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hombre una actitud de salida, de confianza ante la promesa de YHWH. La promesa consiste en que él será el encargado de ir por delante en todos los acontecimientos que le esperan al hombre. El método de acompañamiento será el encuentro y la experiencia enmarcados en una alianza. «Yahveh dijo a Abram: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. 2. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición”» (Gn 12:1).

      La llamada de Abraham implica salir de su zona de comodidad y ponerse en camino. El relato de Abraham quiere ser un paradigma de una alianza entre Dios y los hombres en cualquier lugar o momento de la historia. Cada uno de los hombres llamados a vivir una relación con Dios han de aceptar el nomadismo —inaugurar un itinerario sin saber por dónde ir ni a dónde llegar— y partir de su propia Ur de Caldea. No hay garantías de nada, solo una promesa. Cuando Dios llama al hombre lo hace contando con su condición politeísta: todos somos adoradores de ídolos, de imágenes falsas de la realidad que tomamos por verdaderas. Aprender a distinguir qué es un ídolo de quién es Dios es la tarea que embarga la vida de un hombre. No hay libro de instrucciones, no hay caminos hollados, hay que aprender a fiarse, porque hay Alguien que ve más de lo que yo veo. Abraham es llamado el padre de la fe. La palabra émounah significa precisamente eso: aprender a apoyarse en lo sólido. La historia es lo sólido, los hechos concretos. Las palabras se las lleva el viento: el émounah que va adquiriendo Abraham —que solemos traducir por ‘fe’, ‘creencia’—se basa en acontecimientos incuestionables: un patriarca sin tierra y su mujer estéril adquirirán la fe (la experiencia sólida) si se cumple la promesa de una tierra y un hijo. YVHVH les regala un hijo: Isaac. «Va adquiriendo» significa que la fe, la confianza en la existencia de Dios, no se obtiene de manera automática (aunque algunos disfruten de ese don y, sin embargo, no estén exentos de tener que afianzarla, dotarla de razones de peso, y vivirla cada día de manera renovada). Tampoco se trata de un adherirse a una idea o tener convicciones fijadas para siempre. No se trata tampoco de la magia de los hechos sobrenaturales lo que sostiene la fe. Está más bien en relación con un camino vital que recorrer, siempre novedoso, siempre desconocido. El nomadismo entraña el riesgo de escoger caminos equivocados. YHWH no impone más condición que salir —imperativo: sal—, ponerse en camino, escuchar y seguir. Una vez que el hombre acepta ponerse en camino, la relación con Dios es a través de mediadores y acontecimientos que hay que aprender a interpretar.

      El paralelismo de Abraham con cada hombre es evidente; por eso se puede hablar de él como el amigo de Dios, como el primer hombre acompañado, el paradigma de la fe. Es verdad que el género midrásico nos habla de un Adán que era esperado por Dios todas las tardes en el ocaso para charlar amigablemente en el jardín del Edén, pero no tenemos un relato suficientemente explícito para ahondar en esta relación amical. Sin embargo, Abraham está presente en toda la Escritura de manera inequívoca como el gran interlocutor de Dios.

      El Génesis nos muestra, a través de esta figura emblemática, que, cuando Dios aparece en la historia, lo hace llamando a hombres con nombres concretos a los que les propone seguirlo en un itinerario vital que embargará toda su vida. El Génesis aporta una curiosidad notable: cuando Abraham se encuentra con el Dios que lo llama, no lo hace directamente con él, sino con personas concretas, ángeles, mediadores. No se le ha escapado a la tradición milenaria de la Iglesia esta curiosa teofanía: Dios son tres personas. Abraham se encuentra con tres personas. La iconografía, desde Rublev, ha visto al Dios trinitario revelándose en su esencia: la comunión. «Apareciósele Yahveh en la encina de Mambré estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día. 2. Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera. Como los vio acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra» (Gn 18).

      El capítulo empieza diciendo que es YHWH el que le sale al encuentro, pero luego, sin solución de continuidad, empieza a hablar con tres hombres que estaban de pie ante él. Tres personas que están dispuestas a hacer con Abraham una alianza de parte de YHWH. Esta escena es el comienzo de un acompañamiento en toda regla. Eso significa que nosotros vemos a Dios a través de esa máscara (prosopon ‘persona’) detrás de la que se esconde, pero que paradójicamente se manifiesta. Dios está cuando vamos a encontrarnos con alguien. El otro es epifanía del rostro del Dios trinitario. Hacer una alianza, que es el primer paso del acompañamiento (en el fondo el coaching, el mentoring, etc., se inspiran en el acompañamiento bíblico), significa que vamos a estar, a lo largo de un itinerario que embarga la vida entera, caminando al lado de un hombre que ha sido llamado por un Dios que promete, a través de hombres concretos e imperfectos, llevarnos a un encuentro personal con Él. Y que este pacto o alianza es entre dos seres libres que cualquiera de los dos puede romper en cualquier momento.

      2. EL FRACASO, PUNTO DE ENCUENTRO CON DIOS

      Todo empezó en el Génesis 12: para llegar a ser un hombre feliz, el anhelo del corazón debe ser satisfecho. La promesa de felicidad consiste en que se le conceda aquello que ansía su corazón. En un principio existe una desconfianza respecto a la promesa de que el fruto de ese acompañamiento será obtener aquello que desea su corazón. Una tierra y un hijo a un patriarca nómada, viejo y con una mujer estéril son condiciones que exigen una intervención milagrosa.

      Para todo hombre de cualquier época existe este punto de partida en el acompañamiento. Las carencias de Abraham son equivalentes a lo que en cada hombre podemos llamar anhelos no satisfechos o, como dice san Pablo, un sufrimiento de cruz. Los pasos son una alianza, aprender a escuchar la historia, los acontecimientos, y confiar en el que se nos presenta como acompañante como alguien que viene de parte de Dios a proponernos un camino.

      No tener un hijo o no tener tierra, lacras para un patriarca, signos de que no es dueño y señor de su historia, le muestran su impotencia, aquella incapacidad para darse a sí mismo la vida o la felicidad. La Cruz es el lugar en el que Dios ha querido encontrarse con cada a hombre y mujer para usar con ellos de misericordia. Todo hombre tiene una profunda insatisfacción en algún aspecto de su vida, puede que incluso oscuro, que necesita ser iluminado. Todo acompañamiento ha de empezar por sincerar esta cruz. Si uno se pone en camino es porque donde está no tiene reposo ni garantías de realizar sus deseos más íntimos. Dios se muestra como aquel que quiere cumplirlos, pero lo hará cuando el hombre no pueda creer que ha sido Él mismo el que se los ha colmado.

      Abraham desconfía y confía a la vez, porque es patente su impotencia, pero también su anhelo. Esta ambigüedad preside la vida de los hombres. Esa desconfianza también la expresa su mujer (al final van a ser obedientes y van a aceptar el trato), que se ríe de la promesa y por lo que luego tendrá que llamar a su hijo Isaac (‘el hijo de la risa’).

      El pacto se realiza al modo semita. Abraham tiene que preparar unos animales para el sacrificio y partirlos por la mitad, pero la parte que corresponde a Abraham, que el fuego debía abrasar, queda intacta. Solo la parte correspondiente a YHWH quedó quemada.51

      La Alianza tiene una estructura semítica, pero pretende ser el paradigma universal de la relación de Dios con el hombre: Dios es el que únicamente se compromete a llevar adelante la historia, a cumplir la promesa. El hombre solo tiene que aprender que Dios va por delante abriéndole los caminos que parecen inhóspitos e insuperables por puro amor gratuito. Dios solo reclama del acompañado cierta dosis de docilidad, de aceptar la incertidumbre y de humildad.

      Es importante resaltar este asunto, porque significa que el compromiso es de Dios; del hombre se espera solo que se deje llevar, cooperación, dejarse amar. Es cierto que es una tarea complicada, porque superar el obstáculo que supone no amarse uno a sí mismo en sus fracasos hace difícil dejarse amar por otro. Además de que los parapetos que utilizamos, como costras o valvas de protección para ocultar aquello que no nos gusta de nosotros mismos, dificultan el acceso al ser verdadero que queremos que sea amado. Solo mostramos las máscaras en nuestros encuentros con el rostro del otro, que ya hemos probado que nos funcionan para relaciones superficiales. No creemos en que la verdad que somos sea susceptible de ser amada. El gran obstáculo que se nos interpone siempre en las relaciones humanas es aceptar que Dios pueda amar a aquel que nosotros odiamos o juzgamos.

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