Скачать книгу

político, que se reviste de ella para sus propios fines. De esta forma, se vacía desde el interior la máquina narrativa de los milenarismos sectarios que nos preparan para el apocalipsis y la «batalla final». Subrayar la misericordia como atributo fundamental de Dios expresa esta exigencia radicalmente cristiana.

      Por eso, Francisco está desarrollando una sistemática contra-narración respecto a la narrativa del miedo. Es necesario combatir la manipulación de esta época de ansiedad e inseguridad. Y también por eso, valientemente, el Papa no atribuye ninguna legitimación teológico-política a los terroristas, evitando, por ejemplo, cualquier reducción del islam al terrorismo islamista. Tampoco se la atribuye a quienes postulan y desean una «guerra santa» o construyen barreras de alambre de espino precisamente con la excusa de detener el apocalipsis, construyendo un dique físico y simbólico con el fin de restituir un «orden». En efecto, para el cristiano las únicas espinas son las de la corona de Jesús.

      V. SAN FRANCISCO EN LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO

      Francisco, de forma provocadoramente evangélica, ha llegado a llamar a los mismos terroristas con una expresión a la vez llena de condena y de compasión: «pobre gente criminal». Utilizó esta expresión en el encuentro con los refugiados y los jóvenes discapacitados en la iglesia católica latina de Betania, el 24 de mayo de 2014. Si miramos más allá de las apariencias, siempre vemos al pecador —en este caso al terrorista— como al «hijo pródigo», y nunca como a una especie de encarnación diabólica. Hasta llegar a la afirmación, realmente singular, de que detener al agresor injusto es un derecho de la humanidad. Sí, pero también se postula como «un derecho del agresor», es decir, el derecho «a ser detenido para no cometer daño». De esta manera se ve la realidad desde una doble perspectiva, que incluye y no excluye al enemigo y su mayor bien.

      El amor típico del cristiano no es solo el amor al «prójimo», sino también al «enemigo». Cuando se llega a mirar al hombre que comete un acto horrible con una cierta pietas, triunfa de forma humanamente inexplicable, a la par que «escandalosa», la que es precisamente la fuerza íntima del Evangelio de Cristo: el amor por el enemigo. Este es el triunfo de la misericordia. Sin esto, el Evangelio correría el riesgo de convertirse en un discurso sin duda edificante, pero no revolucionario. La elección de Francisco es la de Cristo ante el Gran Inquisidor, tal como nos la presenta Dostoyevski en los Hermanos Karamazov: un beso en los labios de quien le anuncia la condena a muerte; un beso no hace cambiar de idea, pero hace temblar los labios y «quema el corazón».

      El Papa opone una fuerte resistencia a la fascinación por el catolicismo entendido como garantía política, «último imperio», heredera de gloriosos vestigios, pilar que detiene la caída, ante la crisis de los liderazgos globales en el mundo occidental. Para decirlo en términos sencillos, está substrayendo el cristianismo a la tentación de ocupar el lugar de heredero del Imperio romano, o esa herencia que mezcla potestas política y auctoritas espiritual que hemos citado al principio de nuestro razonamiento. Francisco despoja el poder espiritual de sus vestiduras temporales, de sus corazas, de sus armaduras oxidadas y herrumbrosas. Su hábito blanco —y sin emblemas— devuelve el cristianismo a Cristo. Ya no viste de rojo, color tradicionalmente imperial y expresión de la imitatio imperii del obispo de Roma, de la que el Constitutum Constantini constituye la justificación y la sanción jurídica.

      Pero no nos engañemos: el entrelazamiento entre sacerdocium e imperium no es fácil de desentrañar. Quizás no sepamos ni siquiera cuáles van a ser los resultados de este proceso. Hay que aclarar las condiciones y las posibilidades. Lo cierto es que el Papa ya no corona simbólicamente a ningún «rey» como defensor fidei. Es un líder religioso de relevancia mundial, sí, pero también un líder dotado de un soft power capaz de proponer una visión del mundo con capacidad de futuro.

      En este sentido, San Pedro es San Francisco. Para algunos este es el oxímoron, el «escándalo», es decir, la piedra de tropiezo en la lectura del pontificado. La aureola del santo de Asís, pobre cristiano, coincide con la del vicario de Cristo. Así abandona para siempre el perfil del emperador romano, pero también rehúye el peligro de identificarse con Don Quijote de la Mancha, que lucha contra los molinos de viento de nuestros días. Y rehúye la función de psicopompo de las almas bellas que han permanecido en el redil.

      Si acaso, podríamos recordar a Dante, que en el De Monarchia conecta la auctoritas espiritual del Papa directamente con la paternitas. Precisamente a este respecto, comenta Massimo Cacciari: «una “primacía”, es decir, que se expresa en el poder de la Iglesia de hacerse radicalmente humilde, pobre, evangélica. Lo que significa que aparece ante el mundo desnuda, impotente, crucificada. En resumen, Verbum abbreviatum: es Francisco la salvación de la Iglesia. Y solo alzando la cruz de Francisco la Iglesia podrá custodiar también su paternitas frente a la autoridad política»18.

      Solo una Iglesia que, confesando abiertamente no ser la ciudad de Dios en acto, rechace todo compromiso en la gestión del poder político, podrá volver a ser escuchada y a valer en el «siglo». En este sentido, tiene razón Paul Elie, que publicó en el New York Times un artículo titulado «Francis, the Anti-Strongman». Escribía: «Esta es la época de los hombres fuertes: Xi Jinping en China, Vladimir Putin en Rusia, Viktor Orban en Hungría y Donald Trump en los Estados Unidos desdeñan cualquier control y contrapeso, a la prensa independiente y a otras fuerzas que podrían contrastar su poder. En estas circunstancias, el papa Francisco ha surgido como anti-hombre fuerte. Su elección del nombre evoca a Francisco de Asís, un humilde santo patrón de los pobres»19. La exhortación apostólica Gaudete et exsultate, totalmente centrada en la santidad y publicada a los cinco años exactos de su elección, es para el Papa el corazón de su acción de «reforma» de la Iglesia, irreductible ante las decisiones organizativas sobre la Curia.

      Francisco quiere devolver a Dios su verdadero poder, que es el de la integración. ‘Integrar’ significa «introducir las diferencias de épocas, naciones, estilos y visiones en el proceso de construcción». Durante su viaje a Corea el Papa dijo claramente a los obispos de todo el continente asiático que la identidad no está hecha solo de la conservación de los contenidos entregados, no está hecha de un pasado que debe conservarse celosamente20. Para el Papa el tiempo verbal de la identidad no es el pasado, que genera las «tentaciones identitarias», sino el futuro. La identidad no solo revela quiénes somos, sino sobre todo qué esperamos. La identidad no te la da quién eras, sino aquello que esperas.

      En esto se basa también una visión de la Iglesia fundada en la esperanza y en el futuro escatológico, que es ultramundano. Francisco lo había recordado a los obispos de los Estados Unidos de América: hay que tener cuidado de no caer en la tentación de confundir «la potencia de la fuerza con la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha redimido». Nunca hay que hacer «de la Cruz un estandarte de luchas mundanas». Bergoglio desea liberar a los pastores de la sensación de sentirse en guerra, en defensa de un orden cuya caída llevaría al apocalipsis del catolicismo, y quizás del mundo. El Papa no quiere obispos «consternados», como si fueran presa de una especie de «complejo de Masada», por el que la Iglesia se siente rodeada por una sociedad a la que debe combatir. También la defensa del llamado «Occidente cristiano» es en realidad una perversión instrumental de la moral cristiana. En algunos casos se ha llegado incluso a justificar intereses geopolíticos o económicos amparándolos en el discurso de la defensa de los cristianos perseguidos.

      VI. LA PRIMACÍA DE LA AUTORIDAD ESPIRITUAL Y EL FIN DE LA «CRISTIANDAD»

      Así pues, Francisco revela su convicción, que él se ha formado también leyendo al teólogo jesuita Erich Przywara: estamos al final de la época constantiniana y del experimento de Carlo Magno. La «cristiandad», es decir, ese proceso que Constantino puso en marcha y que establece un vínculo orgánico entre cultura, política, instituciones e Iglesia, está llegando a su fin. Przywara —citado por el Pontífice en más de una ocasión— estaba convencido de que Europa había nacido y crecido en relación y en contraposición con el Sacrum imperium, que tenía sus raíces en el intento de Carlo Magno de organizar el Occidente como un Estado totalitario. El fin de la cristiandad, sin embargo, no significa en absoluto el ocaso de Occidente, sino que más bien lleva consigo un recurso teológico decisivo, puesto que la misión de Carlo Magno está llegando a su fin. Cristo mismo retoma la obra de conversión.

Скачать книгу