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mi país cuando aparto los ojos del suelo y trato de volverlos a través del humo hacia el límpido azul, que el jerifalte de turno prefiere tapar con una bandera de tamaño impúdico, cuando no con hoteles negros que clausuran el horizonte.

      Todo cambia, desde luego, ni el país ni el paisaje pueden ser iguales para siempre. Pero ¿dónde está escrito que el cambio deba ser necesariamente a peor? A peor –«cap au pire», decía el último Beckett en su lengua adoptada– vamos por obligación los mortales, llenos de melancolía contemplando el rostro indiferente de las ciudades, que en su largo desamparo durarán mucho más que nosotros. Perder la vida, vale. Pero ¿por qué perder la calle, por qué la playa, es decir, las cosas que se desgastan lentamente? ¿Qué ingenuo o malévolo adalid del bien común puede engañarse o engañarnos con la creencia perversa de que el crecimiento puede prolongarse indefinidamente? No es de nuestro gusto la nostalgia del origen perdido, pero nos gustaría que el cambio continuo, en lo que depende al menos de las decisiones humanas, fuera discutible. Porque no es fácil aplicarse el dicho de Heráclito el Oscuro: «descansa en el cambio», cuando las obras incesantes impiden el sueño nocturno.

      La experiencia de recobrar impresiones del pasado natal en lejanos territorios se ha vuelto normal entre viajeros frecuentes, particularmente españoles, que acaban de dejar atrás el subdesarrollo y vuelan por todo el mundo con creciente desenvoltura. Quizá por esa razón me cuesta hacer turismo, no vaya a ser que al final me encuentre lo mismo por todas partes. Hay quienes se topan con su vecina de rellano en Benarés, mochila al hombro; para eso yo no hago el viaje iniciático. Mi trabajo me obliga de todas formas a moverme mucho. Últimamente prefiero buscar diferencias cercanas, descansar en un cambio apenas perceptible. Lisboa, por ejemplo, es un destino siempre apetecido, poético y musical, en el que aprovecho para trabajar a otro ritmo, haciendo como que estoy de vacaciones. La primera vez que cogí un tranvía para Alfama me robaron la cartera y perdí también la tarde en la comisaría. Pero luego he vuelto otras veces, Alfama me ha devuelto con creces las horas perdidas. Allí también he tenido la sensación de recobrar un lugar común, los lujos inefables atesorados en el regazo de la pobreza, la tarde detenida en gastados azulejos, la copla murmurada en una hora de silencio, el rumor de un bosque soñado durante la siesta.

      Reclamar la restitución del país perdido, la integridad del espíritu amenazado por la ruina, sería como prolongar la confianza en la redención ultraterrena, aunque invirtiendo su sentido. Los que hacemos canciones no solemos ser tan confiados, nos contentamos con una utopía pequeña y manejable. Arte de lo efímero por excelencia, la canción popular se ve en la mera necesidad de pelear para encontrar su forma de resistir. Hoy se enfrenta al abismo del olvido en mitad de un océano de registros. No basta con grabar un disco para asegurarse la participación en la fuente del lugar común donde se refrescan las sensaciones. Nuestro problema sigue siendo el mismo que en las épocas de la tradición oral, con la salvedad de que, si queremos una comunidad de oyentes, hoy nos la tenemos que inventar, con independencia de los medios que interceptan el acceso a la memoria colectiva. Los medios de comunicación no construyen comunidad, se limitan a administrar audiencias. Las canciones, en cambio, avanzan hacia su comunidad por venir en la medida en que son capaces de despertar las voces de los espíritus. El país perdido solamente revive en las canciones, que de esta suerte son un modelo político sin pretenderlo.

      Notas

      1 Deleuze y Guattari hablan del «pueblo por venir» dentro de una concepción del devenir que es siempre doble, que no funciona nunca en una sola dirección, como el progreso técnico o económico, por ejemplo. El «pueblo por venir» es una idea que se forman el filósofo o el artista para resistir a las amenazas del presente. Pero «el filósofo tiene que hacerse no-filósofo para que la no-filosofía se convierta en la tierra y el pueblo de la filosofía». El artista y el filósofo «son bien incapaces de crear un pueblo, no pueden sino llamarlo con todas sus fuerzas. Un pueblo sólo se crea con sufrimientos abominables y no puede ocuparse de arte ni de filosofía». El doble devenir afecta también a las relaciones entre lo autóctono y lo extranjero, de modo que llega un punto en que no pueden distinguirse: el extranjero se vuelve autóctono (como los inmigrantes que abrazan el nacionalismo en el país de acogida), mientras el autóctono se vuelve extraño para los de su propia lengua e incluso para sí mismo. Véase Quest-ce que la philosophie, Minuit, París, 1991, p. 105. Traducción española Qué es la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1997.

      2 Extractos del capítulo sobre música del Kitâb as-Sifâ o Libro que cura la ignorancia, de Avicena, sección tercera (Matemáticas), capítulo xii, quinto discurso. Edición del barón Rodolphe d’Erlanger, La musique arabe, Paul Geuthner, París, 1935, vol. ii,

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