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comenzando por Gen 3,16 —incluso otros del Nuevo Testamento que hablan de una subordinación de las mujeres a los varones—: «Y el Señor Dios dijo a la mujer: “Multiplicaré los sufrimientos de tus embarazos; darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás atracción por tu marido, y él te dominará”».

      El apóstol Pablo, por su parte, escribe en la primera Carta a los Corintios: «Sin embargo, quiero que sepan esto: Cristo es la cabeza del hombre; la cabeza de la mujer es el hombre y la cabeza de Cristo es Dios. En consecuencia, el hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta deshonra a su cabeza; y la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra a su cabeza, exactamente como si estuviera rapada. Si una mujer no se cubre con el velo, que se corte el cabello. Pero si es deshonroso para una mujer cortarse el cabello o raparse, que se ponga el velo. El hombre, no debe cubrir su cabeza, porque él es la imagen y el reflejo de Dios, mientras que la mujer es el reflejo del hombre. En efecto, no es el hombre el que procede de la mujer, sino la mujer del hombre; ni fue creado el hombre a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre. Por esta razón, la mujer debe tener sobre su cabeza un signo de sujeción, por respeto a los ángeles» (1 Cor 11,3-10). Existen varios textos semejantes en el Nuevo Testamento, como, por ejemplo, la carta a los Efesios 5, 21ss., etc.

      El criterio ya citado que formularon los padres conciliares —toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona debe ser eliminada por ser contraria al plan divino— implicaba, al mismo tiempo, que ellos debían juzgar críticamente su propia tradición y debían introducir distinciones que afectan profundamente a la vida de la Iglesia. Esto sucedió, en el caso del texto de Génesis 3,16, porque los exegetas precisaron que dicho texto caracterizaba la situación después de la caída por el pecado. Juan Pablo II, en su Carta apostólica Mulieris dignitatem, acerca de la dignidad de la mujer, un texto de 1988, señala expresamente que la afirmación acerca de la subordinación de la mujer al varón es expresión del pecado contra Dios. Los textos del Nuevo Testamento, como el de Pablo en 1 Corintios, conforme a los análisis exegéticos existentes acerca de la actitud de Jesús hacia las mujeres, son valorados como condicionamientos culturales, que no pertenecen al núcleo del Evangelio.

      En este punto, entra en juego el segundo momento constitutivo, que es un criterio fundamental para el reconocimiento de la presencia de Dios en los signos de los tiempos: con la importante contribución de los aportes psicológicos, médicos, sociológicos y fenomenológicos el desvelamiento de la situación de las mujeres en la era moderna, la profunda discriminación o desigualdad a la que, de hecho, ellas están siendo expuestas. Se manifiesta aquí el desarrollo histórico de un estándar de valor ético, que posee un carácter esencial, no condicionado. Si la dignidad del ser humano debe ser garantizada para la mujer, las discriminaciones referidas a ellas deben ser necesariamente eliminadas, absolutamente. Aquí queda claro que la dignidad humana, la libertad humana en el curso de la historia, no sin la mediación de las relaciones sociales co-constituidas por la tecnología y la economía, llevan a estándares valóricos históricamente cambiantes. La nueva forma de libertad humana y de posibilidades de la libertad en la sociedad moderna conduce a la conformación de un ethos nuevo y diferenciado. Aquí es precisamente donde brilla la obra del Espíritu de Dios, porque queda claro cómo el ser humano, al moldear sus relaciones sociales, recibe la posibilidad de desarrollar ulteriormente su propia identidad en los cambios históricos como una identidad dada por Dios.

      En un siguiente paso, abordamos la cuestión de si existe hoy un signo de los tiempos, una acción del Espíritu en la historia, en la que el Espíritu está presente y actúa de una manera especial.

      III. UN EJEMPLO DEL PRESENTE: LA CUESTIÓN DE LOS CASOS DE ABUSO EN LA IGLESIA

      A continuación, referimos a una cuestión que hoy representa un signo de los tiempos, una acción del Espíritu en la historia, que afecta a la Iglesia de manera masiva. Me refiero al mal uso del poder y de la autoridad en la Iglesia, que se produce en tres variantes: se trata de un privilegio sociocultural desarrollado históricamente que se asume de forma completamente natural. A él se suman los escándalos financieros y los escándalos de abuso sexual. El resultado es una tremenda pérdida de confianza y credibilidad de los obispos, los sucesores de los apóstoles encargados de la misión pública de proclamar, con el poder del Espíritu, el Evangelio y la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo a todos los seres humanos. La misión se resume en Mt 28,18-20: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado. Y yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo». La misión de los obispos se deriva de estas palabras divinas.

      ¿Qué se muestra en estos tres tipos de abuso? ¿Cómo se produce el abuso de poder y de autoridad en estos casos de abuso? El ministerio o servicio cristiano de obispos y sacerdotes, de hecho, se ha desarrollado históricamente de tal manera que ha tenido como resultado la existencia de una situación de privilegio sociocultural y de acumulación de poder. Se presenta de este modo en un contraste perturbador con el tipo de ministerio y misión como lo ha querido Jesús según el testimonio del Evangelio. El evangelio de Mateo dice: «el que quiera ser grande, que se haga vuestro servidor; y el que quiera ser el primero que se haga vuestro esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mt 20,26-28).

      Esta contradicción es particularmente grave cuando, con el uso de la autoridad, se abusa sexualmente de personas que dependen de ellas, en particular, de los menores. Del mismo modo, las donaciones y las contribuciones financieras que sirven a fines benéficos cristianos y se confían a la Iglesia y a sus autoridades han sido objeto de abuso para beneficio personal. Cuentas y bancos de la Iglesia, que se benefician de la confianza en las autoridades eclesiásticas, han sido utilizados para el lavado criminal de dinero. Por supuesto, todos estos tipos de abuso ocurren también en la esfera social, así como suceden en la esfera eclesiástica. El abuso de poder existe en el ámbito político, en relación a las finanzas, por ejemplo, a través de los escándalos de corrupción. Asimismo, el abuso sexual está muy difundido en nuestra sociedad moderna. Aquí tenemos los mismos fenómenos que en el ámbito eclesiástico. En este sentido, la situación es estructuralmente idéntica a la del ejemplo del Concilio con relación a la cuestión de la mujer.

      Ante estas formas de abuso social difundidas en todo el mundo, surge la pregunta: ¿cómo ha intentado la sociedad defenderse de esto? Es una experiencia histórica humana que la independencia y el control público recíproco del poder ejecutivo, legislativo y judicial es necesario para contener y prevenir estos abusos. Todo abuso grave de poder demostrable debe ser castigado legalmente. Solo de esta manera se puede proteger la dignidad humana de las posibles víctimas, particularmente, la de la gente pobre e indefensa.

      Conforme a la autoridad eclesial otorgada por de Jesucristo: «El que os escucha a vosotros, me escucha a mí», «Lo que atéis en la tierra será atado en el cielo», «Como me enviaste al mundo, también yo los envío al mundo», surge una flagrante contradicción cuando, sobre la base de este fundamento, la autoridad eclesiástica se convierte en pretexto u ocasión para el abuso. En el contexto moderno estos abusos de la autoridad eclesiástica se favorecen estructuralmente en el derecho canónico al afirmar y establecer la indivisibilidad de los diversos poderes; ejecutivo, legislativo y judicial. Están configurados como una unidad inseparable, por así decirlo, en la forma legal dada al episcopado y al primado papal. No hay jurisdicción administrativa independiente en la Iglesia. Los obispos y el primado del obispo de Roma, que están particularmente encargados de la unidad de las muchas iglesias locales, son responsables, solos, de todas las decisiones en sus áreas de competencia. Únicamente pueden ser aconsejados por el Pueblo de Dios. En las palabras de Jesús citadas anteriormente, ¿se dice acaso que los obispos o pastores no pueden pecar? No. ¿Se dice que no pueden abusar de su poder y de su posición? No. Hay bastantes ejemplos de estos casos de abusos. Esta situación debe ser remediada mediante controles de funcionamiento y de poder significativos e independientes.

      Esta constatación no es una invitación, simplemente, a introducir de una manera acrítica una constitución democrática y política en la Iglesia. La naturaleza de la Iglesia no se basa en la soberanía popular. Tiene su origen en el proyecto

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