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fin del constantinismo es «la posibilidad para la Iglesia de retomar los caminos evangélicos abiertos por Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y Teresa de Lisieux, rompiendo la barrera que la separaba de los pobres, a los que el cristianismo —en la coyuntura teológica política de las distintas formas de la cristiandad— siempre les ha parecido como la ideología (y la garantía) política de las clases dominantes»22. Esta misma visión lleva al Pontífice a amar a las Iglesias del «cero coma», es decir, aquellas que tienen un porcentaje muy bajo de católicos respecto a la población de los países en que se encuentran. Son, sin embargo, semillas para la Iglesia universal. De aquí la geografía de la Santa Sede —incluida la del Colegio cardenalicio y la de los viajes apostólicos—, que es una geografía pastoral. Se plantea, por lo tanto, una diferencia neta entre el esquema teopolítico imperial de herencia «constantiniana», que quiere instaurar el reino de una divinidad aquí y ahora, y el esquema teopolítico «franciscano», que es escatológico, es decir, que mira hacia el futuro y desea orientar la historia presente hacia el reino de Dios, reino de justicia y de paz. En el esquema «imperial», obviamente, la divinidad es la proyección ideal del poder constituido. Esta visión genera la ideología de conquista. La visión «franciscana», por el contrario, genera el proceso de integración.

      Todo esto es aún más cierto hoy, es decir, en una época en que, en un nuevo «desorden» mundial aún difícil de descifrar, el catolicismo adquiere relevancia sobre temas de interés global, como el medio ambiente, los inmigrantes y los refugiados, o el respeto de los derechos humanos. No se trata en absoluto de aislar a Francisco con la demasiado fácil y superficial etiqueta de «papa del Sur» del mundo, en contraposición con la secularizada Europa. Se trata en cambio de entender que, al contrario, es la globalización de la Iglesia la que cambia las cuestiones que definen el impacto del catolicismo en la esfera pública.

      El 9 de mayo de 2016, en una entrevista al diario francés La Croix, el Papa dijo, por ejemplo, respecto a Europa: «Europa, sí, tiene raíces cristianas. El cristianismo tiene el deber de regarlas, pero con un espíritu de servicio como el del lavado de los pies. El deber del cristianismo hacia Europa es el servicio». Y también: «La aportación del cristianismo a una cultura es la de Cristo con el lavado de los pies, o sea el servicio y el don de la vida»23.

      Y es este el fuerte mensaje que Francisco dio a la Iglesia italiana en Florencia en el 2015, con un largo discurso que hay que sacar del archivo lo más pronto posible: «No veremos nada de su plenitud si no aceptamos que Dios se ha vaciado. Así que no entenderemos nada del humanismo cristiano, y nuestras palabras serán bonitas, cultas, refinadas, pero no serán palabras de fe. Serán palabras que resuenan en el vacío»24.

      La primacía de la autoridad espiritual es la de la misericordia. Francisco también dijo a los obispos italianos: «Ante los males o los problemas de la Iglesia es inútil buscar soluciones en conservadurismos y fundamentalismos, en la restauración de conductas y formas superadas que ni siquiera culturalmente tienen capacidad para ser significativas. La doctrina cristiana no es un sistema cerrado incapaz de generar preguntas, dudas o interrogantes, sino que está viva, sabe inquietar, sabe animar. Su rostro no es rígido, su cuerpo se mueve y se desarrolla, tiene la carne tierna: la doctrina cristiana se llama Jesucristo». El poder del Crucifijo —y por lo tanto el poder crucificado— es el único que puede salvar el mundo.

      Bergoglio sabe que el «pueblo elegido» que se convierte en «partido» entra en un intrincado enredo de dimensiones religiosas, institucionales y políticas que hacen que pierda el sentido de su servicio universal, contraponiéndolo a los que están lejos, a los que no le pertenecen, a los que son «enemigos». Ser «parte» crea el enemigo: hay que huir de esta tentación25. Y desde el Evangelio tampoco pueden extraerse directamente recetas políticas. Por otra parte, sin embargo, el Evangelio discierne y juzga la acción mundana y sus criterios. Dos ejemplos: reducir a hombres, mujeres y niños en fuga a objetos perdidos en las aguas de nuestro Mediterráneo no puede ser aceptable como medio de presión para cambiar tratados internacionales. Al igual que no es posible separar a los hijos de sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México, por ser un acto de crueldad justificado como forma de contrarrestar la inmigración clandestina.

      VII. EL DESAFÍO AL APOCALIPSIS TRAS LA BOMBA Y EL MURO: LA HERMANDAD HUMANA

      Tras nuestro recorrido, podemos volver entonces a la pregunta de la que partíamos. ¿Francisco anuncia y acelera el final, soñando la utopía de un mundo nuevo, o sujeta las piezas de un mundo que se está haciendo pedazos? Al final de nuestro itinerario resulta claro que su camino no corresponde exactamente a ninguna de las dos hipótesis. Hay una tercera.

      Francisco presenta a la Iglesia como signo de contradicción en un mundo acostumbrado a la indiferencia. Reacciona en primer lugar pidiendo rezar por el mundo, pero antes que nada precisamente por él mismo. Luego reacciona desarrollando una acción pedagógica con esos hijos e hijas de Dios que aún no saben que son hijos e hijas, y por lo tanto hermanos y hermanas entre sí. Sabe que la misión de la Iglesia pertenece al ámbito de la educación, y por lo tanto de la espera, de la paciencia.

      Un ejemplo claro de esta acción ha sido la firma, junto con el Gran imam de al-Ahzar, de un «Documento sobre la fraternidad humana para la paz mundial y la convivencia común». Un evento ocurrido en Abu Dhabi el 4 de febrero de 2019. Creemos que aún no se ha comprendido bien la envergadura de ese evento y de ese Documento. En sus páginas existe una intuición que, por una parte, anula las aceleraciones apocalípticas de las posiciones yihadistas o de «neo-cruzadas», y por otra no limita la acción terapéutica a poner tiritas, vendas y muletas para retrasar el inevitable final. Las páginas, no solo firmadas sino también escritas conjuntamente por el Papa y el Imam, no son prisioneras de la desilusión, pero tampoco se pierden en la utopía.

      En ese texto la lectura de la realidad manifiesta «una situación mundial dominada por la incertidumbre, la desilusión y el miedo al futuro, y controlada por intereses económicos miopes». Los dos líderes se expresan «en nombre de Dios», pero no exponen directamente premisas teológicas asimétricas. Parten, por el contrario, de la experiencia de su encuentro, y del hecho de que a partir de su fe en Dios han compartido en más ocasiones «las alegrías, las tristezas y los problemas del mundo contemporáneo». Este es el comienzo: «La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano al que hay que apoyar y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales para Su Misericordia—, el creyente está llamado a expresar este hermanamiento humano, salvaguardando la creación y todo el universo y apoyando a todas las personas, especialmente a las más necesitadas y pobres».

      El Documento se enfrenta con valentía al desafío de la enfermedad de la religión, que transforma la santidad en servicio de la acción política entendida como causa sagrada. En sus formas más extremas y virulentas, parece empujar al adepto hacia una nueva «creación» del mundo a través de la violencia. Así se rechaza la visión apocalíptica que genera el terror como instrumento para la realización, en tiempos breves, de la voluntad de Dios entendida como destrucción. Este es, en efecto, el núcleo teológico del terrorismo religioso. Francisco y al-Tayyeb desvelan juntos las dinámicas perversas de esta visión y le arrancan definitivamente precisamente su carácter religioso.

      El reconocimiento del hermanamiento es vertical, está fundado en la trascendencia y en la fe en Dios. Para los dos signatarios el ser humano no se salva solo, como diría una ética laica, ilustrada, radical y burguesa. El hermanamiento no es tampoco un dato meramente emotivo o sentimental. No se trata sencillamente —por importante que sea— de «quererse». Se trata más bien de un fuerte mensaje de valor también político. De hecho, nos lleva directamente a reflexionar sobre el significado de la «ciudadanía»: todos somos hermanos, y por lo tanto somos ciudadanos con igualdad de derechos y de deberes, bajo cuya sombra todos gozan de la justicia. Hablar de «ciudadanía» aleja tanto los espectros de un final acelerado, como las soluciones políticas postizas con tal de evitar lo peor. En efecto, desaparece la idea de «minoría», que trae consigo las semillas del tribalismo y de la hostilidad, viendo en el otro la máscara del enemigo.

      De esta forma, el mensaje asume relevancia global: en un tiempo marcado por muros, odio y miedo inducido, estas palabras le dan la vuelta a la lógica mundana del conflicto necesario. El Papa

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