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El ritmo perdido. Santiago Auserón Marruedo
Читать онлайн.Название El ritmo perdido
Год выпуска 0
isbn 9786074508888
Автор произведения Santiago Auserón Marruedo
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Todo cambia, desde luego, ni el país ni el paisaje pueden ser iguales para siempre. Pero ¿dónde está escrito que el cambio deba ser necesariamente a peor? A peor –«cap au pire», decía el último Beckett en su lengua adoptada– vamos por obligación los mortales, llenos de melancolía contemplando el rostro indiferente de las ciudades, que en su largo desamparo durarán mucho más que nosotros. Perder la vida, vale. Pero ¿por qué perder la calle, por qué la playa, es decir, las cosas que se desgastan lentamente? ¿Qué ingenuo o malévolo adalid del bien común puede engañarse o engañarnos con la creencia perversa de que el crecimiento puede prolongarse indefinidamente? No es de nuestro gusto la nostalgia del origen perdido, pero nos gustaría que el cambio continuo, en lo que depende al menos de las decisiones humanas, fuera discutible. Porque no es fácil aplicarse el dicho de Heráclito el Oscuro: «descansa en el cambio», cuando las obras incesantes impiden el sueño nocturno.
La experiencia de recobrar impresiones del pasado natal en lejanos territorios se ha vuelto normal entre viajeros frecuentes, particularmente españoles, que acaban de dejar atrás el subdesarrollo y vuelan por todo el mundo con creciente desenvoltura. Quizá por esa razón me cuesta hacer turismo, no vaya a ser que al final me encuentre lo mismo por todas partes. Hay quienes se topan con su vecina de rellano en Benarés, mochila al hombro; para eso yo no hago el viaje iniciático. Mi trabajo me obliga de todas formas a moverme mucho. Últimamente prefiero buscar diferencias cercanas, descansar en un cambio apenas perceptible. Lisboa, por ejemplo, es un destino siempre apetecido, poético y musical, en el que aprovecho para trabajar a otro ritmo, haciendo como que estoy de vacaciones. La primera vez que cogí un tranvía para Alfama me robaron la cartera y perdí también la tarde en la comisaría. Pero luego he vuelto otras veces, Alfama me ha devuelto con creces las horas perdidas. Allí también he tenido la sensación de recobrar un lugar común, los lujos inefables atesorados en el regazo de la pobreza, la tarde detenida en gastados azulejos, la copla murmurada en una hora de silencio, el rumor de un bosque soñado durante la siesta.
Las nuevas canciones nacen de esa fuente que todavía alcanzamos a escuchar de vez en cuando. Merece la pena buscar entre las palabras, como entre ruinas, aquellas que son capaces de hacer revivir fantasmas de otro tiempo, sin dejar de reclamar su derecho a figurarse el porvenir. Quizá el país perdido no pertenezca en realidad al pasado. Quizá hayamos perdido tan sólo ese estado de relativa indigencia prometedora en el que uno necesita abrir la puerta a la certeza del cambio que se avecina. A cambio hemos ganado el futuro como seguridad férrea, con sus inevitables accidentes masivos y daños colaterales. No es que echemos de menos la utopía febril, intransigente y caprichosa, echamos de menos su verdad callada, la necesidad de donde mana el deseo de otro horizonte. La verdad de toda vieja utopía reside en eso que Deleuze y Guattari llamaban «le peuple à venir»: una comunidad que sólo admite desterrados, nómadas del vasto desierto interior, guerreros que huyen del bando de la avaricia, ciudadanos de un planeta devastado cuyas ruinas esconden un pozo de agua mítica, cuya frescura imaginaria es comparable tan sólo con el sinsabor de su perpetua dilación.1
Reclamar la restitución del país perdido, la integridad del espíritu amenazado por la ruina, sería como prolongar la confianza en la redención ultraterrena, aunque invirtiendo su sentido. Los que hacemos canciones no solemos ser tan confiados, nos contentamos con una utopía pequeña y manejable. Arte de lo efímero por excelencia, la canción popular se ve en la mera necesidad de pelear para encontrar su forma de resistir. Hoy se enfrenta al abismo del olvido en mitad de un océano de registros. No basta con grabar un disco para asegurarse la participación en la fuente del lugar común donde se refrescan las sensaciones. Nuestro problema sigue siendo el mismo que en las épocas de la tradición oral, con la salvedad de que, si queremos una comunidad de oyentes, hoy nos la tenemos que inventar, con independencia de los medios que interceptan el acceso a la memoria colectiva. Los medios de comunicación no construyen comunidad, se limitan a administrar audiencias. Las canciones, en cambio, avanzan hacia su comunidad por venir en la medida en que son capaces de despertar las voces de los espíritus. El país perdido solamente revive en las canciones, que de esta suerte son un modelo político sin pretenderlo.
Para definir la naturaleza del ritmo musical, el filósofo persa Ibn Sînâ (Avicena, 980-1037) empezó por investigar el modo en que dos notas sucesivas mantienen cierta «unidad en la imaginación». El problema específico del ritmo tiene un alcance general, expresa la relación entre lo nuevo y lo viejo en un periodo reducido, cercano y observable: «Una cosa nueva debe ser percibida cuando la huella de la otra es todavía neta en la imaginación, para que parezcan percibidas ambas al mismo tiempo». Más allá de cierto límite temporal, dos notas sucesivas carecen de unidad. Siguiendo la enseñanza de Aristóteles, Avicena nos dice que la especulación no basta para calcular el límite de tiempo favorable para la imaginación: «Esa duración máxima sólo puede ser conocida por la experiencia, la especulación no puede conducirnos a ella. Algunos fijan ese máximo en tres veces el tiempo de referencia, otros en cuatro; todos son unánimes en considerar que es excesivo sobrepasar el cuádruple». Un compás de cuatro tiempos es el marco natural para la unidad imaginaria de las notas sucesivas, según dice la experiencia. Sólo estamos hablando de la práctica musical, el modo en que esta sencilla teoría sea aplicable a la memoria personal o a la historia de los pueblos se lo dejamos a los especialistas. En cuanto interviene el discurso en la construcción de la memoria individual y colectiva, el ámbito de lo que se puede imaginar se amplía considerablemente, se expresa en años, lustros, generaciones, edades históricas o «eones». Es más que probable que haya también una medida de la experiencia, no discursiva, a partir de la cual la historia personal y colectiva se disuelven, el país o la cabeza se han perdido, igual que se pierde el ritmo ocasionalmente. Perder el ritmo no es tan grave, si previamente hemos aprendido cómo recuperarlo, si hay alguien más a nuestro lado sosteniendo el pulso. Con su característica finura para la reflexión, Avicena nos proporciona otra pista útil para mantener el ritmo, o para recuperarlo cuando se ha perdido. Es preciso tener en cuenta que las notas sucesivas están separadas por silencios más o menos marcados. Escuchando el efecto sonoro inmediato de una «moción» (movimiento de la mano sobre el instrumento), no podemos imaginar el silencio que separa las notas sucesivas; pero, si reemplazamos una nota por un silencio, esa impotencia de la imaginación desaparece: «Pues no resulta imposible figurarse una moción por medio del pensamiento, durante un silencio en que nada se percibe».2 Atentos, pues, al valor de los silencios. Nuestra comunidad por venir podría estar buscando en ellos su medida.
Notas
1 Deleuze y Guattari hablan del «pueblo por venir» dentro de una concepción del devenir que es siempre doble, que no funciona nunca en una sola dirección, como el progreso técnico o económico, por ejemplo. El «pueblo por venir» es una idea que se forman el filósofo o el artista para resistir a las amenazas del presente. Pero «el filósofo tiene que hacerse no-filósofo para que la no-filosofía se convierta en la tierra y el pueblo de la filosofía». El artista y el filósofo «son bien incapaces de crear un pueblo, no pueden sino llamarlo con todas sus fuerzas. Un pueblo sólo se crea con sufrimientos abominables y no puede ocuparse de arte ni de filosofía». El doble devenir afecta también a las relaciones entre lo autóctono y lo extranjero, de modo que llega un punto en que no pueden distinguirse: el extranjero se vuelve autóctono (como los inmigrantes que abrazan el nacionalismo en el país de acogida), mientras el autóctono se vuelve extraño para los de su propia lengua e incluso para sí mismo. Véase Qu’est-ce que la philosophie, Minuit, París, 1991, p. 105. Traducción española Qué es la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1997.
2 Extractos del capítulo sobre música del Kitâb as-Sifâ o Libro que cura la ignorancia, de Avicena, sección tercera (Matemáticas), capítulo xii, quinto discurso. Edición del barón Rodolphe d’Erlanger, La musique arabe, Paul Geuthner, París, 1935, vol. ii,