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la misma música que los blancos, pero le imprimen acentos que motivan la adhesión febril de los bailadores. La danza cubana se va despojando de antiguas figuras superfluas para insistir en el abrazo de las parejas, que, ya por separado –cada una a lo suyo–, hacen coincidir el escobilleo de los pies con el movimiento del bajo, en un tempo cada vez más lento y subdividido, con un contoneo de caderas provocador. Finalmente la danza cubana acaba de florecer incorporando un texto con versificación popular, convirtiéndose en canción. Pero su denominación sonaba a rebeldía en los despachos de los gobernantes españoles, que prefirieron autorizarla como «danza habanera». El topónimo se independiza cuando el ritmo agitado de las contradanzas está definitivamente pasado de moda. «A esta sencillez de movimiento onírico se le llama en el extranjero, por el cuarenta, habanera, aunque en Cuba es danza todavía».w La confusión terminológica responde a la velocidad del mestizaje, que arrastra consigo la mutación de tempi, valores de notas y acentos musicales. Manuel Saumell todavía utilizaba en sus partituras, en esa misma época, la designación de contradanza, cuando en realidad fundía en un mismo crisol por vez primera las diversas danzas y cantos populares de la cubanía.

      Todo este proceso no acontece en los salones burgueses sino como consecuencia de lo que ocurre a la vez en casas de baile cubanas, en tarimas de teatrillos y tabernas españoles o argentinos, en burdeles de Nueva Orleans. El vínculo entre ambientes tan peregrinos no podía ser sólo un aire de romanticismo trasnochado, vagamente marinero. En el mustio corazón de la habanera hay un patrón africano inserto como un by-pass, pero los señoritos españoles del xix, aunque tuvieran –como Iradier– inclinación por el flamenco, estaban lejos de reconocerlo. Los tangos que en Cuba son cosa de cabildo negro se refugian en los teatros españoles en forma de baile grotesco, gesticulante en exceso, que debió de parecer bien a los gitanos, sobre todo en Andalucía y en Madrid.

      Notas

      1 Natalio Galán, Cuba y sus sones, Pre-Textos, Valencia, 1983. La lectura de este libro, amablemente enviado por sus editores, me hizo emprender viaje a Cuba y comenzar a investigar su música.

      2 Ibídem, p. 12.

      3 La cita es de Guillermo Cabrera Infante, quien en el prólogo al libro de Galán, op. cit., p. xi, resume el extenso periplo musical de la habanera. En el libro del musicólogo Alan Lomax, Mister Jelly Roll, The Fortunes of Jelly Roll Morton, New Orleans Creole and «Inventor of Jazz», Cassell & Co., Londres, 1952, p. 62, el gran pianista declaraba que el «matiz hispano» («Spanish tinge») fue un componente indispensable del jazz de Nueva Orleans, sin el cual no hubiera obtenido su «correcto sazonamiento». Narra el modo en que adaptó piezas hispanas (como La Paloma de Sebastián de Iradier) conservando el arreglo de la mano izquierda en el piano (es decir, el patrón de habanera) y sincopando la melodía con la mano derecha, lo que cambia su color «from red to blue» (del rojo al azul).

      4 Op. cit., p. 266.

      5 Ibídem, p. 93.

      6 Véase Alejo Carpentier, La música en Cuba, Obras completas, vol. xii, Siglo xxi, México, 1987, p. 306.

      7 Carpentier, op. cit., p. 323.

      8 Galán, op. cit., p. 113: «La contradanza cubana aceptó el esquema formal inglés de origen [...], desdeñando las variantes del siglo xviii francés [...]».

      9 Carpentier, op. cit., p. 324.

      q Según Carpentier, el acercamiento de los jóvenes burgueses criollos al «mundo de las hijas y nietas de los esclavos que habían cimentado su fortuna [...] explica una fase del mestizaje de ciertas danzas salonescas por hábitos traídos de abajo a arriba –de la casa de bailes a la residencia señorial». Ibídem, pp. 319-320. Sobre la importancia de las casas de baile, cf. más arriba, p. 317: «En 1798, el cronista Buenaventura Ferrer estima que hay unos cincuenta bailes públicos, cotidianos, en La Habana».

      w Cf. Galán, op. cit., pp. 149, 177, 183 y 229.

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