Скачать книгу

No se puede, en el judaísmo, adorar a dioses extraños que alejan de la promesa de una tierra. La rivalidad se extiende a partir de este gesto a los dos pueblos como había sido profetizado en el seno de Rebeca.

      Pero continuemos con el otro pueblo, el que va a derivar de Jacob. Deteniéndonos no tanto en el acto fundacional de un pueblo64 (Israel) como en el hecho de que Jacob no mata al otro para fundar, como era costumbre en los relatos mitológicos de gemelos (Caín mata a Abel y funda Nod; Rómulo a Remo y funda Alba, etc.). La victoria no es tanto sobre un hombre, que sería el principio de una revancha inagotable, como sobre Dios, que da por finalizada la lucha, el antagonismo, y potencia la reconciliación. «Por esta razón Jacob ya no se llamará más Jacob: En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido» (Gn 32:29).

      Y en este punto Dios pierde el nombre. No se lo dice cuando Jacob se lo pregunta, no importa, esa iconoclastia tiene un sentido: Dios estará en el lugar, en el Betel de peni’el (Penuel), el lugar donde se ve a Dios rostro a rostro, donde se lucha a la vez con él y con todo otro, y solo se vence a Dios («le has vencido»), no a los hombres. Dios es el lugar, y el lugar es el rostro de cada hombre con el que hemos de enfrentarnos. Dios es el que busca el lugar del encuentro con aquellos a los que se compromete a acompañar. «Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre”. —“¿Para qué preguntas por mi nombre?”. Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel…» (Gn 32:29-30).

      Cuando se trata de familias numerosas es muy interesante reparar en el paradigma psicológico y pedagógico que exhibe la Escritura. Hay que traducir el espíritu patriarcal a la época en que vivimos, pero, con pequeños matices diferenciales, se repiten los esquemas. En un principio, se observa una inconfundible rivalidad mimética en la que el modelo, Esaú, se ve amenazado por la imitación, que lleva hasta el extremo de buscar la suplantación al sujeto deseante envidioso, Jacob. La disputa por el objeto —la primogenitura— los convierte en antagonistas. El intento de suplantación o jacobeo mimético es tal que Jacob se disfraza de Esaú para engañar a su padre empujado por la madre. Pero con el tiempo, y contrariamente al desarrollo esperado a la luz de otros mitos coetáneos y relatos de este tipo, no contemplamos la muerte física del otro, tal vez la óntica —se le ha robado el ser, la bendición, la primogenitura—, pero esta tiene retorno: si se da la reconciliación, se puede recuperar el terreno perdido.

      Después de ese combate, en el que uno aprende la necedad de toda rivalidad por los objetos, en el que uno cede a sus pretensiones de suplantación mimética, ambos obtienen la recompensa: la bendición como paz, la primogenitura como tierra por medio. La posibilidad de donación al otro no ha traído el anegamiento de uno, sino el emerger de los dos, exentos ya de rivalidad. Se puede descubrir una nueva fraternidad sin la reciprocidad mimética, sin la rivalidad interminable. Este aspecto es inédito en la historia del pensamiento mítico, así como del relato historiográfico; solo la Biblia abunda en este modo de acompañar a los héroes.

      Esta es una de las cosas que hace original y genuino el discurso veterotestamentario frente a los mitos y leyendas coetáneos. Frente al final sacrificial, preñado de sangre, generador de un orden social espurio, de una paz efímera traída por el crimen, el relato bíblico permite la reconciliación, la liberación de la rivalidad por la autodonación de uno de los participantes. Las historias bíblicas tienen un final no predeterminado, pero sí orientado: Jacob no puede vivir sin reconciliarse con su hermano.

      En la Revelación, las historias de hermanos tienen un papel preponderante. Las relaciones son ir y volver, huir y retornar. Caín y Abel son el paradigma de que YHWH siempre se pone de parte del inocente y corrige al culpable sin represaliarlo, bastante tiene con su propia violencia. En este episodio de Jacob vemos cómo Dios, de esta guerra entre hermanos, va a hacer al hombre extraer una lección: la importancia de la fraternidad, un perdón y una reconciliación. Toda la historia de la humanidad está plagada de estas experiencias de conflicto entre hermanos, naciones, pueblos, en sus luchas por el prestigio, el territorio, igual que en el seno de una familia cualquiera. Jacob y su historia bíblica es un paradigma. Por eso vemos ya la lucha desde el vientre de la madre. Rebeca, que sabe que su hijo Esaú había dicho: «En cuanto muera mi padre mataré a mi hermano Jacob», llama al hijo más pequeño, a Jacob, y le dice: «Hazme caso hijo mío, levántate y huye a Jarán, a donde mi hermano Labán, y te quedas con él una temporada hasta que se calme la ira de tu hermano contra ti y olvide lo que has hecho, entonces enviaré yo a que te traigan de allí. ¿Por qué he de perderos a los dos en un mismo día?» (Gn 20:43-45). Y dice una tradición hebrea que Jacob le contesta: «Yo haré lo que tú dices». Lo mismo que la Virgen ha dicho en Caná de Galilea: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2:5). Lo mismo que en el episodio de José con sus hermanos en Egipto: «Id a José y haced lo que él os diga» (Gn 41:55).

      El éxito de un acompañamiento es la obediencia a un tercero y reconciliación consigo mismo, aprender a amarse a sí mismo, algo que solo puede hacerse si uno se reconcilia con el otro, con la historia, y ambas reconciliaciones solo son posibles si uno sabe que es con Dios con el que tiene que luchar. Reconciliarse con el otro no es el resultado de una propuesta moralista, o voluntarista, es la consecuencia de haber librado el auténtico combate con el auténtico rival: el Dios que dice que hace bien la historia, del que dijo el hagiógrafo en el libro del Génesis: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (1:31). Solo en esta aceptación de uno mismo, de que está bien hecho ser el segundo en la familia, el último, el insignificante, se encuentra la paz que permite hacer lugar al otro. La Biblia anuncia el misterio del otro, el problema actual y de siempre, el aprender a compartir la única tierra que es de todos porque pertenece al único Dios, no en competencia los unos con los otros, prevaricando y destruyéndose mutuamente, sino acogiéndose y amándose. Jacob más que Esaú es el hermano, es el misterio del otro.

      5. LA PEDAGOGÍA BÍBLICA

      En un segundo momento del análisis del texto vemos la insistencia en las homonimias y el gusto por las simetrías lingüísticas que juegan con el término rostro. Advertimos que en el origen de convertirse un hombre en un ser personal está el que pueda mirar y ser mirado a la cara: rostro a rostro. Esa conversión en persona tiene que ver con ponerse en el lugar del otro y, por tanto, en dejar a un lado las rivalidades por los objetos y pasar a descubrir que sin la paz con el otro no se puede vivir. Esa paz con el otro solo puede ser hallada mediante la reconciliación con el Otro. Descubrir que el Otro es el que ha querido que Jacob naciera después y el que quita y da la vida, permite ver el rostro del otro como imagen del Otro y aprender a no reprochar ni envidiar nada. La lucha con Dios simboliza la necesidad que tiene el ser humano de solucionar su relación con lo totalmente Otro para poder vivir con los otros.

      Si Dios no existe, ante mi rostro no está la imagen clara, la semejanza de lo que yo soy, y los rostros de los otros son amenazantes, distintos, encubren enemigos potenciales, envidiosos, imitadores y rivales que miran para otro lado, para el de los objetos, deseándolos como si poseyeran la virtud de darles a ellos lo que yo parezco tener. Si Dios existe ante mi rostro, en Él puedo verme reflejado y ver el rostro de los otros como imágenes que reflejan su mismo ser, por tanto, hermanos. Su mirada ya no es la de un rival en condiciones de igualdad, que desea nuestro mal buscando su propio bien, sino que lanza un nuevo mensaje: Tus victorias serán mis victorias, tus derrotas, mis derrotas, y nos permitirá dar un paso más: Vuestras victorias serán mis victorias y vuestras derrotas, mis derrotas. Estas historias personalizadas en personajes singulares encierran siempre a un colectivo: cainitas, edomitas, israelitas…

      La pedagogía bíblica es clara: Dios está queriendo acompañar al género humano, a los pueblos y a las personas, mostrando un modelo de acompañamiento a través de la Revelación. La Escritura desvela a través de esas personas parte de la revelación de Dios a la humanidad. El descubrimiento del plan de Dios en Jacob consiste en que el hombre no puede vivir sin reconciliarse con su historia, perdonar a los que nos hacen daño y pedir perdón a los que hacemos daño. Para amar al enemigo, pedir perdón, este pasaje nos muestra el camino. Ser el amado, dejarse amar por Dios, aceptar la elección sin méritos que nos convierte en personas agradecidas a un amor gratuito. Jacob muestra que, para dejarse amar, hay que luchar contra Dios con perseverancia

Скачать книгу