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proyecto sobre el Universo, y quedó satisfecho; pero al ver el diseño, de golpe dijo: «Esto no tiene estabilidad. Para que esto pueda tener estabilidad, antes de crear el mundo creó la conversión». S. Pablo dirá que Jesucristo es el Primogénito de toda criatura, que es el principio de toda la Creación, antes de que todo existiera existe Él, y el mundo ha sido creado en orden a Él. Él es el principio y fin de todas las cosas. Él es el equilibrio universal y cósmico de toda la creación. Si la conversión es vida y vida eterna, no se puede ir atrás. La conversión no es que tú vuelves, que has pecado y luego te lavas y vuelves a como antes de pecar, tú no puedes volver en la vida hacia atrás, ni mucho menos, la vida no se puede detener. El Universo está en permanente expansión, a velocidades impresionantes, todo en movimiento, todo en vida, esplendente, de realización universal; por eso la conversión tiene un poder cósmico universal, para el mundo hebreo y para el cristianismo. El kerigma de San Pedro, hablará de Jesucristo glorificado y dirá que está todo a la espera de la restauración universal.41

      La mirada misericordiosa de Dios es un acto creador. No es una actitud benevolente, un sentir empático, un ponderar con templanza los defectos del acompañado. Es un acto escatológico: introduce al mirado en el cielo. Lo saca de la muerte y lo introduce en la vida nueva.

      La conversión, aquello para lo que el hombre ha sido creado y a lo que está llamado desde el origen, que ha sido concebida por Dios antes de la creación del mundo, es la posibilidad del ser humano de realizarse en la libertad. Es la plenitud grandiosa a que está llamado el universo y en la que el hombre participa de modo especial, a diferencia del universo. El ser humano tiene la posibilidad de conectar con el amor, que es el corazón de la vida, el amor y la libertad.

      Así pues, el hombre tiene que convertirse. Ser acompañado implica cambio del modo de vida. La conversión es la prueba que testifica que uno se ha encontrado con el amor de Dios, que es lo que cambia verdaderamente la vida. Después viene creer. Eso es lo que magníficamente nos dice el papa Francisco en la Evangelii gaudium y que recoge de manera increíblemente inspirada Cantalamessa, el predicador pontificio. Es clave la diferencia que nos quiere hacer ver entre lo que significa la conversión en el Antiguo Testamento y el Nuevo, porque cambia toda la teología a partir de este radical cambio de mirada antropológica:

      Convertirse significaba siempre «volver atrás» (como indica el mismo término usado en hebreo, para indicar esta acción, o sea el término shub); significaba volver a la Alianza violada, mediante una renovada observancia de la Ley. Dice el Señor por boca del profeta Zacarías: «convertíos a mi […], volved de vuestro camino perverso» (Zac 1:3-4; cfr. también Jr 8:4-5). Convertirse tiene por lo tanto un significado principalmente ascético, moral y penitencial que se actúa cambiando la conducta de la propia vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación llegará a vosotros. Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los labios de Juan el Bautista (cfr. Lc 3:4-6). Pero en la boca de Jesús este significado cambia: no porque Jesús se divertía cambiando el sentido de las palabras, sino porque con él cambió la realidad. El significado moral pasa a un segundo plano (al menos en el inicio de la predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse no significa más volver hacia atrás; significa más bien hacer un salto hacia adelante y entrar mediante la fe en el Reino de Dios que vino en medio de los hombres. Convertirse es tomar la decisión llamada «decisión del momento» delante de la realización de las promesas de Dios. «Convertíos y creed» no significan dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, o sea, creed; ¡convertíos creyendo y creed convirtiéndoos! Lo afirma también santo Tomás de Aquino: «Prima conversio fit per fidem», la primera conversión consiste en creer (santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 113, a, 4). Conversión y salvación se han intercambiado el lugar. No más: pecado-conversión-salvación («Convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros»), sino más bien: pecado-salvación-conversión. («Convertíos porque sois salvados; porque la salvación ha venido a vosotros»). Los hombres no han cambiado, no son ni mejores ni peores que antes, es Dios el que ha cambiado y, en la plenitud del tiempo, ha enviado a su Hijo para que recibiéramos la adopción como hijos (cfr. Ga 4:4).42

      Y por eso añade otra revolución antropológica traída por el Evangelio, sutil pero definitiva, que es una fuente de motivación para el acompañamiento única. «Por esto el Evangelio se llama Evangelio y es fuente de alegría. Nos habla de un Dios que, por pura gracia, ha venido a nuestro encuentro en su Hijo Jesús. Un Dios que “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”» (Jn 3:16).43

      4. LA ALEGRÍA, HORIZONTE DE LA PROMESA DE UNA TIERRA NUEVA, DEL REINO

      El fin de la lógica del don que permea todo anuncio del Evangelio, y que es la esencia del kerigma, es la alegría, nos dicen Pérez Soba y Livio Melina citando a san Agustín: «La alegría completa es la que se contiene en la misma comunión, la misma caridad, la misma amistad».44

      En términos de acompañamiento, la frase que todo el mundo recuerda del Evangelio es: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16:24). Esta frase los convence de que el Evangelio es sinónimo de sufrimiento y de negación de sí, y no de alegría por seguirlo. En un primer momento es cierto, porque Cristo no aliena ni engaña a ninguno que pretenda seguirlo: su camino va hacia Jerusalén, al calvario, a la muerte de cruz. Pero en el Evangelio esto constituye la penúltima etapa, nunca la última. «Me siga», a través de la cruz, a la resurrección, a la vida, ¡a la alegría sin fin!, que no es otra cosa que la comunión con el Hijo de Dios.

      Es sintomático que las tres exhortaciones apostólicas que ha hecho el papa Francisco desde que empezó su pontificado contengan el término alegría: Evangelii gaudium, Gaudete et exsultate, Amoris laetitia.

      Por tanto, lo primero en el acompañamiento evangélico es compartir la buena noticia con el pecador de que sus pecados no lo van a llevar a la muerte definitiva porque la resurrección de Cristo le ha traído la salvación. Esa alegría que se deriva de la recepción de la buena noticia y el agradecimiento consiguiente de sentirse perdonado, recreado, es lo que hará que el pecador anhele la conversión y el cambio de vida. Solo desde el agradecimiento sale la necesidad de buscar la virtud.

      Este es el objetivo del acompañamiento: llevar al hombre al descubrimiento de que está constituido antropológicamente para la alegría sin fin. Lo cual no quiere decir alienarse y mirar a la muerte, al dolor o al pecado con desprecio o arrogancia, sino que es una invitación a mirar a aquel que lo venció y que nos llena de esperanza en todas esas situaciones. El único obstáculo a esta forma de vida es mirarse a sí mismo, como nos muestra el pasaje de Pedro en el mar de Tiberíades. Excelente imagen de lo que es el acompañamiento: ir caminando por encima de las aguas —caminando por encima de los acontecimientos de muerte que nos cercan— con los ojos fijos en Jesús, que inicia y lleva a la perfección nuestra fe (Hb 12:2). El que acompaña dice al acompañado: «No te mires ni te escandalices de lo que haces ni de lo que crees que eres; no me mires tampoco a mí, mira a Aquel —mucho más grande que yo— a quien yo miro». Es también la misión de Juan Bautista: «Detrás de mí viene uno mucho más grande que yo… Helo ahí, miradlo: es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29).

      A esta alegría del Reino, que cumplimenta las promesas hechas a nuestros antiguos padres, solo se llega a través de un encuentro. No es el fruto de una conquista personal, ni la recompensa por méritos, ni el cumplimiento de unos objetivos. Todo descansa sobre la última de las claves antropoteológicas bíblicas, que es la mirada misericordiosa de Dios. El concepto de misericordia está muy manido. Semánticamente ha sido desvirtuado por un uso excesivo cargado de sentimentalismo. Debe ser recargado semánticamente y restaurado retornando a su significado originario. Se trata, por tanto, de no usar mal el concepto misericordia, como una especie de táctica reparadora, compasiva, de hablar de la mirada meliflua de un Dios emotivista, sino de engendrar una nueva criatura. La palabra misericordia

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