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a mi rostro, y luego podré ver su rostro, tal vez me ponga buen rostro. Y así pasó el regalo delante de su rostro, mientras él pasó aquella noche en el campamento» (Gn 32:21-22).55

      La repetición simétrica de las expresiones su rostro/mi rostro se encuentra advertida por Girard en sucesivos pasajes de la Escritura, como, por ejemplo, su hijo/mi hijo en el pasaje del juicio de Salomón (1.ª Reyes 3). La frecuencia es demasiado notoria como para ser arbitraria. Y además estará presente en el relato cuando suceda la reconciliación: «Si he encontrado gracia a tus ojos acepta el regalo de mi mano, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios y me has mostrado simpatía» (Gn 33:10).

      Es un lugar común en la Escritura que el ver el rostro de Dios sea sinónimo de muerte. Moisés solo podrá ver su espalda o una zarza ardiendo. ¿quién podrá seguir vivo después de ver el rostro radiante de Dios? El hombre no puede aguantar la mirada esplendente del rostro de Dios sin refulgir, sin quemarse, siguiendo vivo: Ex 34:29-35 (cf. también Ex 3:6, 19:21, 20:18-21, 33:18-20; Lv 16:2; Nm 4:17-20; Dt 5:23-27, 18:16; Jc 13:17-23; Ex 3:13, 4:24-26, 33:18 y 33; 34:59.29-35; Nm 20:12-13; Dt 1:37, 3:26, 32:50-52; Nm 12:1-10; Dt 34:10, etc.). Jacob contempla el rostro de su hermano como si fuera el de Dios. El otro es Dios para el hombre. Así, hacerle a cualquier hombre una ofensa es como arrojar piedras al rostro de Dios. Si la mirada del otro, sus ojos, me muestran simpatía, un mismo sentir, es Dios el que me mira también. Si a Dios no se le puede ver porque es sagrado, el otro también es sagrado, pero se le puede ver y, a través de él, ver el rostro de YHWH. Levantar los ojos, ver en el rostro del otro a Dios, es la condición sine qua non de la reconciliación. Ya no hay dos rostros, sino uno que refleja la misma imagen, la identidad, Dios mismo. Ver en el otro los rasgos de la cara de Dios es verse a sí mismo, imagen del propio y mismo Dios. Cuán importante es en nuestras relaciones cotidianas que veamos a aquellos que nos han sido designados para que los acompañemos como el rostro de Dios. No ha llegado todavía el Evangelio con el mensaje explícito de que el otro es Cristo, pero ya tenemos un anticipo en este pasaje.

      Antes de que suceda esto con Esaú, va a venir el relato central de este estudio: la lucha cara a cara con Dios mismo: «panim el panim» (Gn 32:31).

      Aquella noche se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboc. Les tomó y les hizo pasar el río e hizo pasar también todo lo que tenía. Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquel. Este le dijo: «Suéltame que ha rayado el alba». Jacob respondió: «No te suelto hasta que no me hayas bendecido». Dijo el otro: ¿Cuál es tu nombre? —«Jacob»— «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel: porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido». Jacob le preguntó: «Dime por favor tu nombre». — «¿Por qué preguntas por mi nombre?» Y le bendijo allí mismo.

      Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): «He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva». El sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo. Por eso los israelitas no comen, hasta la fecha, el nervio ciático, que está sobre la articulación del muslo, por haber sido tocado Jacob en la articulación femoral, en el nervio ciático (Gn 32:23-33).

      El velo que envuelve el texto sigue corrido sobre el misterioso personaje: ¿es un hombre o un Dios, o las dos cosas a la vez?,56 ¿quién es el que comienza la lucha?, ¿por qué, en el transcurso de ella, el forcejeo no tiene aparente vencedor, pero al final es Jacob el que pide ser bendecido, como lo pide un súbdito?, ¿por qué el que se había servido de la pierna de su hermano para zancadillearle, hacerlo tropezar, ser piedra de escándalo sufre sobre su propia pierna el estigma de la cojera? El verbo que se utiliza para decir que se ha quedado agarrado a la pierna del vencedor (Dios/hombre) es avaq, que va en asonancia con Iabboc y con ya·aqov. Pero lo más importante es que permite deducir que se trata de una lucha cuerpo a cuerpo, agarrados, mediados por la pura fuerza corporal, como solo constreñidos en el útero puede suceder, una perfecta simetría. El vado respeta la casi homofonía: Yabboc. Así como el gesto del abrazo y el no soltarlo: amar y abrazar sin soltar en hebreo: hb,/.hbq (Gn 34:12; Os 3:2; Ct 8:7; Pr 4:6-9). Es más, Jacob sale de las aguas del vado bautizado, como quien sale rompiendo aguas del útero materno. Jacob vuelve de la muerte anunciada con un nombre compuesto que no deja lugar a dudas: Dios es el hermano de Is-hrael, su rival y su compañero.57

      Tantas veces veremos en el acompañado cómo el reto que plantea al que lo acompaña, en sus dudas, sus preguntas y sus respuestas, es una forma derivada de entablar un combate con Dios mismo. Como muy bien captó Nietzsche, Dios es el único rival del hombre digno de ese nombre. Pero sigamos con nuestra historia.

      3. EL COMBATE DEL HOMBRE CON DIOS

      Paso difícil pero obligado es el vado que sirve de puente entre los hermanos, donde el Jordán permite pasar con el agua casi por la cintura, pero en el que de noche no se pueden ver las piedras, que harán tropezar a todo el que lo intente para llegar a la tierra de Canaán. Paso que introduce en el valle que lleva a Siquén, donde se encuentra el pozo donde viera por primera vez a Raquel en el camino de huida y en el que la historia de Israel se detendrá en varias ocasiones importantes.

      En suma, todo el relato resulta ser un tratado sobre el acompañamiento: YHWH previendo que el hombre en su libertad va a fracasar en sus relaciones fraternales con otros hombres, empezando por los hermanos de sangre, había previsto un camino de retorno, a través de la búsqueda de sí mismo, de la reconciliación consigo mismo primero, con su hermano después y, por último, con ese ser misterioso que lo ha elegido desde el nacimiento. Por eso le preguntará cómo se llama. Dar nombre es adueñarse del ser del otro, bautizarlo, es hacerlo volver a nacer, ahora sin gemelitud, sin ser dos, la doblez se torna unidad. Ya no se llamará más Jacob, el prevaricador, el mentiroso, el trapacero, sino Israel: «Has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido» (Gn 32:29). El hombre que lucha con Dios sale fortalecido de ese combate. Son muchos los místicos que han visto en este relato la noche oscura de la fe, la soledad óntica del hombre frente a las pruebas a las que nos somete la historia, la vida en común, necesaria pero dolorosa, con otros hombres.

      Ya no le quedan dudas a Jacob de que la lucha que todo hombre mantiene a lo largo de su existencia no es contra los hombres, ni contra sí mismo, sino contra Dios. Cuando uno se encuentra con Él, esos combates subterfugiales, representacionales, que creemos que son los otros hombres, como obstáculos para nuestra realización, se disipan y dejan a la luz que es con Dios contra el que todo hombre lucha: «Llamó a aquel lugar Penuel. Pues —se dijo— he visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva» (Gn 32:31). El hombre, el otro, aparece ante nosotros con un nuevo rostro, el de la oportunidad para amar, reconocer y ser reconocido, amado. Una oportunidad para descubrir un modo de ser nuevo, fraternal, hijos que comparten un mismo padre, y no un obstáculo, un enemigo que batir.

      Jacob se convierte así en paradigma del problema humano. Todo hombre tiene y desafía a su rival, y el único rival digno del hombre es el propio Dios, ningún hombre es suficiente para enfrentarse con un antagonista digno de nuestra categoría. Nuestras disputas son pírricas, pobrísimas, pero les damos una importancia exagerada. Sufrimos en la relación con los otros porque no tenemos resuelto el problema de la relación con Dios. Si Dios fuera realmente nuestro acompañante, los otros no serían vistos como obstáculos para nuestra realización, sino como oportunidades para nuestra conversión, o, lo que es lo mismo, para nuestra felicidad.

      La batalla con Esaú, no obstante, es una expresión de la guerra perenne que los hombres entablamos por pan o lentejas. No tanto porque no haya para todos, como parece darnos a entender la historia sembrada de guerras que parecen tener esa motivación, como por ser humillados, por experimentar que nuestro orgullo ha sido aplastado por otro más listo que nos ha robado ese pan, primogenitura, bendición o puesto afectivo, etc. La mayor parte de los conflictos lo son por cuestiones metafísicas, psicológicas, por prestigio, por ser reconocidos, como dirá Hegel. Esta plaga es fácilmente observable en la relación entre hermanos de sangre, pero es también observable entre personas que conviven en cualquier otro ámbito, sea familia, laboral,

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