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El ritmo perdido. Santiago Auserón Marruedo
Читать онлайн.Название El ritmo perdido
Год выпуска 0
isbn 9786074508888
Автор произведения Santiago Auserón Marruedo
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Recientemente he leído, en los estudios sobre la tradición lírica española, que las canciones populares de la Edad Media se pusieron de moda en las cortes del Renacimiento. Los poetas del Siglo de Oro imitaron luego su estilo conciso y vivo, sobre todo en las piezas de teatro ligero. Algunas de sus formas e imágenes se preservaron hasta la mitad del siglo xx.3 Pero el éxodo continuo hacia las grandes ciudades y los medios electrónicos en plena expansión estaban barriendo aquellas pervivencias antiguas. Conforme he ido asumiendo el oficio de hacer canciones, rescatar una parte de la tradición lírica olvidada se ha vuelto un propósito sostenido en paralelo con el aprendizaje de los cantos de otro mundo. No tengo vocación de folclorista, sólo me interesa averiguar qué elementos de mi lengua son compatibles con el ritmo aprendido de los negros, asistir al nacimiento de una lírica española por primera vez del todo apátrida. En el Siglo de Oro la lírica popular campesina de tradición oral fue reelaborada y escrita según los nuevos requerimientos de la escena teatral urbana, para un público mayoritario, ávido de versos y canciones. Aquello fue el comienzo de un proceso imparable hasta hoy, en el que la música cumplió un papel determinante. El fenómeno acontecía al mismo tiempo en otras cortes europeas, pero en España adquirió mayor dimensión (carácter de poesía nacional), en un momento de expansión del Imperio y de auge de las letras.4
Transformación comparable, pero mucho más radical –porque culmina la ampliación del espacio público no sólo a escala de la metrópoli, sino de todo el planeta– acaece en la primera mitad del siglo xx: ante la invasión de un repertorio de canciones de otros países y de otras lenguas difundidas por medios electrónicos, con marcado predominio de las canciones en inglés, gracias al poderoso influjo musical afroamericano, se produce el olvido casi completo de las tradiciones folclóricas locales. Todavía en el Siglo de Oro el principal medio de difusión de la canción popular era la viva voz, con apoyo de la escritura en pliegos sueltos y cancioneros, pero con vistas al momento festivo del baile en compañía de otras voces e instrumentos. En nuestros días la difusión de las canciones por todo el globo depende de una red de soportes y enlaces técnicos que requieren conocimiento especializado, otro lenguaje que no es de dominio público, un código secreto, patentado. Algo ha cambiado cualitativamente. Entre la música y la letra se ha interpuesto un grupo mediático. Los versos no tienen ya la utilidad ni el prestigio de que gozaron hace siglos en España hasta entre analfabetos. ¿Hemos renunciado con ello a un saber propio de nuestra tradición, intercambiable por los dones del extranjero? ¿Serán la poesía y las canciones el índice del valor de la cultura hispana, más que la ingenieria informática o que la empresa deportiva? Supongo que este orden mundial tampoco ha de ser definitivo, que la humanidad no se va a dejar retratar para la eternidad como una torre de Babel de canciones ligeras o un mercado de registros electrónicos cada vez más comprimidos. Pero una parte significativa de nuestra historia reciente se ha dignado en disfrazarse de tal guisa. Y aunque ya nos estemos moviendo en otras direcciones, todavía mal conocidas, es hora de empezar a entender algo de lo que nos ha ocurrido desde el Siglo de Oro a esta parte.
Las voces del patio trasero o de la taberna competían todavía en mi primera infancia con la radio, por las estrechas calles del Gancho, junto al Mercado Central. Cantaban el beso furtivo de un marino forastero, las bellezas de ensueño de la ciudad andaluza, los peligros de la ronda nocturna, la violencia de los amoríos fronterizos, el retorno al puerto de origen, tras veinte años de exilio pasados como un parpadeo de luces. Mis oídos al acecho percibían en aquellas canciones cantadas en español algún trasfondo común. Pero el enigma más percusivo e inminente vino de los discos americanos que se ponían en las fiestas que se empezaron a hacer en casa cuando nos mudamos a un barrio más moderno. Las voces de los negros traspasaban los tabiques, se aclimataban a la oscuridad del cuarto como fantasmas risueños o melancólicos, según se desatase la sonoridad loca de la orquesta de swing o se derramase la balada irrespirable que me hacía sufrir una pasión completamente ajena a mi pequeño círculo de amistades. Sin poder conciliar el sueño, trataba de acercarme de vez en cuando a la puerta del salón, cristal opaco tras el que se adivinaban extraños movimientos. Algunas voces blancas venían a competir con los negros en su propia jerga, y aun los superaban, según oía decir, en derecho a la fama internacional. También había negros que cantaban en castellano, con una perfección que hasta hoy me parece insuperada. Ciertas piezas bailables eran designadas con números en castellano, e incluían expresiones vocales inarticuladas de naturaleza particularmente salvaje. Todo ello fortaleció la sospecha de que mi lengua, recién aprendida, tramaba algo con el extranjero. Podría dejar los nombres propios a un lado, con la absoluta certeza de que mi biografía musical es compartida, pero me permitiré recordar que los soldados estadounidenses de la base traían a casa los discos de Louis Armstrong, Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Nat «King» Cole, Dave Brubeck, Frank Sinatra, Mel Tormé, Louis Prima, Nina Simone, Johnny Mathis, Los Platters, Harry Belafonte, Fats Domino, Elvis Presley, Paul Anka, La Lupe y Pérez Prado. Algunos de esos exóticos nombres iban a esperar medio siglo para acabar de hacerme entender su verdadero alcance. Quizá uno no acaba de entender las cosas hasta el día en que a nadie –o a pocos más– interesan.
Ésta es la segunda impresión sonora vivida desde la oscuridad, en el cuarto de los niños, causada por las voces predominantemente negras de los discos. En realidad todas las voces me parecían negras, bien porque salieran de aquellos hipnóticos surcos giratorios, bien porque su escenario natural fuera para mí la oscuridad, hasta el punto de que para escucharlas durante el día sentía la necesidad de cerrar los ojos. Recordemos que la «negritud» es, por otro lado, una cualidad esencial del sonido, ya que se trata de una realidad invisible. Es necesario no obstante precisar que entre las voces negras y sus imitadoras blancas hay algunas diferencias que se tornan significativas con el tiempo. El cantor blanco, proclive a devenir además artista de cine, rara vez se despega de una especie de individualismo dramático, tanto más acentuado cuanto más depurada sea su técnica vocal, mientras que las voces negras combinan naturalmente la lucidez musical y la habilidad técnica con el desenfado y una actitud generalmente comunicativa. Si salen en las películas, comparten la secuencia desde un escenario lateral, se ganan quizá algún plano sudoroso, dejan que se siente en el piano el protagonista blanco para hacer gala de su buena educación. Sólo cuando el jazz se intelectualiza en los años cuarenta, por influencia de los críticos blancos que le proporcionan conciencia de su valor artístico, surgen figuras negras que responden al prototipo del genio solitario que reclama un aura de silencio a su alrededor. Cuesta años entender que se trata de otra ética musical, que no es en propiedad negra ni blanca, pero que a los blancos les cuesta poner en práctica, por algunas razones que están por definir.
Junto a esas voces que se movían a sus anchas en lo oscuro, proporcionando al oído texturas novedosas, sorprendentes, hoscas y a la vez dulces, que adquirían relieve palpable en el ámbito doméstico y casi se dejaban abrazar con los ojos de la imaginación, podría sacar de entre mis recuerdos también algunas imágenes parecidas a las de las películas, una especie de «banda visual» que habrá de contentarse con desempeñar un papel secundario en este libro. A aquellas fiestas, que duraban hasta altas horas de la madrugada, además de los yankees acudían futbolistas famosos y algunas zaragozanas muy dispuestas que lucían vestidos descotados, faldas de amplio vuelo ondulante.