creciente entre el individuo y la comunidad, que antaño buscaba asimilarse con otra especie animal y hoy juega como al descuido con imágenes que nos comprometen débilmente. Pone a prueba el resorte gastado de los nombres. Tiene cierto interés gramatical observar de cerca, como con lupa, el funcionamiento de ese deterioro simbólico.
En el caso del apodo individual, el nombre común del animal pasa a ser propio de un individuo humano. El tótem con el cual se identificaba todo un clan prehistórico se convierte en mera caracterización personal. Falta el sentido vinculante con el grupo que le daba fuerza a la denominación. Pero el apodo animal tampoco llega a ser propio del todo, porque conserva el eco genérico de la especie aludida. Su resorte gastado fluctúa por tanto entre lo humano y lo inhumano, entre lo propio y lo común. Cuando el nombre de la especie animal se aplica en cambio a un colectivo, vincula a una especie con parte de otra especie, sigue siendo común. Podríamos pensar que las funciones del viejo tótem en este caso se renuevan, pero lo cierto es que acontece algo distinto. El nombre de la especie animal destaca ciertas cualidades del grupo humano. Su significado se intensifica para diferenciarlo de otros grupos con los que no admite intercambio. No es el nombre totémico de un clan que espera relacionarse con otros clanes, sino el de un colectivo segregado. El apelativo común adquiere nuevo realce, la cualidad animal se transforma en intriga que sólo entienden los implicados. Si en el apodo individual el valor simbólico fluctúa de forma algo indecisa entre el carácter propio del sujeto aislado y lo común de una especie animal, en el uso como gentilicio el nombre de la especie animal, sin dejar de ser común, se singulariza, se convierte en valor cultural cerrado sobre sí mismo, que se arriesga a ser ensalzado o denostado. El nombre común de una especie animal se debilita cuando se convierte en nombre propio de un individuo. Recobra fuerza si se aplica a un grupo, pero sólo para oponerse al resto de la humanidad.
Veamos algunos ejemplos: si decimos «el León de Belfast», aludimos a un cantante huraño, rugidor y peleón, tal vez hasta cruel y sanguinario –aunque en el fondo noble–, en caso de caer sobre su presa. Eso nos quiere hacer temer, al menos, tal designación. Su talante se compara con todos los rasgos comunes de la especie felina mayor. La expresión, al incluir un topónimo urbano, produce además un curioso efecto de contraste, como si viéramos al magnífico animal melenudo –¿tocado con sombrero Stetson?– recién escapado de una jaula en mitad de la conflictiva ciudad irlandesa. El individuo solitario así designado preserva cierta capacidad de seducción, como si no dejara de tener presente que, para ser eficaz, el viejo tótem necesitaba el reconocimiento del público femenino.3 Si decimos, en cambio, «jaguares latinos», «jóvenes leones», u «osos de discoteca», atribuimos a un colectivo cierta cualidad específica de la especie animal, sea la fiereza, sea un carácter juguetón, algo torpe y brusco, ajeno a convencionalismos. Usos despectivos de la palabra «perro» se reparten por igual entre moros y cristianos, aludiendo a la supuesta bajeza del colectivo opuesto.4 Estamos ante funciones de la denominación algo extrañas, por muy naturales que parezcan, de significado ambivalente, que singularizan de un modo u otro el lugar común, jugando a intercambiar rasgos entre individuos y grupos, entre distintas especies, convirtiendo cualidades naturales en valores culturales contrastados. Quizá todo símbolo lleve a cabo un intercambio parecido. Quizá el lenguaje consista en una constante alternancia bipolar, en un continuo proceso de deterioro y revigorización del reparto simbólico. En todo nombre se escucha, ya sea propio o común, la respiración de otro ser. El nombre nos ata al cuello la sombra de un doble, el espíritu de un muerto, no sólo el antepasado en línea directa, sino un ancestro común a los animales y a los hombres.
En un extraño y fascinante libro, el escritor Elías Canetti, búlgaro de nacimiento e hijo de sefarditas españoles, interpretaba la función del nombre totémico en franca divergencia con respecto al sentido sexual y familiar que le había asignado el padre del psicoanálisis. El totemismo sería, desde su perspectiva disidente, algo más que una forma de organización social. El animal totémico es un doble, un espíritu ancestral que representa los lazos con la naturaleza más allá del linaje humano. Adoptar su nombre expresa un deseo de metamorfosis y de multiplicación, pero no en el sentido de la reproducción genética y lineal, sino como fenómeno de «masas» o asociación de energías a la vez en el espacio físico y en el plano de los símbolos. Las masas más primitivas: la horda en fuga, las mutas de guerra o de caza, las danzas rituales fúnebres o festivas, sostienen una doble relación con las fuerzas del entorno y con el espíritu de los antepasados. La muta, que es un pequeño grupo de hombres asociados para actuar con un fin preciso, se opone por su dinamismo al carácter estático del clan, de la tribu y del linaje. Tiende a provocar metamorfosis, fenómenos masivos de mayor alcance. La masa más numerosa e imponente es –de acuerdo con Canetti– la de todos los muertos que aguardan algún resarcimiento por sus penalidades hasta el día del juicio. Probablemente tendrán que contentarse con el reconocimiento de los vivos por su contribución a preservar y perfeccionar sus medios de expresión. Los ciudadanos contemporáneos se lo debemos, no menos que los hombres primitivos. A cambio ellos nos aguardan para que formemos parte de la comunidad más extensa que quepa imaginar, la de las «masas invisibles». La comunidad de los vivos con los muertos es «la idea más antigua de la humanidad». Aristóteles sabía lo que decía cuando alababa el amor por los desaparecidos. Advirtamos que el vínculo con las «masas invisibles» –con las vibraciones del entorno, con el espíritu de los antepasados– se prolonga en la tradición oral por medio del lenguaje, de la música y de la danza. La «cultura de masas» no habría esperado hasta la revolución industrial y demográfica del siglo xix para empezar a actuar, según Canetti.5
Las masas se relacionan con fenómenos rítmicos desde los tiempos más remotos: «El ritmo es originariamente un ritmo de los pies. [...] Los