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nos pusimos a hablar de música y de los poetas franceses del xix. Yo estaba desplazado temporalmente en Orihuela como delineante, hacía muchas horas extras, comía y dormía en El Corro, la fonda de la señora Teresa y el señor Manuel. Todas las noches me iba con los compañeros de trabajo a las discotecas de Alicante, volvíamos de madrugada, dormíamos un rato y a trabajar de nuevo. La señora Teresa se encargaba de mantenernos despiertos con su asado de cabrito. La jornada pasaba escuchando la radio mientras delineaba y sesteaba sobre el tablero. Mis compañeros no hablaban mucho de literatura, así que, cuando me encontré con Cathy, las horas volaban conversando en la pista al aire libre, respirando una atmósfera de flores bajo las estrellas, bailando solamente algunas piezas, con paso trémulo. Era el año del sonido Philadelphia, también ponían mucho a Barry White y ocasionalmente a Isaac Hayes. Cathy no hablaba español y mi francés de bachillerato no bastaba para vencer la timidez. En un inglés inventado a medias, ella citaba a Victor Hugo, yo traducía a Camarón. Yo había venido a Orihuela pensando en escribir un estudio sobre el poeta local Miguel Hernández, ella llegó a Alicante con intención de escribir una historia de ciencia-ficción. Ninguno de los dos proyectos se llevó a cabo. Pero con Cathy empecé a tratar con más libros, a aprender el nombre de algunas flores. Después de viajar a Francia por vez primera, al final del verano, me puse a leer en francés, siguiendo sus consejos: Baudelaire, Gérard de Nerval, Mallarmé, Flaubert, Antonin Artaud y las novelas de Kafka (que me gustaron todavía más en otra lengua), la prosa irreverente de Witold Gombrowicz, los libros de Deleuze-Guattari.

      En uno de sus viajes a Madrid, Cathy me trajo el Rock Bottom de Robert Wyatt, el primer disco que hizo el ex batería y cantante de Soft Machine después del accidente que le dejó en silla de ruedas. Premio de la Academia Charles Cross del año 1975, aquel disco extraño, luminoso y turbulento a la vez, estaba lleno de insinuaciones próximas a mi estado de ánimo fronterizo. Destilaba un género de demencia suave, una dulzura visionaria, cierta alegría en el surco del sufrimiento, una especie de esquizofrenia artesanalmente combatida por medio de la palabra y los instrumentos musicales. La expresión «rock bottom», dicho sea de paso, es un hallazgo, significa muchas cosas: bajío donde encallar y hundirse; tocar fondo, pisar tierra firme, y también el rock visto desde su parte trasera. Los libros de Deleuze y Guattari (Capitalismo y esquizofrenia i y ii, Kafka, etc.), endiabladamente abstractos sin dejar de estar sembrados de advertencias concretas, proponían ideas para gestionar estados mentales semejantes a los que yo experimentaba escuchando a Robert Wyatt. Todos aquellos libros y discos extraños me parecían herramientas necesarias para acceder al pensamiento desde el pupitre inestable de la clase trabajadora.

      En cuanto acabé filosofía me empeñé en irme a París, aunque me habían denegado la beca que había solicitado, haciendo caso omiso de mi expediente lustrado con ahínco de humilde fregona. Empecé a leer metódicamente los libros de Artaud, el poeta-actor y pensador loco. Me parecía una salida para escapar de las imposiciones cotidianas, no una fuga teatral de la realidad, sino una experiencia que me permitía refugiarme en la neblina del pensamiento, contemplar de otro modo las cosas que había de afrontar en casa o en la calle. El mundo de las ideas era para el aristócrata Platón un cielo transcendente hecho de formas puras y luz inalterable. Para mí, nebulosa cotidiana, en la que de vez en cuando se adivinaba un fulgor pasajero. Con Antonin Artaud descubrí que el pensamiento no es un atributo personal, sino materia en bruto, que en la vida diaria choca con otro género de cosas materiales, y que hay que pelear para abrirle hueco o buscar su momento oportuno. Mi tendencia natural a la abstracción no tenía por qué conducirme en consecuencia fuera del mundo, ni llevarme a representar un papel de intelectual de oficio. En los libros hallaba la misma electricidad, en suma, que hacía sonar los discos.

      Dejé por fin el trabajo de delineante y me fui a París en el tren Puerta del Sol, en litera de segunda, con la cabeza llena de inquietudes agitadas por el traqueteo. El tren paraba en Irún para hacer el cambio de ancho de vía. Ya en Hendaya, subían desde la oscuridad las voces roncas y guturales de los ferroviarios galos, mientras yo imaginaba parajes de romántico exilio. En la ciudad de París me fijé con agrado en las diferencias más sencillas: en los pestillos de las ventanas, en la textura espesa de las cortinas granates, en el gris de los enchufes o en el aspecto serio de los teléfonos. Pero me chocaba la gravedad dramática con que cierta gente –los que tenían pinta de aspirar a título de artistas o intelectuales, que eran muchos– portaba su identidad en el metro y por la calle, como pasos de Semana Santa, con una especie de circunspección altiva, lindando con el espectáculo. Mi propio carácter me parecía en comparación poco hecho, peligrosamente entusiasta, sin temor a rayar en la frontera del ridículo, decididamente al otro lado si bebía un poco más de lo justo, sátiro desconcertado y torpe entre una muchedumbre experta en manejar las apariencias. Propenso a una amargura negra compatible con el verso de Verlaine: «mi duelo es sin razón», lo cual me permitía ya sentirme un poco parisino. En cualquier momento, sin embargo, el tono seco de un transeúnte o de una dependienta volvía a ponerme en mi sitio. Tenía que elegir entre varias identidades posibles, algunas de las cuales era mejor no defender en público. No me sentía responsable de todas ellas, pero mi deseo era conducir a trancas y barrancas mi recua de mulas a través del paso de montaña, hasta dar con cierta senda de lucidez difícil de alcanzar: «Es preciso que lleguemos a la frontera / antes del anochecer...» cantaba Robert Wyatt en castellano tomado de un manual de bolsillo de Assimil. París no estaba esperando a un estudiante subpirenaico con la libido recalentada por la represión, emigrado de una guerra civil prolongada en el enfrentamiento consigo mismo, para replantearse sus maneras de capital cultural del mundo. En el vagón de metro, en la panadería, en la ventanilla universitaria, las miradas duraban estrictamente lo justo para hacer manifiesto el desdén. Con mi francés todavía escueto, me las fui arreglando para pedir la cuenta en los cafés, para inscribirme como alumno de tercer ciclo en la Universidad de París viii, para entrar en las bibliotecas e ir haciendo algún trabajo por horas. Es verdad que desde entonces el trato a los españoles en París ha mejorado mucho. Los periodistas destacados por las revistas francesas, que vendrían años después a reportar la movida madrileña, ávidos de comprobar libertades recientes y precios más asequibles del mercado de narcóticos, propagaron noticias acerca de nuestro derecho incipiente a ingresar en el primer mundo. Lo español acabaría poniéndose de moda en Francia. Pero no puedo evitar acordarme de mi sensación de extranjería como de un privilegio ganado a pulso, algo que andaba buscando desde niño, a lo que no querría renunciar por nada del mundo. Comparo mis sensaciones de entonces con las que debe de sentir hoy entre nosotros un inmigrante magrebí o subsahariano. Seguro que no son las mismas, pero intento imaginar el porvenir que pudiera corresponder con sus ensueños.

      Las Universidad de Vincennes recibía inmigrantes de todo el planeta, funcionaba más como mercadillo y restaurante infecto que como centro de estudios. Muchos acudían en busca de drogas. Allí, sin embargo, daba clase Gilles Deleuze, una vez por semana, y otros profesores atípicos que también me interesaba conocer: Jean-François Lyotard, François Chatelet. Inscribí mi proyecto sobre Antonin Artaud para trabajar bajo la dirección de Deleuze (aunque oficialmente firmó René Schérer, dado que Deleuze tenía demasiados alumnos) y, en un encuentro relámpago, le presenté mis ideas sobre la «metafísica en actividad» de Artaud. Me sugirió que prestase atención a su incesante relación con las drogas. Otro día comentamos algo acerca de la entonación del habla en las canciones de Dylan. No tuve tiempo de insistir en el asunto ni de presentarle mi trabajo. Había huelgas frecuentes. La clase era tumultuosa, de difícil acceso, fascinante en cuanto Deleuze entraba por la puerta, con abrigo y sombrero grises, bufanda roja, como un personaje de las novelas de Beckett, a quien citaba a menudo. Deleuze era un ser magnético. Buscando inspiración antes de empezar a hablar, contemplaba la nube que salía de su cigarrillo, de la que iba a caer el discurso a veces como relámpago, a veces como ceniza. En su cerebro se producían conexiones asombrosas, sostenía el discurso hasta el límite de lo pensable. Tras un largo periplo por sendas incógnitas y arriesgadas, acababa sus argumentaciones ralentizando poco a poco la frase, bajando el tono hasta desembocar en una revelación susurrada, efecto dramático al que un aula llena de locos respondía con un silencio electrizado, que culminaba con una exhalación de aire de los pulmones del pensador –ya por aquel entonces bastante tocados–, una especie de interjección prolongada que se deshacía de su función de apoyo coloquial y sonaba como un rugido sordo, como si

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