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de otro. No es que Dios mire para otro lado o no les dé importancia a las desviaciones del hombre del plan de Dios. No es eso. Porque esas desviaciones son causantes de la muerte del ser, de la muerte óntica de la que habla san Pablo. Esta visión de Dios es paternalista. La palabra misericordia, rahamin («Hen, hesed, rahamim»45 es como empieza el salmo 50, llamado Miserere por ello), en hebreo significa ‘matriz’. Eso es lo que pide David: ser introducido de nuevo en la matriz, o sea, regenerado, porque, indefenso como un feto, queda desprotegido y expuesto a la intemperie de la impiedad. Se accede a vivir en fiesta, a entrar en el banquete, a disfrutar del Reino siendo recreado. Todos los pasajes evangélicos que hablan de curaciones o de diálogos sobre la luz o el agua están codificados en términos de recreación: el barro del ciego de nacimiento es el memento de la creación del Génesis, la saliva en la boca del sordomudo, el diálogo en el pozo de Jacob con la samaritana, el diálogo en la noche con Nicodemo…

       SEGUNDA PARTE

       Los acompañados en el Antiguo Testamento

       4. Abraham, el primer acompañado

      1. ABRAHAM, PADRE DE LA FE

      La mejor manera de ahondar en la fe bíblica es precisamente acudir a las Escrituras, donde, entre tantos personajes y acontecimientos, hay una figura a la que es inexcusable mirar en busca de lo nuclear de la experiencia de fe: Abraham. Cuando las Sagradas Escrituras se animan a dar una definición explícita de la fe (Hb 11:1) recurren a sí mismas para aportar ejemplos que la ilustren y, entre todos estos, descuella Abraham (Hb 11:8-19). Miremos, pues, a Abraham, nuestro padre en la fe (Ro 4:11), para aprender qué es la fe.

      Abraham es una figura, como todas las de la Escritura, sumamente existencial, con la que —si evitamos reducirlo a protagonista de una historieta piadosa— es fácil conectar e identificarse. Es alguien con una inquietud en su corazón, con un profundo anhelo. No es un hombre a quien materialmente le vayan muy mal las cosas, porque es rico, tiene muchos ganados, posesiones y sirvientes. Sin embargo, Abraham, probablemente, es una persona insatisfecha. Tal vez Abraham, en medio de todas aquellas civilizaciones politeístas, habrá albergado en algún momento la esperanza de que alguna de tantas deidades le concediera lo que para él y su anciana mujer se ha convertido ya en un sueño irrealizable y fuente de profunda frustración: tener un hijo.

      Pero lo importante es que, de pronto, cuando ya Abraham está sumido no sabemos si en la desesperación o en la resignación, un Dios que él no conocía le sale al encuentro y le hace una promesa: te daré ese hijo y, a través de él, una enorme descendencia. Solo hace falta una cosa, sal de tu tierra y de tu seguridad y ponte en camino. Quizá porque, como dice el piloto de El Principito, «cuando el misterio es demasiado impresionante es imposible desobedecer», Abraham obedece a esa llamada, acoge la promesa, se fía y emprende un largo camino en el que no faltarán errores, devaneos y dificultades, pero en el que, por encima de todo, irá comprobando a través de los acontecimientos que Dios lo acompaña y ayuda. Verá que cumple su promesa dándoles en Isaac el hijo anhelado. Y, cuando Dios le pida a su hijo, Abraham, en un acto supremo de confianza, no se lo negará.

      De Abraham podemos entresacar al menos tres aspectos esenciales acerca de la naturaleza de la fe.

      La fe es un encuentro. «No se comienza a ser cristiano —declaró Benedicto XVI de forma programática en las primeras líneas de su primera encíclica— por una gran idea, ni por una decisión ética, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus est caritas, 1). Cualquier reducción ideológica o moralista del cristianismo es, pues, una deformación imperdonable de la fe, que es la vivencia de una relación, de un acontecimiento que irrumpe en la vida y le da un vuelco radical, y no la simple adhesión de la mente a unos contenidos ni el esfuerzo de la voluntad para auparse hasta un elevado listón ético.

      La fe es histórica, experiencial. Así como no es, de modo primario, la mera adhesión a unas ideas más o menos articuladas que dan respuesta a la necesidad humana de tener una cosmovisión con la que entender la realidad y entenderse a uno mismo —aunque el cristianismo además proporciona eso—, ni un refinado programa ético superador de todas las morales habidas y por haber —aunque el cristianismo ciertamente lleva a las personas a cambiar sus criterios de valoración de las cosas y toda su vida, su forma de relacionarse con los demás, con el dinero, con el trabajo, la sociedad…—, así como no es ninguna de esas dos cosas, tampoco es un sentimiento. Claro que la fe se da en medio de sentimientos variados e intensos, algunos de los cuales pertenecen por definición a la esfera religiosa, como sabe cualquiera que haya leído, entre otros, a Otto. Pero esos sentimientos no son la fe, que puede darse incluso contrariando los sentimientos o en la seca ausencia de estos. Tener fe es atesorar la experiencia, constatada en la propia historia, de que hay una promesa que se cumple. Para darnos razón de su fe, un Abraham no recurriría a complicados discursos teológicos o teóricos. Si le preguntáramos quién es Dios para él, qué es para él tener fe, nos explicaría quiénes eran él mismo y su esposa Sara y cómo la vida les había negado definitivamente el cumplimiento de su anhelo más auténtico —esto es, nos contaría una historia, que es lo que encontramos en la Escritura, una historia de salvación entretejida con cientos de historias como la de Abraham—; después, llamaría a su hijo Isaac, lo pondría ante nosotros y diría «he aquí mi fe».

      Y la fe es un camino. Por supuesto, la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él, pero hay que entenderla no como una realidad concluida y empaquetada que se recibe y se posee, sino incoada como un germen que ha de desarrollarse o desplegarse; es una realidad dinámica y viva, por lo que concebirla de modo cósico y estático es desfigurarla. «Algo vivo, pues, que ha de echar raíces, desarrollarse y dar fruto. Lo que viene de Dios no es algo acabado, sino un comienzo. […] Las cosas de Dios no vienen como resultados conclusos, sino como comienzos vivos».46 Y, por eso, metáforas como la de la semilla o el camino —que tanto ponderaba monseñor Bergoglio— ayudan a entrar en la naturaleza dinámica y procesual de la fe. También para Rupnik la palabra camino tiene importantes resonancias: «El Señor […] quiere llevar a Abraham a un nivel de existencia diferente. Este camino [el que va de Ur a Canaán] no es tan solo el trayecto hacia un trozo de tierra, sino un itinerario hacia una nueva existencia […], una nueva existencia donde el fundamento de todo es la relación, una existencia personal».47 Tal es el camino de la fe; ir entrando y ahondando en una existencia relacional, en una relación personal con Dios en la cual se restaura el resto de nuestras relaciones: con uno mismo, con los demás, con todas las cosas. Es un ir siendo gradualmente insertados en una forma de existencia nueva, donada, que es lo que Romano Guardini llama interioridad cristiana:48 una forma de relación tan íntima con Jesucristo que es llegar a vivir en él y dejar que él viva en nosotros (cf. Ga 2:20). También podría caracterizarse diciendo que, de la misma manera que en la matriz estéril de Sara fue concebido asombrosamente y se desarrolló Isaac, en el interior del cristiano vaya siendo gestado y crezca hasta la estatura adulta Jesucristo.

      Es una idea muy clara y persistente en Guardini: «Dios ha depositado en nuestra vida natural —en el hombre viejo— una nueva vida. Esta es como un germen que debe desarrollarse».49 La vida de fe es el proceso a través del cual ese germen va creciendo, desplegándose y madurando. La fe, en este sentido, es algo que debe irse aprendiendo y profundizándose de la misma forma que Abraham aprendió, caminando, a creer, o sea, a confiar, a poner su vida en manos de Dios, hasta el punto de subir al Moria dispuesto a sacrificar a su hijo.

      Y, como veíamos al presentar al hombre como un ser en perenne status viae, en esto de la fe se está también siempre en camino.

      ¡Ay de mí si digo: «Creo» y me siento seguro en esa fe! Entonces estoy en peligro de caer (1 Cor 10:12). […] Yo no soy cristiano, sino que, si Dios me lo concede, estoy en camino de serlo. No en la forma de una propiedad o de una posición desde la que juzgar a los otros, sino en un movimiento. […] Nada se me ha dado a modo de seguridad; sino que todo se me ha dado solo

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