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que sólo se esfuerza en la medida del placer que le proporciona el ir de una actividad a otra, huyendo de obligaciones. Dilettare significa disfrutar un poco de todo. Eso le quita mucha seriedad al estudio, dificulta la preparación técnica imprescindible para el músico profesional y además pone entre paréntesis la entrega sincera al acto colectivo de la sonoridad efímera.

      Acaricio sin embargo la esperanza de que cierta suerte de hedonismo alcance a ser aceptada como programa ético, si los inconvenientes que conlleva el disfrute de los placeres físicos se compensan con la revelación de los goces intelectuales. Y viceversa, porque toda pretensión inmoderada de saber se tambalea cuando se oyen desde el fondo de la noche los cantos de la tribu. Como digo, no es cuestión de equilibrio, sino de doblar un cabo llevado por un viento que viene de lejos, como si la medida del placer no fuera el justo medio aconsejado por los moralistas –aquí me aparto de la noble enseñanza del Estagirita–, sino la torpeza cometida, la dificultad, el cansancio, que obligan a detenerse para respirar, para pensárselo un poco; como si en contrapartida la conveniencia del método viniera tarada por un vuelco diario inevitable hacia la realidad común. El resultado es que uno practica la teoría como recurso curativo y lleva el oficio de cantante como trabajo de campo de un investigador algo alterado.

      Mis padres hubieran querido que estudiase para ingeniero de caminos, ése era el porvenir soñado para un hijo de la clase media baja en la España de los sesenta. Había que ver los aires que se daban por aquel entonces los ingenieros: parecían dueños de los saltos de agua, del asfalto, de los cálculos imprescindibles para mover las fábricas, los automóviles y las mercancías, dueños del progreso, en suma, que vale más que un viejo latifundio. La empresa nos animaba generosamente a considerar tal posibilidad, sugiriendo que se harían cargo del coste de mis estudios. Pero yo estaba enfrascado en el libro de filosofía de sexto de bachillerato –que sólo cerraba con disimulo si aparecía el ingeniero jefe–, pugnando por comprender las formas a priori de la sensibilidad externa e interna según Kant, a saber: el espacio y el tiempo. Sin alcanzar a elucidar por completo la naturaleza relativa y hasta cierto punto subjetiva del espacio y del tiempo, comprenderán ustedes que los caminos, canales y puertos de la geografía española significasen poco para mí.

      La filosofía fue una vocación elegida, mientras que en mi posterior dedicación a la música me vería arrastrado por el caudal de los acontecimientos. Algo en mi cerebro se aquieta, se explaya, cuando pienso en términos abstractos. Sé que no es lo normal, que nadie puede pretender competir en privilegios sociales por ello. En la antigüedad, el ejercicio de la filosofía –igual que el culto a los dioses– estaba reservado a hijos de terratenientes que no encontraban particularmente atractivo el hedor de la sangre. Sócrates fue una excepción notable: hijo de un cantero y de una comadrona, no rehusó las obligaciones del combate, pero se dedicó a provocar a la flor de la aristocracia ateniense con argumentos desviados de los ideales de la tradición. Llevó una vida frugal, despreciaba el dinero, los vestidos y el calzado y se lavaba sólo en ocasiones especiales. A mí el gusto por la especulación me vino en la oficina, convenientemente aseado, hurtando horas al dibujo técnico. Trabajando en el canal de El Granado, mientras vivía en Castillejos y La Puebla, no tuve más posibilidades de estudiar que hacerlo por mi cuenta. Don Manuel, el maestro de escuela de Castillejos, me ayudó hasta cuarto de bachiller y luego renunció honestamente a cobrar por estudiarse los libros a la vez que yo. Me presentaba por libre a los exámenes en el Instituto Ramiro de Maeztu de Huelva. Hasta entonces había sido un alumno mediocre, pero de pronto empecé a experimentar cierta avidez intelectual –cosa que de por sí no es particularmente loable–, y las dificultades para llevar adelante los estudios no hicieron más que servir de acicate. ¿Basta que el aprender deje de ser obligación impuesta para que se transforme en objeto del deseo? Bastaría, quizá, si la cultura fuese aceptada socialmente como placer u objeto de lujo, tan deseable para el adolescente como una moto o el primer automóvil. Por suerte o por desgracia no es así, casi nadie reconoce que el pensamiento viaja más rápido que los medios de transporte, quizá más incluso que algunas ondas electromagnéticas, a lo mejor funciona a la velocidad de la luz, no sé, al menos se puede discutir sobre ello. Yo me consideraba un trabajador que se atreve a aspirar al mayor lujo de los antiguos linajes, como un negro que en vez de soñar con adueñarse de la fábrica o pegarle fuego a los campos de algodón pasase directamente a saltar de nube en nube, quizá en pos de la procesión de los santos.

      Cuando nos trasladamos a Madrid, en septiembre de 1971, el ambiente político y los estudios captaban toda mi atención, aparte del trabajo de delineante, del que ya iba calculando cómo huir sin armar mucho jaleo. Ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense en el 72, en horario nocturno. Entre el rojerío apenas se escuchaba más que canción protesta, los más extraviados no salíamos de Dylan y Cohen, con el refresco ocasional de J. J. Cale aportado por un amigo de familia numerosa que disponía de variada discoteca; aunque pronto empezamos a tratar también con Paco de Lucía y Camarón, gracias a un militante de la Liga Comunista Revolucionaria que además de trotskista flamenco era seguidor de los Stones y lector de Proust. La rosa de los vientos de la cultura española volvía a desplegarse en las cuatro direcciones. A partir de entonces sería principalmente mi hermano Luis el que trajera novedades sonoras a casa. En los cursos nocturnos de filosofía y letras había un poco de todo: en unos me resarcía con disimulo de las escasas horas de sueño, pero en otros me sentía estimulado. La cabeza se me iba por parajes insólitos, más allá de los cerros de Úbeda. Durante los dos años entonces llamados comunes tuve buenos profesores en literatura griega y latina, en lingüística, en literatura española, en filosofía de la naturaleza, donde empecé a superar el rechazo a las matemáticas. Durante los años de especialidad corría al salir del trabajo hacia el autobús, ansioso por llegar a clase de ontología. En las demás clases hacía lo justo para cumplir y dedicaba mi excedente de energía a participar en seminarios paralelos, donde se discutía mucho sobre marxismo entre gente afiliada a partidos de la izquierda clandestina y alumnos de formación católica en plena crisis de conciencia. Ambos sectores, agriamente enfrentados, compartían sin embargo cierto talante escolástico que resultaba entristecedor. Afortunadamente también había un seminario sobre Nietzsche, verdadero oasis para algunos de nosotros en mitad de aquel desierto de ideas en crecimiento. Lo dirigía Ángel Currás, un profesor joven de sólida formación germana, inclinado no obstante al pensamiento en fuga, amante de Schumann. Algunos sábados quedábamos lejos del seminario de filosofía y pasábamos la velada en un espectáculo de travestis. Ángel se quitó de en medio poco después, dejando tras de sí un grupúsculo de alumnos agradecidos.

      En cuarto curso empecé a oír hablar de Deleuze y Guattari, de Foucault. Los profesores que explicaban Hegel o Heidegger, y aludían a Marx y Engels de pasada, los trataban como provocadores, nietzscheanos iconoclastas que infundían cierto temor. Cuando abrí por primera vez el Antiedipo fue como un electroshock. Al principio no entendía nada, fiel a mi costumbre, pero percibía oscuramente que aquello me hablaba en directo (a mí o al otro que asomaba dentro) y fuese por la razón que fuese no podía dejar de leer. Poco a poco me fui inventando el posible sentido de las «máquinas deseantes» y sus modos de producción. Otras veces me sentía avergonzado, como si el principal propósito de los autores hubiera sido arremeter contra mis frágiles defensas, como si el teatrillo del inconsciente familiar freudiano (heredero de la gran tragedia griega) estuviera a punto de desmoronarse en mi interior. Cada vez que me encuentro con un libro impenetrable se convierte en un reto para mí y casi siempre acaba por gustarme, al cabo de unos años. Me ha pasado, por ejemplo, con Paradiso, la construcción barroca tropical de Lezama Lima,

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