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Of Us de Eric Burdon & The Animals. Este último todavía cuenta entre mis discos favoritos. Lo oímos por primera vez cuando lo trajo al pueblo un estudiante deportado por agitador desde la Universidad de Sevilla. Tenía que presentarse a diario en el cuartel de la Guardia Civil y nosotros –casualmente, una vez más– vivíamos justo enfrente. Empecé a aprender a tocar la guitarra por aquel entonces. Los amigos del pueblo me enseñaban los rudimentos del fandango de Huelva y yo intentaba copiar los punteos de Eric Clapton con una guitarra de juguete de Goyo, uno de mis hermanos pequeños.

      En el pueblo la relación con el sonido era intensa. Para empezar, un forastero recién llegado del norte percibía en el habla coloquial del occidente andaluz un rosario veloz de insinuaciones nada fáciles de retener. La música cumplía además un papel notorio en la vida cotidiana. Había frecuentes reuniones en torno a una guitarra, con cualquier excusa, fuera de las numerosas fiestas del calendario. En la terraza del Casino se reunían chicos y chicas batiendo palmas, cantando a coro fandangos y sevillanas con letrillas de contenido local. En los bares servían un semisolera blanco que ponía la cabeza loca. Los críos se sumaban sin dificultad al círculo festivo de los mayores, aprender a cantar y tocar las palmas era imprescindible para entrar en ambiente. Una vez se plantó ante la barra del Casino de Castillejos el mismísimo Camarón de la Isla, cantando en mitad de una juerga itinerante. Los chiquillos corrimos a verlo, pero él dejó de cantar y el grupo se marchó enseguida. Nunca llegué a escuchar en directo a Camarón.

      Todos los días, al caer el sol, sonaba música por los altavoces callejeros del cine, para llamar a la gente, en profana competición con las funciones del campanario. Cuando oía sonar la música del cine, la gente dejaba sus faenas y empezaba a arreglarse para salir. Parejas y grupos de adolescentes paseaban calle arriba y calle abajo, hasta la hora de la película. Por todo el pueblo se oían los emblemáticos instrumentales de Ennio Morricone, algunos valsecitos sudamericanos, sevillanas en abundancia, pero también las novedades de los Beatles. «Lady Madonna» se oyó en cuanto lo trajo al pueblo el hijo del alcalde. Aquel cine era como un ágora oscura donde el pequeño pueblo se mantenía en contacto con el mundo, de manera mucho más activa y comunitaria que con la tele, sin que nadie se privase de expresar en voz alta sus opiniones. En realidad, seguir la película era tan sólo una de las opciones que permitía el acceso a la sala. Si una chica te dejaba sitio a su lado, se abría otro universo de posibilidades. Los críos rogábamos clemencia, ante la taquilla de la señora Quica, cuando no nos alcanzaba el dinero para la entrada (o sea, casi a diario). Ella se resistía durante un buen rato, pero siempre acababa por ceder. Sentarse con una chica en el cine era considerado como posible principio de una relación formal de pareja. En la oscuridad de la sala se tramaban compromisos íntimos que hubieran sido inviables en cualquier otro lugar. Todavía me intriga la habilidad con que las chicas sabían comer pipas y atender al argumento, aparentemente sin perder detalle, manteniendo al mismo tiempo a nivel de los asientos una disimulada estrategia de defensa o armisticio. Desde entonces me pregunto qué vínculo secreto existe entre la oscuridad, la fantasía y la prolongación de la especie. El cine era en definitiva una antesala de la iglesia, imagino que comunicaba secretamente con la sacristía por algún pasadizo secreto, y que en el trayecto de un lugar a otro se invertía la prioridad en la relaciones entre fantasía y realidad.

      Al pueblo empezaron a llegar grupos modernos para las fiestas, en vez de precarias orquestillas de baile. Había unos billares donde íbamos a diario a jugar a las máquinas y al ping-pong. Allí, en un escenario minúsculo, vinieron a tocar varias veces Los Solos, un grupo de Isla Cristina. Las parejas mayores no frecuentaban ese local, así que los músicos tocaban para los críos «Massachussets», de los Bee Gees, «A Whiter Shade Of Pale», de Procol Harum y, la que más nos gustaba, «Green Onions», de Booker T & The MG’s. Hablábamos con ellos de tú a tú, nos aprendíamos sus nombres, les pedíamos cigarrillos. Otro grupo del pueblo de al lado (San Bartolomé de la Torre), Los Olímpicos, venía a menudo a la Pista Azul, el lugar habitual de baile en los festejos, donde sí iban los mayores. Los Olímpicos llevaban un uniforme hecho de tela para cortinas, con cintas verticales de otro color cosidas en el lateral de los pantalones. Los Solos no llevaban uniforme, pero tenían mucho swing. Con los grupos de los pueblos cercanos nos íbamos enterando de las nuevas canciones y luego buscábamos los discos. Así descubrimos «Mighty Quinn de Dylan», según la versión de los Manfred Mann, y «Gimme Some Lovin’» de Spencer Davis Group. Empecé a ensayar para ser batería, pero no pasé del patrón de bombo y caja de «Get On Your Knees», de los Canarios. Una vez trajeron a la Pista Azul, para la feria de julio, al grupo mítico de Huelva, Los Keys, que llegaron a actuar en un club de Madrid. Se quedaron varios días en casa de un amigo, junto al que yo me sentaba como aprendiz de delineante, en la misma empresa constructora en que trabajaba mi padre. Cuando los músicos cruzaban la plaza les abucheaban y les tiraban piedras, en protesta por sus insólitas pintas. Fueron a quejarse al cuartel, pero los guardias les aconsejaron que se diesen una vuelta por el barbero para eliminar el problema. Fuimos testigos. Les seguíamos a todas partes, éramos como sus sombras. El primer día nos quedamos sin verles actuar, todavía éramos pequeños para entrar en el baile. Al día siguiente por la tarde nos sentamos en la plaza junto a Feli (el organista de Los Keys, que ya había venido al pueblo con Los Solos y luego pasaría a Los Lentos, de Sevilla), con nuestro tocadiscos portátil y algunos singles. Mis padres nos acababan de traer de Sevilla ese mismo día el «Get Back» de los Beatles, recién editado. Feli alucinó al oírlo y nos llevó a la Pista Azul, donde el resto del grupo estaba probando sonido. El guitarrista Pepe Roca –que más tarde sería cantante de Alameda– sacó el punteo en un abrir y cerrar de ojos. Aquella noche, después de mucho insistir, con apoyo de los músicos, nos dejaron entrar al baile. Los Keys sonaban muy bien, hacían estupendas versiones de Otis, de Aretha, de James Brown. Jesús Conde cantaba en inglés con mucha garra, pero entre las parejas del pueblo no tuvieron buena acogida, les pedían sevillanas, que cantaran en español, y hubo un conato de pelea. Fernando, el batería, controló la situación con mucho arte de carretera, acallando la protesta desde su micro. Enterado de mi incipiente vocación, me hizo subir al escenario en un descanso y me puse a hacer un solo, intentando imitar el de Joe Morello en «Take Five». Afortunadamente, nadie hizo mucho caso.

      Don Ernesto Feria, el médico de Gibraleón, era también intelectual humanista y buen tocador de bandurria. Tenía casa en Castillejos y de vez en cuando venía, reunía a unos cuantos amigos guitarreros y cantores nada abstemios, salía con ellos de ronda por las empinadas calles. En ciertas épocas del año era frecuente despertar de madrugada con don Ernesto y sus secuaces interpretando temas de María Dolores Pradera al otro lado del postigo. Su sobrino, que era amigo mío y tocaba la guitarra con él, me presentó a sus primas y luego me llevó a casa de don Ernesto, quien escuchó con sorna mis incipientes veleidades filosóficas y me prestó libros muy subrayados e incomprensibles de Jean-Paul Sartre. Conforme avancé un poco con la guitarra, aprendí algunos de sus temas favoritos, para poder acompañarle en sus rondas, que duraban a veces varios días, a base de vino blanco.

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