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cazadores lee en el suelo las huellas de una manada, ésta es la primera escritura que el hombre aprende a leer. Ante la manada numerosa u otra horda enemiga, el pequeño grupo quisiera multiplicarse. La masa en formación desea incorporar todas las energías del entorno, humanas o inhumanas, y cuando no dispone de más fuerzas las finge para favorecer el acoso o la fuga. El incremento del ritmo de los pies simula, por medio del ruido y también por las huellas impresas en el suelo, un mayor número de hombres. He aquí la representación audiovisual primigenia, efectuada a ras de la necesidad perentoria: huellas simuladoras, numerosas, amenazantes, parcialmente engañosas. Tal es el origen de la danza, que expresa el deseo de crecimiento y de ocupación de un territorio extenso por parte de los miembros de la tribu. Desde el punto de vista de las masas, el ritmo no es una manera de medir el tiempo o de asegurar la sucesión, se asocia antes que nada con la extensión, con el deseo de renovar la posibilidad del crecimiento masivo y de la «descarga» sincrónica, llenando el espacio circundante en alianza con fuerzas de toda especie.6

      Al margen de la capacidad humana de sublimar por medio de símbolos las necesidades que nos obligan a vivir en sociedad, el apodo animal manifiesta en todo caso un resto de pulsión atávica, que trata de ampliar nuestro sistema convencional de valores con implícitos marginales, que todo el mundo reconoce. Supone cercanía y algún entendimiento con el bruto carente de palabra, dueño en cambio de las ventajas del instinto. Es muy recurrente el uso de las comparaciones con perros y gatos, animales llamados de compañía, porque se avienen a compartir nuestro hábitat desde hace mucho, si se les proporciona comida regularmente. El animal doméstico urbano solamente se parece al tótem en que, salvo en situaciones extremas, no puede ser comido. Él reclama alimento de continuo sin proporcionar a cambio más que su presencia, valorada como aliciente de una vida cotidiana generalmente exenta de comunicación con el vecino. Extraño destino el del animal de compañía obligado a tratar de descifrar el sentido de nuestras expresiones, que no puede reproducir. Como ya me he hecho bastantes preguntas acerca de la imprudencia que supone el haber elegido un apellido artístico canino, voy a centrarme ahora en el valor opuesto –siempre más misterioso– del gato como apodo de algunos individuos de nuestra especie.

      «Gatas» y «gatos» se dice de los madrileños auténticos, con linaje de abuelos nacidos en el Foro, quizá por la abundancia de transeúntes en el antiguo núcleo urbano, comparable con la población nocturna y hambrienta de sus tejados. Incluye, por supuesto, un matiz de figura castiza y ciertos humos en el habla, un meneo apoyando la dicción precisa, ampliamente divulgados por la zarzuela y el cine. Llaman Gato a un amigo desde que salió indemne de varios percances seguidos en su inquieta adolescencia, apurando una pequeña parte de su stock de vidas disponibles. «Gato», en lenguaje coloquial, significa también ladrón, uso que valora la rapidez y la astucia para aproderarse de la presa o del alimento que al felino doméstico no le está destinado. El diminutivo femenino se aplica con frecuencia a las señoritas en tono cariñoso e íntimo, aunque usada en público la misma designación incluye en su campo semántico un valor añadido de supuesta fiereza sexual, fantasía muy apreciada entre varones.

      En el mundo del espectáculo anglosajón, «cats» se usa para referirse a los miembros del grupo de músicos negros, especialmente de jazz. El uso tiene un campo de aplicación callejero, comparable al de los «gatos» madrileños, pero distingue de manera más particular al grupo humano abocado a buscarse la vida a diario a nivel de las aceras. La habilidad para conseguirlo por medio de la música es, en este caso, el principal valor simbólico añadido. Sin dejar de lado otros valores semánticos adyacentes (el color del pelaje frecuentemente oscuro, la viveza penetrante y oblicua de la mirada atenta a todo acontecer circundante, la elasticidad proverbial de movimientos), este uso argótico de «cat» realza, por medio de la metáfora animal, un valor eminentemente cultural. Preserva un acento deliberadamente salvaje, como de animal que va en busca de jauría para salir de caza. Pero los gatos no cazan en manada. ¿Acaso «cats» designa a los cazadores solitarios y errabundos cuando se juntan para la fiesta musical? El ámbito de aplicación del término es indudablemente el de la competencia en el medio urbano. El sentido tribal –totémico– primitivo se ha disuelto en destinos solitarios, como los que designa el apodo individual. Pero en este caso los destinos solitarios se congregan con un fin preciso, como el de la primitiva muta guerrera, aunque de naturaleza superior, a la vez material y espiritual, íntima y compartible con el público. Se trata de una muta de carácter étnico, de un uso segregado del apodo animal colectivo, que sin embargo acaba por extenderse a nivel planetario. Hay un formidable salto hacia adelante en esta recuperación del espíritu felino.

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