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sin dilación que han sido los más dignos de los hombres buscando con sinceridad a un Dios en cualquier vado del mundo, en cualquier noche de su historia, pero han querido seguir ganando sin saber que perdían. Han querido seguir siendo suplantadores, no de Esaú, aunque también, sino del propio Dios proponiendo utopías para no rendirse, reconciliarse con su hermano, haciéndolos tropezar a todos, reivindicando la primogenitura. Desde Nietzsche y Sartre, pasando por Freud y Marx, hasta Dawkins y Dennet, encontramos la misma desesperación, la misma angustia, la misma necesidad de explicar la injusticia de no ser el primero en nacer, de haber sido robados, de no ser Dios mismo, de haber sido zancadilleados, en esa lucha de tú a tú, cara a cara con Dios, y querer convertirse en el zancadilleador, piedra de tropiezo de Dios, de los hombres. Aquí también la relación fraterna entraña el misterioso infierno que son los otros para cada uno y que nos desvela Sartre en A puerta cerrada.58 Entre los múltiples modos que los hombres usan para zafarse del verdadero problema, encontramos el atajo de buscar en los otros culpables, rivales o fórmulas de escape del sufrimiento al que nos someten, psicológicas, políticas o económicas. No hay otra forma de afrontarlos que de manera radical. Preguntarle a Dios el porqué de ese rostro ininteligible y hostil frente a mí.

      Pero estos profetas de nuestro tiempo son falsos, porque no tocan el problema profundo del hombre, perdidos en etiquetas y esencias de difícil comprensión, cautivos de su misma trampa para atrapar a Dios y reducirlo a su propio ego. No entienden la potencia teológica del pecado original. El pecado consiste en que el hombre ha sido invitado por Satán a sustituir a Dios y, como todo otro también quiere ser Dios, aparece inmediatamente la rivalidad. Todo otro me quita el ser, me suplanta, me roba el lugar (Penuel, panim, el otro) que tengo en el mundo, de ahí que la lucha que sostiene Jacob con ese otro, indefinido en principio, sea el paradigma de la lucha de todo hombre con su otro y que permanece a oscuras, sumido en la méconnaissance59 (Girard) hasta que llega el momento de la conversión. Momento de humildad en el que se descubre que «nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, sino contra los espíritus del mal» (Ef 6:12). Es Satán el acusador, el que nos acusa día y noche diciéndonos que no somos hijos de Dios, que Dios no es amor hacia el hombre, sino su competidor. El acusador (Job 1:6; Zac 3:1) «que quiere la muerte del hombre por medio de las mentiras y que cuando dice mentira “dice lo que le sale de dentro”» (Jn 8:44). Satán acusa a los hombres en apariencia para el beneficio de uno de entre ellos, pero actúa al efecto para que aquel mismo acabe por acusarse a sí mismo y por disponerse para la muerte sin fin ni tregua; pero la trampa así tendida no puede funcionar en toda su extensión más que si el último hombre no puede ya deshacerse de su responsabilidad (respecto a las víctimas, pero también respecto a sí mismo), más que acusándose a sí mismo. Para hacer eso, Satán debe desaparecer, traicionar la confianza y traicionar su propia traición hurtándose a sí mismo. Solo esta espantada cierra el infierno: el infierno es la ausencia de todo otro, incluso de Satán; la trampa no deviene infernal más que si su víctima se descubre en ella definitivamente encerrada y, por tanto, como única responsable. La fuerza de Satán consiste en hacer creer que él no existe.60 Pero la lógica de Satán se encuentra presente también en Esaú: «Antes vengarse de sí mismo que cesar de vengarse»,61 al no poder olvidar en tanto tiempo el agravio de su hermano y convertir en objetivo de su vida consumar la venganza.

      La grandeza del paradigma de Jacob consiste en que ha sido tentado de pensar que tenía derecho a la primogenitura, derecho a robarla, pero cuando ha visto que esa actitud lo sustraía de la paz, tras su exilio privado en Jarán, de las mieles de la reconciliación, ha dado marcha atrás, ha sido fuerte, ha reconocido la primariedad del otro, se ha humillado y retorna. Ese reconocimiento lo deja cojo, le ha mostrado su debilidad, que es criatura y no creador. Si hubiera querido seguir manteniendo una postura soberbia ante los hombres, mostrando que él no se inclina ante nadie, que él es Dios, no quedaría ningún signo de esa lucha titánica —como la tau de Caín—, ni una señal de debilidad, sino la pírrica corona del endiosamiento, de un Prometeo siempre insatisfecho luchando con dioses de carne y hueso. Jacob no pasaría de ser un Sísifo más, trabajador incansable, que le mantiene vivo la sinrazón de querer demostrarse a sí mismo que está solo en la tarea de subir los montes, afrontar los retos de la existencia cargado de razones patéticas, pesimistas, nihilistas, trágicas, de ser un lince en los negocios, un orgulloso en las relaciones humanas, un líder en medio de la nada del mundo, castigado por la envidia de los dioses a vivir como una pasión inútil. Esta es la tarea del acompañamiento espiritual: anonadarse, experimentar ese descenso kenótico a los infiernos, donde nos está esperando el que bajó primero para ascender con él.

      Jacob se ha vencido a sí mismo antes que a Dios, ha vencido su orgullo atreviéndose heroicamente a confesarse a sí mismo que hay un otro siempre más fuerte que uno y que todos. Y que, aunque es un rival nada celoso de su imagen, más allá de toda competencia, lo dignifica soportando la tensión de un combate que estaba ganado ya antes de empezar. YHWH actúa no con el cinismo del padre que sujeta con un solo brazo a su hijo, cuando rabioso quiera patalear contra todo lo que se ponga delante, sino con la ternura del que impide a otro golpearse a sí mismo evitando que se haga daño al darse con algo más sólido que sus puños o su cabeza. Jacob ha comprendido que el agresor es Dios a la vez que ha tomado conciencia de que el dolor consiste en percatarse de que él es el suplantador, el trapacero. La confesión de una falta deja siempre huellas, heridas, señales identificativas de lo que hubo, pero a partir de ese momento son luminarias de lo acontecido. «Toma tu camilla y anda» o «el sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo» (Gn 32:32).

      4. EL ACOMPAÑADO EMPIEZA A SER UN HOMBRE NUEVO

      Ser un hombre nuevo le ha costado una cojera, pero le ha merecido la pena: será capaz de enfrentarse cara a cara y soportar la mirada de su hermano viendo en su rostro el de Dios, el suyo, el de cualquier hombre. Porque ha sido perdonado por Dios sabe que su hermano tiene razón, que él es un ladrón y que su hermano está en el derecho de exigirle su humillación, cuando menos. Con esta actitud, implora el perdón de su hermano. La única garantía es que ha perdido el miedo a la muerte que le provoca el rostro del otro, su libertad y su capacidad —abierta por Caín— para matar. Si ya no tiene miedo de Dios, que puede dar la muerte con su solo rostro, la reconciliación tiene que ser viendo el rostro; si la lucha es como un acoplamiento fetal, la reconciliación tiene que respetar esa simetría con el abrazo recíproco, la fusión de los cuerpos, como Jacob hará con Esaú, como el padre de la parábola del hijo pródigo hará con su hijo abrazándolo y saliéndole al encuentro y levantándolo de su prosternación, como Dios ha hecho con Jacob. «Luego Jacob levantó los ojos y vio llegar a Esaú» (Gn 33:1).

      Levantó los ojos como alguien inferior tiene que hacer para contemplar a un superior y reconoce que está por debajo del otro (como debió hacer el hijo pródigo para ver acercarse a su padre desde lo alto del monte). Lo vio de frente y se adelantó a la comitiva de regalos que pretendían ablandar el corazón del otro: ya no hay objetos en disputa, la primogenitura pasa a un segundo plano, ya no hay bienes ni herencia, objeto de un deseo que aboque a la rivalidad, al antagonismo, ya no sirven las estrategias, todo es del otro, ya se puede mirar sin mediadores, directamente. La sorpresa es que el otro huele esa actitud, se anticipa a ella, disipa las nubes del pánico: «Pero Esaú corrió a su encuentro, lo abrazó, se le echó al cuello, lo besó y lloró» (Gn 33:4).

      El acompañamiento de YHWH ha consistido en elegir a un hombre desde el seno de su madre, dejarlo actuar en la historia desde una libertad intocable y luego hacer todo lo posible por encontrarse con él en los acontecimientos. La lucha titánica tiene que desarrollarse contra Dios. Las personas concretas que obstaculizan esa libertad, esa realización, son el pálido rostro de Dios a través de las cuales se manifiesta la limitación de nuestra soberbia, que solo es imputable a un Dios malvado. Nuestro enemigo es Dios, pero solo un enemigo nos hace crecer,62 salir de nosotros mismos, enfrentarnos a la verdad, desalinearnos, llamarnos al amor.

      En el NT Jesús replica la experiencia del AT. Él sabía a quién estaba mirando cuando se encuentra con la samaritana en el pozo de Siquén, porque era consciente de toda la tradición veterotestamentaria. Jesús sabe lo que está haciendo cuando en la parábola repite los pasos de este relato en

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