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siegan, ni recogen en graneros, y [sin embargo], vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas?». «Vosotros, pues, no busquéis qué habéis de comer, ni qué habéis de beber, y no estéis preocupados. Porque los pueblos del mundo buscan ansiosamente todas estas cosas; pero vuestro Padre sabe que necesitáis estas cosas. Mas buscad su reino, y estas cosas os serán añadidas» (Lc 12:29-31). «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?» (Mt 7:11). «Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más [vuestro] Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11:13).

      Pero, sin duda, el clímax de la paternidad lo constituye la oración que Cristo nos enseñó para dirigirnos al Padre: «Vosotros, pues, orad de esta manera: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”» (Mt 6:9), y sobre la que descansan las cartas paulinas reafirmando este descubrimiento. «Y yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor 6:18). La más exhaustiva de estas alocuciones de la paternidad de Dios es: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Ro 8:14-17). Gálatas enfatiza aquello que es atributivo del hijo adoptivo, la herencia y la posibilidad de llamarlo abbá: «A fin de que redimiera a los que estaban bajo [la] Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre! Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios» (4:5-7).

      El acompañamiento por parte de Dios al hombre como hijo amado e instruido queda bien sellado en estos pasajes, pero sin duda es la parábola del hijo pródigo en la que esta expresión llega a su éxtasis. La paternidad del padre es paciente, entregada a la libertad del hijo. El padre sabe que no sirve de nada la Ley, que la Ley no salva a nadie si se la toma como un principio fundante de una conducta. No se trata de realizarse en su cumplimiento, ni de perfeccionarse. Lo que Granados llama ley de la imagen es que el hombre está llamado a ser como otro, y eso requiere un aprendizaje.

      ¿Se trata de obrar de acuerdo con mis perfecciones propias? No. La Ley de la imagen dice otra cosa muy distinta. No habla de autorrealización. Habla de algo más grande. Algo que excede a mis perfecciones individuales. Soy imagen de alguien más grande que yo. Por eso mi destino es más grande que yo, Por eso la ley de la imagen me exige plasmar en mí el proyecto de Otro. Sé como otro.23

      El modelo para el hijo que ha de ser acompañado es el padre. Lo primero es que concede al hijo libertad para experimentar sin moralina. El hijo le pide que le dé su ousía, su «esencia». Sabe que, si no experimenta que lo que hay fuera no es satisfactorio, siempre estará frustrado y pensando que se pierde algo fuera de la casa del padre. Se trata de experimentar que la casa del padre es el mejor lugar para vivir. El hermano mayor está en esta situación de insatisfacción permanente. Cumple la ley, que cree que es el del padre, pero es la que él se impone a sí mismo. El verdadero acompañante ha de experimentar muchas veces el dolor de no poder evitar el sufrimiento del acompañado. En el caso de los hijos es un hecho incontrovertible: salirse con la suya es una condición del ser, se tienen que afirmar a sí mismos. Una paternidad proteccionista hubiera insistido en que la experiencia sería negativa y frustrante. ¿Para qué empeñarse en ella? El padre sabe que solo le aportará sufrimiento, pero también que, para saber esto, hace falta hacer esa experiencia arriesgada de libertad. No vale la experiencia del otro. Una paternidad autoritaria hubiera obligado al hijo a quedarse y no malgastar su ousía; no hay tiempo que perder en experiencias de vías muertas. La verdadera paternidad, sin embargo, sabe retirarse, sabe callar y esperar. Cuando vuelva (y eso solo es posible desde la esperanza, porque no hay garantías de que así sea), habrá oportunidad de reparar el entuerto. Pero hay una serie de lecciones más que aprender de este pasaje. ¿Qué compete hacer? La tentación de una paternidad impaciente, de un acompañante directivo, es que saque pronto las conclusiones, que extraiga la moralina de su fracaso. Tantas veces nos anticipamos haciendo la lectura inmediata de las consecuencias que ha tenido, de las lecciones que hay que aprender, que estropeamos el enorme aprendizaje que se obtiene cuando es uno mismo el que saca las conclusiones. Por eso, el padre, en lugar de sermonear, está esperando todos los días desde la colina que el hijo vuelva. Y, cuando lo ve venir, le sale al encuentro. Una serie de gestos escandalosos golpean a las mentes de corte más pedagógico: ahora es el momento. Pero ¿de qué?, ¿de hablar?, ¿de corregir? No. Tres gestos son aleccionadores sin necesidad de palabras: el anillo, el manto y las sandalias. La restitución de las cosas antes de la experiencia como si nada hubiera pasado o, mejor, gracias a lo que ha pasado; todo es nuevo. Ha aprendido que, lejos de la casa del padre, de sus consejos, de su compañía, ha acabado como un goim, comiendo algarrobas con los cerdos, lo más ignominioso para un judío. Ha aprendido que cualquier jornalero de su padre vive mejor que él. ¿Suficiente? Le falta la última lección: el amor del padre es escandaloso, le da el poder sobre su casa (sello y manto) y le otorga de nuevo la posesión de su patrimonio con unas sandalias nuevas para pisar la tierra de su propiedad. Y, por si fuera poco, manda que preparen un banquete para agasajarlo. La paternidad corrige sin malos modos, sin autoritarismos, con misericordia. La lectura de la historia ya la ha hecho el hijo, el padre solo recoge la experiencia apretándole sobre su pecho. Ahora permanecerá en casa agradecido, sin obligación, sin chantajes morales, sin tener que dar la talla. Ha experimentado la gratuidad del amor paterno, puede entrar en su reino con pleno derecho. La paternidad conduce siempre a los sacramentos: el banquete en el Nuevo Testamento es una constante; las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4) acaban con un banquete que unos ángeles preparan para Cristo; las parábolas del reino son todas contextuadas en un banquete; los desposorios acaban con una fiesta en la que el mejor vino es el que se escancia al final. La eucaristía es el modelo de banquete por excelencia. No puede ser otro el destino del acompañamiento. No se abren caminos para no ir a ninguna parte. El destino final de cualquier éxodo que se inicie ha de ser la fiesta. Solo en nuestro tiempo es concebible ponerse en marcha para la muerte, el sinsentido de la existencia nos envuelve. En condiciones normales, el hombre sale de su zona de seguridad solo para mejorar su condición de partida. No se trata tanto de lo que a lo largo de la historia se ha dado en llamar utopías, proyectos mesiánicos, como de aprender a vivir el hoy en una dimensión escatológica, sacramental, como reza el padrenuestro y como trata la celebración eucarística de hacer presente, como memorial, el acontecimiento pascual. La eucaristía actualiza la resurrección de Cristo en nosotros. Este debería ser el objetivo final de todo acompañamiento. En el hombre actual, el recorrido ha de ser mucho más paciente y largo, ya no está protegido por el humus de una cultura cristiana; por eso el acompañamiento es una herramienta fundamental: abriga, invita, mueve a la búsqueda, protege de la intemperie moral y afectiva en la que vivimos y lleva hasta la fiesta por excelencia, la del mejor vino, respetando el camino interior que ha de hacer aquel que no ha recibido todavía el don de la fe o que tiene que asentarlo sobre fundamentos sólidos.

      Los mediadores —enviados, ángeles, profetas— son encargados de traducir el lenguaje de YHWH hasta en sus detalles y en sus consecuencias prácticas más nimias, ayudarnos a hacer la pregunta adecuada, no victimista, no exigente, no soberbia. Humilde: ¿Qué tengo que aprender de este acontecimiento? YHWH no habla grosso modo, sino que profiere palabras concretas, y si esas palabras no encuentran interlocutor, habla en la historia. Y, si su lenguaje parece críptico, para iniciados, solo lo es por la sordera heredada, fingida o contumaz del receptor, que prefiere regirse por su ego a fiarse de una voz extraña.

      En el AT, Dios es quien enseña a su pueblo a través de estos acompañantes, débiles, miedosos como Jonás, quejumbrosos como Jeremías o duros como Ezequiel, pero toda la Escritura muestra que la pedagogía divina se sirve de todo tipo de relaciones y acontecimientos para que Israel escuche de una u otra forma al Dios que le ofrece la mano para salvarlo de sí mismo, su más impertinente y peligroso enemigo.

      4.1.

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