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–la duración del cigarrillo marcaba el tempo de la argumentación– y antes de que le cayese encima una pregunta impertinente retomaba la estrategia de su razonamiento, levantaba otra vez un poco la voz, diciendo: «Aaalooors...», con cierta ternura femenina, pero con la mirada oblicua de quien te va a anunciar que tienes que ir cambiando de idea. Nunca hubiera podido imaginar que una clase pudiese llegar a ser tan emocionante. Pero allí no había mucha ocasión para compartir ideas o emociones con nadie. Sólo hablaba con un compañero japonés, que también estaba trabajando sobre Artaud, durante el trayecto de metro, hasta que él tomaba su correspondencia. Pasé muchas horas en las bibliotecas, sobre todo en la de La Sorbona y en la Bibliothèque Nationale, copiando textos de revistas de los años treinta y cuarenta, con una ansiedad de poseso y una insatisfacción creciente.

      En París, 1977, se respiraba la atmósfera de la nueva ola musical desatada después del fenómeno del punk en Inglaterra. Compré algunos discos y visité algún club nocturno, donde el personal no era más comunicativo que en las aulas. Algunos lucían galas recién sacadas del manual del perfecto roquero. Yo estaba totalmente metido en la lectura de Artaud, en los inéditos de sus últimos años de internamiento, tratando de pescar las consecuencias filosóficas del Teatro de la Crueldad, los retazos de pensamiento surgidos de su inmersión deliberada en la locura. El ambiente musical parisino me parecía demasiado dependiente de la moda, el ambiente intelectual obstruido por una afectación semejante, pese al indiscutible atractivo de las ideas de los maestros. Trabajé pintando y empapelando un apartamento en la periferia, copiando libros de contabilidad en el despacho de Mr. François, en la calle Turbigo, junto a la calle St. Denis, poblada de señoritas en ropa interior de encaje desde el punto de la mañana fría. Llegué a obsesionarme con la experiencia artaudiana, a encerrarme en una reflexión aislada, extrema y desnuda. Soñaba a veces con una nube gris palpitante en la que percibía la luz ligeramente metálica del sentido. No veía mucha salida para mis estudios en Vincennes, de hecho la universidad cerraría poco tiempo después. Y tampoco sentía grandes deseos de hacer oposiciones en Madrid para profesor de instituto.

      Durante unas vacaciones percibí entre los amigos del entorno de la galería Buades, a quienes había empezado a tratar en el último año de Facultad, un dinamismo interesante. En la radio se escuchaban canciones atrevidas en español y se hablaba de grupos nuevos. La era de los solistas salidos de los grupos sesenteros había acabado con Camilo Sesto haciendo de Jesucristo Superstar. Decidí regresar a Madrid, seguir mi tesis en la Complutense, donde obtuve una beca de investigación a la que renunciaría nada más empezar Radio Futura, algo precipitadamente. La estancia en París me había permitido intimar con el delirio intelectual, internarme en muchos libros, tomar el pulso de algunos autores selectos. Pero en mi propia tribu estaban empezando a sonar tambores acallados desde hacía siglos.

      La electricidad furiosa del punk, el desenfreno y el aturdimiento, que unos defendían como extrema liberación y otros denostaban como sometimiento a la facilidad mediática, carente de sensibilidad musical, me parecía a mí en aquel momento otro cantar: una puesta al desnudo no ya del cuerpo –sujeto por otro lado con imperdibles– sino del cerebro humano en estado de shock. Era una especie de desnudez extrema de las ideas, una metafísica de clase obrera, sin recurso a lo trascendente, lo que se estaba manifestando bajo el lema del no future. Tenía para mí un valor, más que musical, filosófico y político, en sentido amplio. A la vez que asumía la negación de todos los valores como desechos burgueses (del lenguaje estructurado, de cualquier forma de orden establecido, de la propia anatomía), el punk representaba la irrupción en el mercado mediático y en la industria del ocio de los desheredados blancos, como si fueran negros pero sin tierra de origen que lamentar, por medio de la sonoridad eléctrica en crudo, sin tradición musical reconocible, puesto que los punkies renegaban para empezar del circo del rock, que les estaba contratando como enanos. No hay realmente muchas cosas que aprender del punk, musicalmente hablando, salvo la intensidad de la expresión llevada al límite, el fraseo que reproduce a veces la entonación coloquial más desquiciada y urgente, la excesiva distorsión de las guitarras que parecen echar en falta algo de lubricante para motores, el pulso acelerado compartido como engranaje humano que se enfrenta a las máquinas en su terreno, con su propio lenguaje, oponiendo ruido a la ciudad del ruido. Poco estudio hace falta para incorporar esos colores al espectro musical, pero eso no los convierte en desdeñables. Son la respuesta blanca (lívida, mortal) que vino a cerrar con un espasmo el siglo de las canciones. No hay nada más allá en la conjunción minimalista de sonido eléctrico y letra. Salvo perder las prisas, la urgencia por desaparecer en un vómito. Y en tal caso volvemos a carear nuestra lengua estupefacta con el formato escueto más internacional: el blues primitivo, sin que sea obligatorio limitarse a la escala pentatónica. Porque podemos aprovechar esa llamada de atención borderline con la que culmina la canción popular eléctrica, fuera de los límites de la cultura y del prestigio social, hecha desde el cubo de la basura, para volver la vista atrás y comparar los restos de las tradiciones poéticas y musicales de nuestras lenguas con los patrones de la negritud, que se han vuelto universales. Radio Futura fue un intento de ese tipo, un proyecto afterpunk periférico, en lengua romance. El interés del punk es que con él se acabó la pequeña e intensa historia del rock, un contagio interétnico masivo por medio de las canciones. Naturalmente podemos seguir haciendo jazz, rhythm & blues, rock, soul, reggae o hip-hop, igual que se puede seguir haciendo tango, bossa nova o son cubano, como leer una y otra vez con placer a los clásicos del Renacimiento o del Siglo de Oro. Se puede mezclar todo ello y mucho más, flores de Oriente y sapos de Occidente en cazuela de barro puesta a fuego de leña, desdeñando la limpieza de las cocinas de inducción. Debemos intentar preservar cualquier retazo de cultura, contracultura o subcultura, popular o elitista, que aún sea capaz de provocar sensaciones sin depender exclusivamente de un código numérico, ahondar en los estilos que conservan algo de electricidad sin enchufes, sólo para comprobar si hay vida fuera del aparato. Pero hemos de tener presente que en modo alguno basta con mimetizar patrones rítmicos, melodías, giros de expresión, versos de un metro u otro, para saciar la sed de nuevas formas sonoras que despertó en nuestra infancia y que ya nada podrá satisfacer.

      Toca averiguar ahora qué utilidad siguen teniendo las canciones y los libros en la era digital. Hay faena para rato, porque hasta los temas aparentemente más simples de la cultura popular contemporánea esconden gato encerrado. Son tan intrincados que llaman a la reflexión, pero nos hemos quedado sin palabras y además no hay horas en el día. Hay que sostener el pensamiento a partir de ahí, si queremos hacernos cargo del control de nuestras vidas. No es seguro que queramos, nos lo vamos a pensar. Los supervivientes del punk permanecen atentos a lo que pueda decir cualquier canción con energía, aunque no abrase los sesos, les ha dado tiempo a escuchar algo de jazz y hasta de música clásica, mientras se lo estaban pensando. En lo que me concierne, no creo poder librarme de la necesidad de hacer canciones, tratando de vislumbrar a través de ellas lo que todavía no entiendo de la existencia y de la vida en común, que es prácticamente todo. Entre mi vocación de estudiante de filosofía extranjera y mi oficio de escritor e intérprete de canciones en español no tengo elección, han nacido juntos y ambos se disputan las ganas de seguir en la pelea, a sabiendas de que no hay tiempo para todo.

      Notas

      1 En Les deux sources de la morale et de

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