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músicos neorlinos editado en 2000 por el sello Hannibal Records. Recibió algunas críticas desfavorables, porque no todos sus ingredientes están cocinados sin premura, pero el tema en cuestión suena potente y marca un hito interesante desde nuestra perspectiva.

      9 Sýmbolon era un objeto dividido en dos mitades que se repartían para servir como signo posterior de reconocimiento, por ejemplo, entre anfitrión y huésped. Su reunión tenía carácter de legitimación de un pacto, fuerza probatoria. Por extensión, se aplicó a las señales secretas de las sectas paganas, que adoptaron más tarde también los primeros cristianos. La palabra designó después una imagen de significado oscuro, salvo para los iniciados. Finalmente adquirió el sentido de representación de una realidad lejana o invisible por otra visible, con la que se asocia por convención.

      q Versos tomados del libro Locus amoenus. Antología de la lírica medieval de la Península Ibérica, edición de Carlos Alvar y Jenaro Talens, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009, p. 179.

      w Canetti, op. cit., p. 93.

      e Cf. Juan Hidalgo, Romances de Germanía de varios autores, con el vocabulario al cabo por la orden del a, b, c, para declaracion de sus términos y lengua, Barcelona, 1609. Hemos consultado la edición de Antonio de Sancha, Madrid, 1779, p. 183.

      r Con su particular lucidez sombría, Canetti conecta el sentido originario de la multiplicación y de la metamorfosis en las sociedades primitivas con el concepto de producción en las sociedades de masas contemporáneas: «Las máquinas pueden producir más de lo que cualquiera pudo soñar. Toda multiplicación ha crecido así enormemente. Pero como por lo común se trata de objetos y en menor grado de criaturas, se acrecienta el número de aquéllos por el aumento de necesidades de éstas. Cada vez hay más cosas para las que se ve alguna utilidad: ensayándolas se generan nuevas necesidades». Cf. op. cit., p. 189.

      t Las confesiones de Antonio Mairena, edición de Alberto García Ulecia, Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1976, p. 75.

      y Ángel Álvarez Caballero, El cante flamenco, Alianza, Madrid, 1994. Testimonios de los cantaores Juan Talega, pp. 195-196, y Pericón de Cádiz, p. 198.

      u Según Federico García Lorca, en Juego y teoría del duende. Conferencias, ii, Alianza, Madrid, 1984, p. 91.

      i Amin Maaluf, León el Africano, Alianza, Madrid, 2011, p. 419.

      Panteón de la rumba

      «Qué sentimiento me da / cada vez que yo me acuerdo / de los rumberos famosos, / qué sentimiento me da. / Oh Chano, / murió Chano Pozo.» Benny Moré lamentaba así en Rumberos de ayer la desaparición del conguero que se fue a Nueva York, se metió en el circuito del bebop en compañía de Dizzy Gillespie y se dejó la vida tras una discusión por dinero malgastado en las calles de Harlem. Benny Moré, apodado «El Caballo» por la lotería china que se juega en Cuba y que asocia ese animal con el número uno, seguía citando nombres de una saga de rumberos que no conocieron la fortuna internacional de Chano Pozo: Andrea Baró, Malanga, Lilón, Pablito, Mulense, René, todos leyenda brumosa, carne sudorosa, fantasma de solar. Sus nombres nos dejan apenas revivir la furia contenida de las manos hablando lengua sobre la cepillada superficie de los cajones, las voces saliendo como espíritus de un fondo de bodega, medio ahogadas en aguardiente, el gesto tajante de guapería con que se arrojaron al baile. Benny Moré paga una deuda de honor, erige el Panteón de la Rumba para librar a sus héroes callejeros de la fosa común del olvido. Desde las altas esferas de la fama y del registro fonográfico, nos lleva a remontar hasta el humilde vecindario y la sociedad de socorro mutuo, donde la gloria del rumbero cubano se resistía con orgullo a despegar del anonimato.

      Después de Chano Pozo, el cetro de la rumba pasó a Tata Güines, su legítimo heredero sobre el pellejo de la tumbadora, quien supo continuar con el encargo de dotar al jazz del conocimiento de los toques afrocubanos sin dejar de preservar, incluso en los ambientes del cabaret profano, viejos secretos rituales. Vi a Tata por primera vez en 1984, llenando con su sola presencia de duende negro el escenario del Tropicana. Diez años más tarde apareció en la puerta del estudio de la calle San Miguel, en La Habana, justo en el momento en que estábamos especulando con la posibilidad de pedirle que participase en la grabación de Raíces al viento. Su encarnación repentina en el umbral, enseñando los dientes y preguntando «¿Qué taaarrr...?», tuvo todo el aspecto de un acto de magia negra. Agustín Carbonell, «El Bola», guitarrista flamenco, estaba filmando la puesta en marcha de la producción, cuando el rumbero irrumpió en la penumbra del control. Con buen criterio gitano, «El Bola» bajó la cámara hacia el suelo sin quitársela del ojo y en mitad del bullicio de salutaciones dijo: «Qué botas más buenas llevas». Calzaba, en efecto, un espléndido par de botas mexicanas negras con punteras de metal, mas bien roqueras. Quizá alguien le había puesto sobre aviso de nuestra estirpe musical.

      Al heredero legítimo de Chano Pozo ir a mezclarse con el rock español le parecía cosa muy natural. Igual que al tresero mayor de Cuba, Pancho Amat, que llegó poco después. Ambos estaban genéticamente dotados para el maridaje de estilos y permanecían atentos a las sonoridades internacionales. De no haber sido por el bloqueo, el alegre laboratorio de la música popular cubana hubiera seguido inventando términos para designar sus bailables y alguno de ellos habría enlazado inevitablemente con el rock. El contacto con soneros y rumberos me proporcionó una perspectiva más amplia y generosa de mi oficio, me permitió relajarme, como si ya no fuera a sobrevolar nunca más el vacío en el momento de salir al escenario. Con Faustino Oramas «El Guayabero» y con Francisco Repilado «Compay Segundo» aprendí a practicar en las «descargas» el sonido inmediato, sin amplificar, que entre flamencos escuchaba guardando casi siempre prudente silencio. En mi acercamiento a Cuba disfruté de muchos privilegios, como el de asistir al primer diálogo fértil, duradero, entre el tres cubano y la guitarra eléctrica. Pancho Amat no tardó en incluir la blue note en sus escalas, en dar rienda suelta a la armonía de jazz que ya traía bien asimilada, en llevar la libertad característica de su instrumento más allá de los límites de la tonalidad. John Parsons, a cambio, capturó el lirismo profundo de la trova antigua e interpretó los tumbaos con pulsación de rockabilly. El encuentro entre ambos dio al proyecto fronterizo de Juan Perro veracidad en el más alto nivel.

      Tata Güines, por su parte, no sólo participó en la grabación, dejando en el surco momentos estelares, sino que se convirtió en consejero, guía del barco en que se juntaron aventureros de diversa calaña: productores ingleses con músicos españoles –varios payos y un gitano–, un guitarrista galés, un cubano del exilio –el percusionista Luis Dulzaides– y muchos que se habían quedado en la isla para seguir ensanchando el horizonte de su música pese a todas las restricciones. Agarrando el contrabajo, Tata ponía en manos de Javier Colina los más auténticos tumbaos, en los que ahora el contrabajista navarro es un experto. Tras la primera sesión de intercambio, Javier preguntó a mi oficina por su caché, e inmediatamente decidió quedarse en La Habana durante toda la grabación. Seguramente influyó también otra presencia en el estudio: la del piano con el que Nat «King» Cole grabó tomas legendarias cantadas en español cuatro décadas atrás. Acariciando sus pulidos ébanos y marfiles, Javier ponía a prueba cada mañana y cada noche su vasta memoria de canciones.

      Tata, Javier y yo pasábamos juntos el día en el estudio y la mayor parte de la noche en los cabarets de La Habana. La conversación musical solamente quedaba interrumpida por

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