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El ritmo perdido. Santiago Auserón Marruedo
Читать онлайн.Название El ritmo perdido
Год выпуска 0
isbn 9786074508888
Автор произведения Santiago Auserón Marruedo
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Canetti hubiera sonreído, seguramente, de haber llegado a sus oídos, en los últimos años de su vida, algún eco de la deriva que su término favorito «muta» tomó en el territorio de los «gatos» madrileños. Proviene del latín medio «movita», que quería decir «movimiento», y del verbo «moveo», que es «mover» y también «promover una sedición». Llegó al castellano a través del francés antiguo «meute», que todavía significa «alzamiento», «partida de caza» o «jauría».w El lenguaje de germanías conservó en el Siglo de Oro «motar» como sinónimo de «hurtar».e «Movida» tenía aún este sentido en el Madrid de los años setenta: partida de delincuentes en pos de su objetivo, caso particular de la primitiva muta de caza. El uso español «movida», que parecía forjado tan a la ligera, renueva, por tanto, un sentido ancestral. Se popularizó primero en los ambientes artísticos, particularmente musicales, pero también en galerías de arte muy activas, como la legendaria Buades. Y a través de los medios de comunicación acabó convirtiéndose en fenómeno de masas, emblema cultural por excelencia de la transición democrática española. Legitimidad etimológica y conceptual a la «movida» no le faltaba.
Hay, en definitiva, gato encerrado en la música popular de nuestro tiempo, un oscuro animismo cifrado en los nuevos códigos numéricos de los registros sonoros. El carácter felino que encarece nuestro anhelante corazón de rostros pálidos, de payos y «gallegos» fascinados por los «sonidos negros» del pasado remoto o reciente, anda por el mundo comprimido, saltando de aparato en aparato, generando beneficios a los tiburones blancos de la comunicación electrónica. Los derechos originales hace mucho que fueron cedidos a cambio de sumas irrisorias. Pero los reyezuelos del hip-hop han aprendido a asesinar a sus hermanos para asegurarse el control del mercado, igual que los narcos. La música negra se iguala finalmente –noramala– con la droga blanca. r
Por fortuna los símbolos y los sonidos prenden como pavesas volátiles en otra parte, cuando su fuego originario se extingue. «Soníos negros» era expresión usada por el cantaor gitano de Jerez Manuel Torre (1878-1933) para describir toda música con «duende». Antonio Mairena ensalzaba años después su memoria, recordando el «magnetismo de su voz, que se le metía a uno por dentro y lo estremecía de tal manera que ya no se podía olvidar aquel eco inconfundible».t Según los testimonios recogidos por el flamencólogo Ángel Álvarez Caballero, la sonoridad particular de Manuel Torre «parecía que tenía electricidad» y provocaba un «eco» interior duradero en la memoria de quien lo escuchaba.y Manuel Torre aplicó el calificativo de la negritud a otras músicas, como la del maestro Manuel de Falla.u Hay efectos sonoros comparables a los de la electrónica sin necesidad de aparato ni enchufe. Y más de una manera de sonar negro, como de ser gato o perro.
Ante los vientos que soplan en el albor del nuevo siglo, las ganas de ser gato negro se atemperan, aguardando que se aclaren un poco las aguas, que puedan volver a ser compartidas las claves musicales entre humanos con diversos apodos animales. Yo elegí el de perro por motivos literarios más que musicales, y no porque me haga especial gracia el estatuto de mejor amigo del hombre. De niño tenía miedo a los perros y a los caballos de la policía. Luego me acostumbré a pasar de largo entre unos u otros. Freud decía que las zoofobias son un desplazamiento neurótico del miedo a la autoridad paterna, que el tótem es la figura del padre y que el sacrificio ritual celebra la muerte del padre real o simbólico, para alimentarse de su poder. Harto quizá de tanto sacrificio, al adoptar el nombre del perro deshago alegremente todo el camino de la cultura, desde el icono del pop hasta más allá del tótem primitivo. Es evidente que renuncio de entrada al prestigio vocal del «León de Belfast» o de «El Caballo» cubano. Contradigo la tendencia general que el escritor libanés Amin Maaluf observaba con acierto: «Curiosa costumbre la que tienen los hombres de darse de este modo los nombres de las fieras que los aterrorizan, pocas veces los de los animales que les son fieles. Uno acepta llamarse lobo, pero no perro».i Asumo todas las bajezas de que se acusan mutuamente moros y cristianos. Pervierto así el halo de singularidad simbólica, más o menos resistente, del apodo animal: lo común de la especie perruna sigue siendo común y corriente en un apellido artístico que podría valer para cualquier otro juglar medio alienado. No cuento de antemano con colectivo alguno que se avenga a compartir cualidades tan dudosas. Voy tan lejos como puedo al encuentro de la prestigiosa raza felina, proverbialmente enemiga, y asisto gustoso a sus habilidades, sin pretender pasarme de la raya. Los antiguos cínicos (del griego kýon, can), exentos de pudor en la plaza pública, habitantes de las afueras; Cipión y Berganza, perros bienhablados y escarmentados del coloquio cervantino; los canes músicos y voladores de las Investigaciones de un perro de Franz Kafka, son mis hermanos naturales. Y Juan Zorro mi primo, el trovador gallego que ponía en boca de una niña enamorada: «Por la orilla del río / vi remar el navío. / Vi remar el navío / y en él iba mi amigo». Es probable que haya un asomo de cinismo en el hecho de adoptar un nombre artístico bajo y malsonante, después de haber conocido el éxito con una marca rutilante y mediática. No es extraño que quienes tienen que ratificar el éxito o la popularidad guarden un margen de desconfianza ante tales caprichos. Cervantes ya asumió algún riesgo al llevar al extremo el género picaresco, emplazando el punto de vista narrativo por debajo del nivel de las tripas, dando voz al sufrido compañero cuadrúpedo. Kafka puso a prueba los límites del pensar y del sentir humanos, la paciencia de los buenos editores, al elegir como sujetos de su obra a escarabajos, ratones, monos y perros. Como ven ustedes, el problema no es nuevo. Así es que me ratifico en mi decisión. Hasta que torne, al menos, de las Américas el amigo de la niña gallega embarcado por fuerza, en tanto sale o no de su escondite el gato encerrado de la música popular de nuestro tiempo.
Notas
1 Véase Sigmund Freud, Tótem y tabú, Alianza, Madrid, 1990, especialmente el capítulo I, pp. 7 y ss., y el capítulo iv, pp. 133 y ss.
2 Ibídem, p. 179: «El aprovechamiento de animales domésticos y los progresos de la ganadería parecen haber traído consigo, en todas partes, el fin del totemismo puro de los tiempos primitivos».
3 Freud resume las ideas de J. G. Frazer en Totemism and exogamy, acerca del totemismo como creación del espíritu femenino, entre los arunta (o aranda) australianos: «Cuando una mujer se siente fecundada es que en el momento en que experimenta dicha sensación ha habido un espíritu que aspiraba a la resurrección...», op. cit., p. 154. El apodo animal del cantante irlandés se podría interpretar como propuesta de renovación de un linaje de nobles antepasados.
4 En castellano se usaban hasta hace poco las expresiones «perro moro» o «perro infiel»; pero en al-Andalus se usaba también «perro gallego» para referirse al rey de los cristianos. «Perro» era el insulto más frecuente para referirse a los esclavos negros en la España del Siglo de Oro.
5 Elias Canetti, Masa y poder, Muchnik, Barcelona, 1977. Sobre el totemismo, cf. pp. 105-106. Sobre los muertos y las «masas invisibles» de espíritus, pp. 33, 36 y ss. Sobre las mutas, pp. 90 y ss. Es el lugar aquí de honrar la memoria del malogrado pintor Carlos Alcolea, espíritu selecto e inquietante, que me incitó a buscar este libro tomando un trago en una soleada piscina madrileña, aunque no llegué a leerlo sino muchos años más tarde.
6 Ibídem, pp. 25-26.
7 Ibídem, p. 38.