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El ritmo perdido. Santiago Auserón Marruedo
Читать онлайн.Название El ritmo perdido
Год выпуска 0
isbn 9786074508888
Автор произведения Santiago Auserón Marruedo
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Mientras me debatía en la Universidad entre clases y asambleas clandestinas, desde el instituto de San Blas, en la periferia madrileña, llegaba a casa un grupo de amigos entre los que primaba el buen gusto musical. Iban, tanto o más que al Instituto, a la discoteca Argentina, emplazada justo frente a la comisaría del barrio y una de las sedes del orgullo marginal del Foro. Asistían a todos los conciertos de rock y a muchos de jazz, falsificaban sus entradas, manejando cuidadosamente diversos papeles y pigmentos. De aquellos conciertos yo me perdía unos y hacía cola en otros, bajo la amenazadora mirada de los grises. Vi a Canned Heat y a Blood, Sweat & Tears en el Teatro Monumental, y en el Pabellón del Real Madrid a Frank Zappa & The Mothers of Invention, a la Mahavishnu Orchestra con Jean-Luc Ponty. Me perdí a Kevin Ayers con Ollie Halsall –quien años más tarde formó parte de Radio Futura– en el Monumental, a Lou Reed un par de veces, a los Rolling Stones en Barcelona, y la última gira de Bob Marley. Nunca he querido ir a ver a los Stones, pese a haber sido un sonido importante en mi formación callejera. Hubo conciertos –algunos matinales– en la sala M&M, donde escuchamos a la formación en trío de Soft Machine, a los Troggs ya tardíos, y también a Burning y a Triana. En uno de esos conciertos me presentaron a Silvio, el cantante sevillano, en una fase bastante elevada de su particular trayectoria hacia las nubes. En la acera de enfrente del club me contó que estaba escribiendo un tema que decía: «Acción dorada / como en un amanecer el sol acciona / sobre la tierra mojada. // Ligeramente rubia / tumbada en un jardín, / tomando el sol estabas…» Días después le escuché cantar en directo otra canción: «Baila cadera», que tenía un groove del demonio. Las letras de Silvio oscilaban entre los destellos de inspiración poética y el delirio alcohólico. Se ajustaban a un compás contrastado con las emisoras de las bases estadounidenses de Andalucía, tomaban muestras de léxico y escenografía en horas gastadas como entertainer de un barco que hacía cruceros por el Mediterráneo. Pero el castellano, hasta con acento sureño, carecía por aquel entonces de la flexibilidad que Silvio le exigía; en su boca espiritada y canora optaba generalmente por deslizarse, a partir de los dos o tres versos iniciales, a un idiolecto vagamente relacionado con las lenguas inglesa e italiana medio aprendidas en los cruceros.
En mi casa nos reuníamos frecuentemente con los amigos y se escuchaba mucha música. Mientras vivimos en Ezequiel Solana, nuestro primer domicilio madrileño, cerca del metro de Quintana, cuando mis padres se iban de vacaciones con los pequeños, hacíamos fiestas que acababan con la luz apagada, oyendo el «Birds of Fire» de la Mahavishnu, «In a Silent Way», de Miles Davis, «I Sing The Body Electric» de Weather Report. Al otro lado de la calle de Alcalá estaba el colegio Obispo Perelló, un centro muy activo de agitación cultural, donde se organizaban asambleas clandestinas y recitales amenazados por la policía. Allí escuché por primera vez a un joven Enrique Morente en plenitud de facultades. La fase universitaria en Madrid estuvo marcada por la preocupación política, pero conforme se acercaba el final del franquismo, el ambiente empezó a virar hacia lo festivo. Mis padres eran muy hospitalarios. Ya en el piso de la calle Antonio Toledano 17, más cerca del centro, en un ambiente de universitarios discutidores, mi padre hacía cocteleras de dry martini los domingos, desde por la mañana, y ponía sus discos de Armstrong y Sinatra. Luego pasábamos a Chuck Berry. Entre conversaciones, gritos y risas, con el tocadiscos a tope, el bullicio se escuchaba en toda la calle. En realidad la música casi nunca paraba en casa. A veces yo tenía que preparar exámenes, pero el tocadiscos o la radio no dejaban de sonar en la misma habitación. Cuando me acostaba, ya bien entrada la noche, teniendo que madrugar para ir a la oficina, las conversaciones y las risas no aflojaban hasta las tantas. Mantener la vocación filosófica en tales circunstacias exige firmeza de voluntad, o quizá más bien lo contrario, un pensamiento del todo evanescente, acostumbrado a dormitar en muy diversas situaciones, tanto laborales como académicas.
En esa época íbamos mucho por La Vaquería, en la calle Libertad, donde servían cerveza con ginebra. Y algunos domingos a la Bovia, junto al Rastro. Los Stones y los Doors eran la banda sonora callejera de Madrid, «L. A. Woman» encendía las reuniones como un motor de arranque. Luego abrieron un pub en la esquina de la calle Ayala con Doctor Esquerdo, cerca de casa, donde ponían música más sofisticada y había personajes con brillantes atavíos. La escuela de San Blas y Canillejas había traído a casa el glam, a los Slade, a T. Rex. Y sobre todo a Lou Reed, David Bowie y Roxy Music. Los dos primeros no me seducían al principio, me parecían afectados. Los amigos me decían: «Escúchalos, hombre, que no sólo hay Dylan en el mundo». Dylan era para mí el contacto con la negritud americana y sus consecuencias. Cuando escuchaba música a solas, seguía poniendo sus discos, sobre todo el Blonde on Blonde, tratando de aprenderme las letras y de hacer –sin éxito– canciones parecidas. No me sentía inclinado a integrarme en nuevas tribus de hombres blancos: ni rockers ni mods ni glam ni punk. Reed me convenció con Transformer y con Berlin. Después escuché las disonancias de la Velvet Underground con curiosidad. A Bowie lo entendí con Ziggy Stardust, con Aladdin Sane, una mezcla de pop y música contemporánea que me resultaba estimulante; y sobre todo con Pin-Ups, su intenso y admirable disco de versiones. Me gustaban las guitarras de Mick Ronson, mezcla de refinamiento y poderío. De Roxy Music poníamos mucho Siren, cuya portada sugería fantasías eróticas en ínsulas extrañas. Ya ven ustedes el resultado de leer a Juan de la Cruz en los años de la liberación sexual. Las emisoras de FM madrileñas eran en aquellos años una fuente de información valiosa. A través de ellas iban llegando los elegantes discos de John Cale –la otra cara de la Velvet–: Slow Dazzle, Fear, Paris 1919. Y los primeros de Brian Eno, sobre todo el Another Green World. De Phil Manzanera en solitario, Diamond Head, y luego los de 801. Los de Kevin Ayers (Confessions of Dr. Dream, Sweet Deceiver…) antes de quedarse a vivir en Mallorca y perder el oremus. Nos causó mucha impresión el oscuro June 1, 1974, en el que aparecían todos ellos junto a Nico. También oíamos a los Caravan de los hermanos Sinclair, y luego a Hatfield & The North. La música de corte europeo, principalmente la llamada escuela de Canterbury, predominó un tiempo en casa, aunque también poníamos discos americanos, como el Blues For Allah de Grateful Dead. Todo blanco, menos Stevie Wonder, que estaba en las máquinas de discos de un bar cercano a Moncloa, donde solíamos recalar después de clase. Stevie también sonaba en casa de unos amigos, fervientes comunistas y melómanos, donde nos juntábamos a estudiar sin parar de escuchar música. Muchos años después, lo vi tocar en el Jazz & Heritage Festival de Nueva Orleans, alzando un puño amable para anunciar la inminente llegada de un negro a la presidencia de los Estados Unidos.
Con ciertos discos podía concentrarme en el estudio, con otros no había modo. Se iban decantando dos líneas de escucha básicamente divergentes: una ambiental que permitía concentrarse; otra eléctrica y salvaje, con la que para estudiar había que pelearse por el volumen y acabar desisitiendo al poco rato. Con los discos de Eno, por ejemplo, mi mente podía viajar sin dificultad hacia las costas de la antigua Jonia o los jardines de la Alemania romántica, hundirse en la psicodélica Monadología de Leibniz. Gracias al gusto ecléctico de los amigos de la periferia madrileña comencé a apreciar también la música culta contemporánea, me enganché al Concierto n. 3 para piano y orquesta de Béla Bártok, a la Sinfonía n. 1, El mar de Vaughan Williams. Pero si sonaba el «Marquee Moon» de Television, o los discos de Iggy Pop, la urgencia urbana me hacía pensar en salir a la calle a tomar unas cañas. En el fondo es bueno que el pensamiento tenga que enfrentarse a diario con sus demonios, probar a sujetarlos un rato o salir –más frecuentemente– alegremente derrotado. Con la llegada de los grupos de nueva ola, mis hermanos ya no tan pequeños empezaron a reclamar su derecho de acceso al tocadiscos, para insistir en Devo, en los Sex Pistols y, sobre todo, en los Ramones. La electricidad cruda ganaba la partida, ya sólo podía aspirar a un hueco para pensar fuera de casa.