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de una «voz que grita en el desierto», citando a Isaías, el profeta bíblico. El Papa de la misericordia no duda en gritar «malditos», durante una misa en Santa Marta, a quienes fomentan las guerras y se lucran con ellas.

      Francisco se enfrenta al nuevo papel global del catolicismo en el contexto actual. Y en este contexto, la suya es y quiere ser esencialmente una visión espiritual y evangélica de las relaciones internacionales. Incluso cuando se habla de diplomacia, como lo hizo en su reunión privada del 3 de mayo de 2018 en la Academia eclesiástica, menciona una «diplomacia de las rodillas», es decir, fundada en la oración.

      Todo está en la alternativa descrita al principio. Si Francisco quisiera frenar el colapso no podría sino valerse de la ley, el poder constituido, la mediación entre el Estado y la Iglesia, las reglas que permiten que el sistema se sostenga, e incluso el colateralismo. Por el contrario, si quisiera acelerar los cielos nuevos y la tierra nueva, no tendría más remedio que trabajar de pico y pala, a través de la denuncia, de la desarticulación de aquello que mantiene en pie al poder y por lo tanto al mundo tal y como se va configurando.

      De aquí viene el conflicto de las interpretaciones. Los que atacan a Francisco lo hacen porque lo acusan de pactar con el «mundo». Mientras tanto él, por otro lado, arremete contra el establisment —tanto el mundano como el eclesiástico, que a fin de cuentas son lo mismo— y desgrana incluso la lista de las enfermedades que lo afligen. Y los que elogian a Francisco lo hacen porque lo sienten sensible misericordiosamente a la realidad del mundo, de una manera que llega incluso a suspender el juicio. Por otra parte, el Papa afirma con vehemencia (lo hizo durante su visita a Nápoles) que la corrupción «apesta», y no usa medias tintas en su denuncia.

      Hay un criterio profundamente espiritual que nunca se debe perder de vista. Es el que impulsa a Jesús a acoger a la pecadora y a derribar los puestos de los comerciantes delante del templo. El criterio es el mismo. Pero hay quien, al ver los dos gestos, los considera contradictorios porque —por rigorismo o por laxismo— no ha entendido el Evangelio de Cristo.

      Ocuparse de la política internacional de Francisco significa sumergirse en una visión espiritual que se nutre de un profundo sentido de la catástrofe posible y de las fuerzas del mal en acción, y al mismo tiempo de una confianza única en el misterio de Dios, que nos lleva a aceptar los pequeños pasos, los procesos, la autoridad mundana, las reuniones, las negociaciones, los tiempos largos y las mediaciones13.

      Pero esta aceptación se basa en la consciencia de que el mundo no está dividido entre el bien y el mal, entre buenos y malos. La decisión no consiste en discernir con qué fuerzas (partidistas, políticas, militares…) conviene aliarse y cuáles hay que apoyar para que triunfe el bien. Esta aceptación de la conversación diplomática se basa en la certidumbre de que no se está dando a este mundo el imperio del bien. Por eso hay que dialogar con todos. El poder mundano está definitivamente desacralizado. Si bien es cierto que los que se dedican a la política están llamados a hacerse «santos» precisamente siendo políticos, obrando para el bien común, hay que decir, por otra parte, que ningún poder es «sagrado».

      En este sentido, Francisco pone toda su confianza solo en el futuro escatológico, confía únicamente en Dios. Pero es esto precisamente lo que le lleva a realizar todos los esfuerzos posibles para apuntar hacia la «integración», hacia todo aquello que, dejando de lado cualquier falsa ilusión de «sacro imperio», conduce a los hombres por el camino del bien, aun estando en medio de las tentaciones de este mundo. Precisamente por eso nadie es el «malo», es decir, la encarnación del demonio. Y esto es escandaloso, porque deja abierta una puerta (a veces realmente estrecha, pero abierta en todo caso), incluso en situaciones políticamente problemáticas.

      IV. CONTRA LA TENTACIÓN DE UN CATOLICISMO TRIBAL

      Por lo tanto, la energía que le lleva a frenar la caída del mundo hacia el abismo no empuja al Pontífice hacia el compromiso con los poderes. Este es el punto más delicado del razonamiento, porque a veces la Iglesia cree que la única manera de poner freno a la decadencia es la de aliarse con un partido político que permita su supervivencia como agencia de sentido. Muy a menudo este ha sido el drama de nuestra Italia. Y el rescoldo de las nostalgias aún sigue encendido. Bergoglio, sin embargo, no cree en este poder del poder. Lo sagrado nunca es apoyo del poder. El poder nunca es apoyo de lo sagrado.

      Por consiguiente, el discurso propio del pontificado abraza tanto los temas de la igualdad, de la necesidad de «tierra, techo y trabajo», como los temas relacionados con la libertad. Ahora el «relativismo» queda desvelado todavía más en sus devastadores aspectos sociales. La llamada a la «lucha» contra la dictadura del relativismo toca el corazón de la dignidad humana, que se queda indefensa e inerme, sin tierra, techo y trabajo. Y esto no porque Francisco se imagine el paraíso en la tierra: no es el suyo un utopismo mundano. Sino porque la suya es una mirada de fe, que se basa en el Juicio final, tal y como el Evangelio de las Bienaventuranzas nos lo presenta.

      A este propósito, un embajador ha observado que «el lenguaje de Benedicto XVI era el de la modernidad occidental, que por un lado reconocía la pluralidad de las visiones del mundo en la sociedad contemporánea y por otra denunciaba la “dictadura del relativismo”. El lenguaje de Francisco, aun enfrentándose cara a cara con los muchos desafíos de la modernidad cultural, considera al mismo tiempo prevalente el proceso de polarización social y económica que se está desarrollando a escala global, con una progresión apremiante y creciente intensidad»14.

      Cae, llegados a este punto, la contraposición entre laico y cristiano, entendidos como categorías ideológicas, campos semánticos y referencias abstractas.

      El Espíritu es incontenible. El pensamiento «cristiano» se opone por sí mismo a un pensamiento «laico» si este último se ha convertido en ideología. Pero si es el primero el que se convierte en ideología, entonces ya no tiene nada que ver con Cristo.

      En realidad —ha dicho el Papa en Egipto15— caen todas las contraposiciones endurecidas por el polvo de los tiempos. La verdadera sabiduría está «abierta y en movimiento, es humilde e indagadora al mismo tiempo». No hay más que una sola contraposición: o la «civilización del encuentro» o la «incivilización del choque». ¿Y las religiones? «La luz policromática de las religiones ha iluminado esta tierra». La policromía no contrapone los colores colocándolos en antítesis, sino que los aúna en una visión no conflictual. En el fondo, este es el gran problema de hoy: muy a menudo se vive la diversidad en términos de conflicto.

      En su discurso para la publicación del fascículo 4000 de La Civiltà Cattolica, Francisco afirmaba: «Dad a conocer cuál es el significado de la “civilización” católica, pero haced también que los católicos sepan que Dios trabaja también fuera de los confines de la Iglesia, en cada verdadera “civilización”, con el soplo del Espíritu».

      Y poco antes, en el mismo discurso, había dicho que «la cultura viva tiende a abrir, a integrar, a multiplicar, a compartir, a dialogar, a dar y a recibir dentro de un pueblo y con los demás pueblos con los que establece relación»16.

      Para Bergoglio la cultura tiene valor de verbo, más que de sustantivo. Solo los verbos la expresan bien. En particular: abrir, integrar, multiplicar, compartir, dialogar, dar y recibir. Siete verbos flexibles en pasado, presente y futuro. Siete verbos que pueden indicar o invitar a expresar un imperativo que nos impulsa a la acción17. El primero es «abrir».

      Lejos está del Papa la idea de un populismo católico o —peor aún— un etnicismo católico, porque el Dios que él busca está en todas partes. También se distancia de la idea de un «tribalismo» que se apropia del libro de los Evangelios o del símbolo mismo de la cruz. Las nociones de raíces y de identidad no tienen el mismo contenido para el católico que para el identitario neopagano. Las raíces étnicas, triunfalistas, arrogantes y vindicativas son sencillamente lo contrario del cristianismo.

      La tercera guerra mundial no es un destino. Evitarla implica usar la misericordia, y significa sustraerse a las narraciones fundamentalistas y apocalípticas adornadas de solemnidad y máscaras religiosas. Francisco lanza un desafío al apocalipsis y al pensamiento de las redes políticas que sostienen una geopolítica apocalíptica de la lucha final, fatal e irreversible. La comunidad

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