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que les fabrique un ídolo, un gran becerro de oro. Ya están hartos de que a ese Dios no se le pueda representar, ver y tocar para manipular de alguna manera su voluntad. Se fabrican su propio ídolo y le atribuyen todas las maravillas que Dios ha hecho con ellos (cf. Ex 19 y 32). La impaciencia del acompañado es una constante. Busca seguridades, anclajes, para no sentir el vértigo de su inexperiencia, para recorrer caminos siempre transitados y evitar las incertidumbres. Y hacer lo que hacen los demás pueblos o nuestros vecinos. Todos sentimos el vértigo de la incertidumbre si no hacemos lo que hace todo el mundo. La mímesis es constitutivamente humana. Crear, o innovar, es más complicado y arriesgado que copiar o hacer lo de siempre. Abrir sendas nuevas es más difícil que transitar las que ya han sido holladas mil veces. Si todos adoran ídolos, significa que algo tendrán o les darán a ellos que nosotros no tenemos. La envidia mimética es esencial para orientar nuestros pasos y decisiones. Volver a Egipto a hacer lo que hacíamos es más seguro que el riesgo de lo novedoso. No obstante, YHWH sabe que solo desde sus silencios, desde su distanciamiento, el pueblo crece en autonomía, en personalidad. Su objetivo es curtirlos en la confianza en sí mismos, ya que se van a tener que enfrentar a pueblos más poderosos y mejor pertrechados que ellos para el combate. También darles una lección. Aarón sabe que los ídolos ofrecen esa seguridad psicológica de tocar y ver lo numinoso que permite al hombre sentir el control de la historia.

      Las idolatrías se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad una y otra vez en forma de utopías, de líderes, de naciones, de espacios sagrados, de arcadias felices o de edades de oro, todas ellas nostalgias de Egipto o de proyecciones de paraísos imaginarios. A la postre, esos territorios sagrados bajo el control de la voluntad de los hombres resultan ser espejismos o quimeras que los arrastran a unos contra otros, a divisiones irreconciliables, a distopías irreversibles. Aarón sabe que los ídolos se ofrecen como formas de vida nueva, de órdenes sociales seguros, de solución frente a la incertidumbre, pero al final frustran las expectativas que prometen. Israel es un pueblo elegido como paradigma de la historia de las naciones que han de ser atraídas por YHWH, por eso debe aprender de la experiencia. Por esa razón, Aarón les pide las joyas, el oro y la plata de las mujeres, porque los ídolos reclaman todo cuanto de valor posee el hombre. Mediante el ejemplo universal de Israel, YHWH quiere enseñar que lo que prometen los ídolos es falso, es un mero espejismo de felicidad. La vida, la felicidad, consiste en otra cosa distinta al dinero, al trabajo seguro, a la cobertura de las necesidades primarias, a una tierra en propiedad o una nueva nación. Israel tiene que aprender que no solo de pan, de cambiar la historia o de adorar al trabajo de sus manos se puede vivir, sino de tener a Dios mismo por acompañante. Tiene que aprender a esperar con paciencia, a escuchar, a mirar la historia con los ojos de YHWH. El acompañado debe descubrir por él mismo que aquellas cosas en las que está apoyándose para dar sentido a la vida, o para llenarla, son armas de doble filo: por un lado, ofrecen el regusto inmediato; por otro, nos piden toda nuestra dedicación, nuestro ser.

      A veces, el mediador, Moisés, pierde los nervios. Cuando baja y ve la fiesta pagana de la que, en honor a Baal, están disfrutando los israelitas, da rienda suelta a su cólera y destroza el becerro con las Tablas de la Ley. No está justificado perder los nervios con aquel que tienes que acompañar, porque YHWH siempre da una nueva oportunidad. Eso es el acompañamiento verdadero, no dar por cerrado nada; el acompañado solo aprende después de haber tenido la experiencia. Tampoco pasa nada por que salga el pecado del acompañante. Todo puede ser reparado con el perdón. La humillación es fantástica en el camino de la fe.

      En el Sinaí, Dios hace una alianza con ellos y quedan constituidos como su pueblo; reciben la Ley. Luego llegan al otro lado del mar Muerto y ven de lejos la Tierra. Mandan emisarios a explorar; cuando vuelven, traen racimos de uva gigantescos y leche y miel en abundancia. Dicen que la tierra de Canaán es fertilísima, pero que está habitada por siete naciones de hombres gigantescos y fuertes. El pueblo murmura de nuevo y se acobarda por la magnificación de los habitantes de Canaán (cf. Nm 13-14). Dios parece que se cansa y les hace retroceder por el desierto durante cuarenta años, pero es una estrategia para endurecer la debilidad del pueblo y dotarlo de nuevo de confianza en sí mismo y en Él. Los tempos de Dios no son los tempos de los hombres. Las promesas se renovarán en sus hijos, los que sí entrarán en la Tierra Prometida de la mano de un nuevo acompañante: Josué.

      Isaías, al estilo de Moisés, como todos los profetas, se convertirá en altavoz de YHWH recordando a Israel con una paciencia infatigable la voluntad amorosa de YHWH (Is 8:11). Oseas muestra la pedagogía del castigo de YHWH (Os 7:12, 10:10): paciencia infinita ante la infidelidad (Os 2:4-15; Am 4:6-11). Es el pueblo mismo el que tiene que preguntar al profeta por qué obra así. No vale la instrucción asertiva o didáctica que pone toda la carga en lo convincente del discurso o en lo contundente y avasallador que sea: el acompañado tiene que asombrarse de la conducta del acompañante y preguntar, porque, si no, no interioriza el mensaje ni la experiencia que debe extraer por él mismo. Si sucede esa autoconciencia a través del modelo, entonces el pueblo será capaz de aceptar la corrección y la experiencia habrá sido fructífera. Jeremías insiste en lo mismo: «Déjate amonestar, Jerusalén» (Jer 6:8). Obviamente, el éxito no depende de lo que ponga YHWH o el profeta, sino de lo que acepte el Pueblo. Por eso, a veces, no perciben la lección existencial e histórica del profeta y se niegan a dejarse instruir (Jr 2:30, 7:28; Sof 3:2.7). «Se han hecho una frente más dura que la roca» (Jer 5:3). A veces Israel tiene que estrellarse contra la historia, contra los muros que levanta desde su libertad contra sí mismo, pero de esa experiencia aprende: el dolor y la frustración se convierten en corrección, una corrección más dura que un castigo infligido desde fuera. Esa corrección comedida, y no en caliente, con la ira que mata (Jer 10:24, 30:11, 46:28; Sal 6:2, 38, 2), puede ser la fuente de una conversión compungida y sincera: «Tú me has corregido y he recibido la corrección como un toro indómito» (Jr 31:18). Conversión que hace brotar una oración verdadera que consiste en reconocer la impotencia para darse la vida a sí mismo y para retornar a la Alianza desde las propias fuerzas: «Haz que vuelva, y volveré, pues tú eres mi Dios» (Jer 31:18). Entonces se está dispuesto a aceptar de nuevo las condiciones de la corrección divina: «Mis riñones me instruyen de noche» (Sal 16:7), «Dichoso el hombre al que Dios corrige; sé dócil a la lección de Saddai» (Job 5:17).

      En este recorrido vital del pueblo, por los caminos que le traza el acompañante por excelencia y sus mediadores, aparece tempranamente en el Deuteronomio la palabra clave shemá. Lo que trata YHWH de inculcar es la necesidad de escuchar. La gran tarea que acompañante y educador tienen por delante es que el acompañado o discípulo aprenda a escuchar. Porque YHWH quiere el bien del hombre. Sin embargo, el hombre sospecha que eso no es así, porque YHWH no se pliega a la voluntad humana de no querer sufrir. Si YHWH dice en el Génesis que todo está bien hecho, y el hombre piensa que eso no es así, se necesita un intérprete de la historia. El Espíritu tiene esa función: a través de los mediadores, transmite al pueblo la esperanza en el sufrimiento. El Espíritu enseña la paciencia, muestra la bondad de todos los sucesos del mundo y de la historia. Al preñarlo de esperanza, no lo elimina, pero le da sentido, por lo que amortigua su poder destructor y lo convierte en motivo de alegría.

      4. ENSEÑAR A INTERPRETAR EL CÓDIGO DEL LENGUAJE DIVINO. EL DISCERNIMIENTO Y LA PATERNIDAD

      Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu [...]. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar. Solo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida.

      Papa Francisco. Evangelii gaudium, n.º 171.

      Todo en la revelación de un Dios que sale al encuentro del hombre es el intento por parte de Aquel, la mayoría de las veces infructuoso, de ser comprendido. El acompañante necesita escuchar al acompañado, y el acompañado ha de aprender a escuchar a Dios, que habla en la historia. De ahí la centralidad de la escucha en los procesos de acompañamiento. Para poder escuchar, hay que entender los códigos del lenguaje de Dios. La semiótica y la sintaxis son explícitas

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