Скачать книгу

actualísima, nos pone en guardia contra el buenismo rousseauniano que nos rodea a partir de los estudios de René Girard y Jean Michel Oughourlian,34 que basan sus intuiciones en la sabiduría bíblica.

      El pecado original tiene claros tintes miméticos: es en parte el intento de imitar al modelo porque lo amamos. Tanto lo adoramos que queremos ser como Él. La paradoja es que el amor y el odio están íntimamente unidos. Lo odiamos porque no podemos ser como Él. El afán usurpatorio es un vaivén que la psicología reconoce como double bind (un doble mensaje contradictorio: imítame, no imites). El modelo (Dios) no tiene arte ni parte, no rivaliza con el ser humano, solo quiere su bien. Es el sujeto humano el que se siente agraviado comparativamente y cree que el modelo es el culpable de su carencia de ser, de su no gustarse a sí mismo limitado. La conversión es un camino de aprendizaje inagotable para mirar al modelo no como un competidor rival, sino como alguien que me ama y quiere lo mejor para mí. Como dice el Génesis, ese primer antagonista que no quiere serlo (según Nietzsche es el único rival que el hombre tiene) se transforma fácilmente en el otro, cualquier otro. Aquí empieza la caída progresiva que sume al hombre en la soledad, en la tristeza, y que le despierta la necesidad de retornar a la alegría, al paraíso, después de la experiencia fallida de pretender realizarse fuera de Él.

      Es muy importante entender bien el significado de la palabra conversión, pues es muy fácil deslizarse en interpretaciones moralistas y moralizantes muy en armonía con el concepto de vida de gracia comentado antes.

      Olivier Clément35 dice que nada ayuda más al crecimiento espiritual, en vertical, de las personas que llegar a ese punto crítico en que uno es simultáneamente consciente de su finitud y de su sed de infinito, «y también de que el hombre no puede satisfacerse, que no tiene en sí mismo la fuente de la alegría». A partir de ese punto crítico, la persona está en condiciones de experimentar eso que se llama conversión.

      De este modo, la experiencia de la división y de la sed, inevitable para todo hombre al que se ha prometido despertar, se convierte en el lugar espiritual de la conversión. Cuando la necesidad de infinito que el hombre invierte en las «pasiones» se muestra indefinidamente frustrada, el hombre descubre que solo Dios puede responder a ese deseo que le constituye […]. La distorsión en torno al concepto de conversión corre pareja a la de la palabra «pecado». Si el pecado ha llegado a reducirse a un simple «mal comportamiento», a un no ajustarse a la norma, la conversión ha terminado por entenderse como «un sentimiento moral de culpabilidad» y «un esfuerzo voluntarista por mejorar tal o cual aspecto en la superficie del psiquismo, por vencer tal defecto o tal vicio».36

      Es curioso que la palabra griega metanoia, que traducimos como ‘conversión’, tenga menos que ver con los sentimientos y con los actos de voluntad que con el intelecto. Metanoia quiere decir textualmente ‘cambio de mentalidad’. O sea, que el epicentro de la conversión está en la inteligencia, aunque su onda expansiva toque también la voluntad y llegue por supuesto a los estratos más hondos de la afectividad. Dice san Pablo: «Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Ro 12:2).

      La conversión comienza, pues, con un fogonazo intelectual que hace entender hasta qué punto uno está dividido y separado y, por lo tanto, mortalmente enfermo. Es un cambio radical de orientación: no es verme imperfecto, con unos fallitos por aquí y unos defectillos por allá, nada que una manita de pintura no pueda arreglar… Es tocar fondo en el conocimiento de la propia realidad, darme cuenta de que lo más nuclear, lo más propio, lo más esencial de mi persona —el encuentro, el amor, la llamada a la comunión— no puede cumplirse y no se cumplirá. Con esa luz se vislumbra a la vez, claro está, una buena noticia, una salida, una mano tendida: la de Jesucristo, aquel que me ama como soy y en quien el deseo que me constituye puede cumplirse. Convertirse, por eso, no es esforzarse por ser mejor, ni pedirle a Dios una ayudita o un empujoncito para ser una mejor persona. Es abandonarse a Él, dejarse abrazar y amar por Él, dejarle a Él los mandos y el control.

      Otros pasajes del libro de Clément completan el cuadro:

      La conciencia de estar dividido y de tener sed de no estarlo es indispensable al quebranto del yo superficial, al estallido del corazón de piedra. Sin este quebranto, Cristo no podría resucitar en mí. Por eso, los monjes dicen que el arrepentimiento es la «memoria de la muerte», en el sentido muy fuerte de una conciencia existencial de nuestro estado de división.

      «Reducir el arrepentimiento a la conciencia de una culpabilidad individual estaría a un paso de ser vanidad», decía san Juan Clímaco. Hacer del pecado una simple culpabilidad individual sería además prescindir de Dios, ya que bastaría para tranquilizarse con cumplir la Ley. Pero, como observa Pablo, la Ley «no puede producir la vida» (Gal 3:21). Para el que toma conciencia de su muerte cotidiana, es decir, del asesinato cotidiano del amor, solo la victoria de Cristo sobre el infierno y la vida puede producir la vida.

      El hombre que ha atravesado el diluvio de la gran conversión y que ha presentido las «revelaciones de la muerte» —dice Olivier Clément— está lleno en adelante de una dolorosa alegría. Está penetrado de una ternura que lo capacita para acoger al otro no ya como un enemigo, sino como un hermano —el genuino amor al enemigo—, de acogerlo sin juzgarlo y quizá de encontrar las palabras que lo despertarán a su vez. Las palabras que salen de un corazón curado de la envidia mimética rivalizante dan el ser al otro.

      El objetivo de todo acompañamiento bíblico es la conversión. Se trata de liberar al hombre de la idolatría, del politeísmo, desde el que todos los elegidos parten, y abrazar el proyecto de Dios. El medio consiste en aceptar la llamada a la conversión, a cambiar de vida. Carmen Hernández37 tenía una batalla permanente a favor de poner el sacramento de la penitencia en el lugar adecuado, rescatarlo de las deformaciones que la historia de los pelagianismos y moralismos, y sus contrarios irenistas, han hecho de él. Para ella, la clave teológica por excelencia era hablar de la conversión. Es por esto por lo que no perdía oportunidad de insistir en lo que, para ella, era fundamental: la conversión es un acontecimiento de gracia, una nueva creación. Su fórmula ritual no se trata de un teatrillo, ni de un rebajar la importancia del pecado, ni de un cargar las tintas en un protestantismo velado. Reclama que la confesión solo es para aquel que tiene una llamada en lo profundo de su ser a la libertad, que quiere salir de la muerte. No es una pátina de barniz sensible, ni un desahogo expiatorio cuyo pago es flagelarse verbalmente frente a otra persona, ni un castigo moral impuesto por la Iglesia, sino que es una llamada a ser, a convertirse en una nueva creación. Es un hecho constatado también por el santo padre Francisco cuando insiste en la necesidad de superar dos herejías permanentes y omnímodas que sellan la historia de la Iglesia. El pelagianismo y el gnosticismo son los dos mayores enemigos de la santidad.38 Uno porque deposita en el hombre a solas la fuerza para salvarse y ser feliz cumpliendo la Ley, y el otro porque cree que basta solo el conocimiento y disocia o fragmenta al hombre en un dualismo irreconciliable: por un lado, la mente, que puede y quiere, y, por otro, el cuerpo, que se resiste y arrastra.

      David pide ser hecho un hombre de nuevo; que es muy distinto de la misericordia en el sentido que solemos darle. Por eso el permisivismo de los pecados, la tendencia a no darles importancia es un error. El pecado es muy importante para el cristiano, si no, negamos el sentido de la Cruz de Jesucristo; nos ha encerrado a todos en el pecado para tener con todos misericordia, recrearnos. Tan maravillosamente hizo la creación y más maravillosamente aun la ha recreado en su Hijo para que el hombre experimente la resurrección y la Vida Eterna, aquí en el Amor y la comunión.39

      Tras un breve desarrollo doctrinal, irrumpe la gran intuición de Carmen. En el fondo, se trata de cambiar de órbita. De girar en torno a uno mismo mirándose en el espejo narcisista de la pureza o de la intachabilidad para pasar a poner el centro, en un giro copernicano, en la resurrección de Cristo. Se trata de entrar en el sepulcro, en la verdad de la muerte que causa el pecado, para salir con Él resucitados: «La Conversión es entrar en la órbita de la Resurrección del Señor, entrar en la vida de la Resurrección, poder participar de algo grandioso como es vivir y vivir eternamente».40

      El problema es que hemos hecho un uso perverso del

Скачать книгу