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Él tenía una Lambretta roja y negra, con la que a veces me llevaba al fútbol y a los toros. Zaragoza era en aquellos años una mezcla muy particular de religión vernácula y vida à l’americaine –como decía el cartero de Jacques Tati–, juerga trasnochadora y ordenanza militar. Bronca casi segura, por uno u otro motivo. Había un contraste muy marcado entre lo que veíamos en casa o en los bares y lo que nos contaban los Padres Escolapios de la calle Sevilla.

      Basta con tirar del hilo de los recuerdos sonoros para que despierte un sinnúmero de imágenes medio olvidadas reclamando sitio en la página. Pero seamos cautos, en razón de nuestro objetivo primordial. La memoria visual de aquellos años se podría reducir en realidad a un juego de luces y sombras, naturales o artificiales, en casa y en la calle, en la ribera del Ebro, destellos pasajeros, atmósferas surcadas por rostros conocidos y desconocidos confundidos en muchedumbre, neones intermitentes al llegar la noche, farolas y escaparates, luces de color indirecto en las coctelerías de moda, donde los grupos de ruidosos bebedores y sus parejas sentadas al otro lado de la barra fumaban y alternaban dramáticas miradas. Todavía el amarillo enfermizo del pasaje Palafox parece querer transmitir un antiguo secreto de familia, casi escucho un sonido de tacones con prisa por llegar a alguna parte cuando todavía era un pasaje moderno. Por alguna razón las impresiones sonoras se quedan en mí con mayor estabilidad que las formas visuales, vagas y evanescentes. ¿Es una particularidad mía o un hecho general que contradice la pretensión a la eternidad de los iconos? ¿De dónde proviene el supuesto de que la representación interior (la fantasía) es de naturaleza principalmente visual?

      A mi abuela paterna le gustaba juntar a sus nietos y llevarnos al circo, al cine, al parque del Cabezo a alquilar bicis, a la feria. Nos atraían especialmente los autos de choque, donde había chicos y chicas mayores y ponían canciones de moda. El oído de los críos empezaba a estar más que atento a las novedades acústicas. En la radio Marconi que había en la cocina de mi abuela materna escuchábamos programas de zarzuela, mi madre nos hacía ensayar representando los papeles principales. En cuanto me quedaba a solas pasaba horas jugando con el dial, viendo cómo la lucecita roja recorría de un lado a otro el nombre de las ciudades, deteniéndome apenas en cada emisora, dueño del placer de alargar o acortar el mensaje a capricho, hasta que otra voz a mis espaldas o una mano firme me sugerían la conveniencia de dejar quieto el botón. Por esa radio me enteré de que un cuarteto de Liverpool estaba montando el escándalo (de fondo se oían las voces agresivas y descaradas de «Twist & Shout», sobre un ritmo medio latino). A tenor de lo que comentaba el locutor acerca de sus pintas, aquello parecía interesante. El uso de razón me llegaba de este modo al filo de la sinrazón. El colegio se encargaba a diario de compensar toda inclinación precoz al desatino, mas para mí sería un hecho irreversible el experimentar la conciencia propia –de la que tanto hablaban los curas– como si estuviese escuchando un aparato de radio en mi interior.

      Mis primeras salidas en solitario a la calle fueron para cumplir un encargo urgente, con admonición expresa de no despistarme un minuto. Pese a ello, fui ensanchando el círculo de información hasta los billares del Tubo, donde había una victrola. Como no dejaban entrar a los niños, me quedaba en la puerta escuchando y cuando pasaba alguno de aquellos bigardos con patillas y camisa de rayas le pedía que depositase en la ranura de la máquina una parte del dinero que me habían dado para la compra, seleccionando mi tema favorito, «Nineteenth Nervous Breakdown», de los Rolling Stones. De regreso echaba cuentas y, ya que no podía cumplir el encargo inicial en modo alguno, gastaba algún dinero más en papeletas de una tómbola cuyo megáfono atraía mi atención por el camino, con la esperanza vana de compensar mi desvío de fondos con algún obsequio de carácter fabuloso.

      Si disponía de algún dinerillo oficialmente asignado, me compraba (o cambiaba, cosa que se hacía por aquel entonces) junto con los tebeos algún cancionero que leía muy atento, intentando recordar las melodías, deduciendo el posible final de las que no conocía sino el comienzo. Me inquietaba el lenguaje de las canciones por escrito, reía reconociendo expresiones que, sin música, resultaban completamente absurdas. Las traducciones de canciones famosas en inglés o en francés me parecían sospechosas, a veces una auténtica tomadura de pelo. Aquellos cuadernillos mal impresos en basto papel, donde abundaban primeras personas del pretérito perfecto de verbos de la tercera conjugación (rimando con otras partículas agudas en «-í»), eran los últimos vástagos degenerados de los nobles cancioneros de antaño.

      Me tocó después pasar varios inviernos en el Pirineo, más arriba de Canfranc Estación. El último se me hizo interminable. Durante el buen tiempo la montaña te dejaba entrar en sus recintos majestuosos. Me acostumbré a andar solo por el monte, a sostener durante horas el diálogo interno en parajes de difícil acceso. Vivíamos en una casa al borde de la carretera, frente al cuartel de la Guardia Civil, en un paraje llamado Coll de Ladrones. Pelados de frío delante de la tele, mi madre, mis hermanos y yo aguardábamos con impaciencia los programas musicales, bebíamos coñac quemado para entrar en calor. Íbamos a la escuela del cuartel, con los hijos de los guardias, con los que no compartíamos gustos musicales. Por fortuna la maestra se hizo amiga de mis padres y nos prestó su tocadiscos portátil, además de un montón de singles de los Beatles y de grupos españoles. Mientras me perdía entre riscos relucientes y hondonadas en penumbra, tras una incipiente sensación de sensualidad difusa, o subía y bajaba el puerto de Somport en bici (una enorme y pesada Orbea verde, en la que no alcanzaba el sillín) reproducía aquellas canciones sin más aparato que mi pobre cabeza de cántaro. No entendía las letras, pero me daba lo mismo. Sabía que hablaban de algo que me concernía. Quizá la experiencia del silencio solitario en pleno monte haya contribuido a compensar de algún modo el vocerío interior, proporcionándome una posibilidad de salvar mi espíritu de la debacle. No es seguro. Lo cierto es que pedí y rogué por todos los medios a mi alcance que no me dejaran pasar otro invierno cercado por la nieve.

      Al volver a Zaragoza comprobé con alivio que el medio sonoro se había ido animando, haciéndose más accesible. Bailábamos delante de la tele, con el musical que daban todos los días a las dos y media, antes de comer. Mi madre nos ponía en fila, de menor a mayor, a practicar los pasos de moda. La familia urbana española sostenía así la función tribal del folclore ante el avance imparable de la tecnología. Yo contemplaba los movimientos de los músicos y de las go-go girls en la pantalla, y luego el resultado de nuestra mímesis familiar, con el mismo asombro. Cada uno de nosotros éramos una cámara filmando la misma escena desde su propio ángulo. La película resulta ser bien distinta, dependiendo del ángulo de la cámara. Por su parte la pantalla era un ojo gris taimado que nos vigilaba a todos, valorando nuestra relativa timidez y nuestro esfuerzo por seguir el ritmo. En cierto modo tenía razón mi bisabuela de noventa años cuando, poco antes de abandonar el mundo a su propia suerte, respondía educadamente al saludo diario de la presentadora, después de la carta de ajuste. Su hija le decía: «Calle, madre, ¿no ve que no le oye?» Y ella, tajante: «Anda chica, que ya me conoce de casa de tu hermano...» Hay, amable lector, en esta pequeña anécdota familiar, algo más que humor celtíbero.

      Un día pusieron «Satisfaction» en los autos de choque del Cabezo. Yo escuchaba atónito aquel riff de guitarra con distorsión, legendario nada más nacer, mientras contemplaba el chisporroteo de las barras de los autos contra la rejilla del techo. Desde entonces, cada vez que suena esa canción me paro a degustar la misma sensación de fruto exótico, salvaje y novedoso. Algunas máquinas de discos anduvieron bien provistas durante años. En la terraza del parque sonaba «La tierra de las mil danzas», por Wilson Pickett, y «Hit the Road Jack», por Ray Charles. No recuerdo la fuente exacta, pero sabíamos que existían los Animals y los Kinks. En la máquina de la piscina de Torrero, donde fuimos a diario durante el verano del 67, las canciones de los grupos españoles empezaban a sonar convincentes. Nuestros preferidos eran Los Bravos, Los Salvajes, Los Canarios, Bruno Lomas y los Roqueros y, sobre todo, Lone Star, que parecían extranjeros aunque cantasen en español.

      Al final del verano nos trasladamos a Huelva, cerca de la frontera con Portugal, a Villanueva de los Castillejos. Guardábamos la propina de los domingos para comprar singles: los de Otis Redding eran emocionantes. Nos juntábamos con los amigos y organizábamos guateques precoces en casa. Bailábamos suelto y también agarrado, con mucha seriedad. De un viaje a Madrid, mi padre nos trajo los

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