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Pero hay otra vía que aprender a recorrer:

      No se trata de liberarse de los pecados, de las desviaciones, de los vicios, sino de liberarse de aquello que en sí es un bien. Para ser más preciso: mi voluntad necesita liberarse de los dones que Dios me ha dado, de las cosas buenas que otros me han dado y que ahora yo poseo, pero a las que me aferro en la mordaza de una voluntad posesiva; esa posesión que se alza en el hombre desde el abismo de la insuficiencia de la vida con la que está marcado después del pecado. Después del pecado el hombre no soporta no ser la fuente de la vida, por lo cual no quiere ni siquiera escuchar que la vida le puede venir solamente de la comunión con el Dios santo y fiel.5

      Esa vía es la de aprender a ser. Casi todos somos un mosaico constituido de las experiencias y los aprendizajes de otros, pasados por el tamiz de la subjetividad. Nuestra naturaleza constitutivamente mimética nos permite aprender de otros siempre y de todo lo que observamos, sin distinciones morales acerca de si es bueno o malo lo que aprendemos. El acompañamiento, inspirado en la narración bíblica, trata de ordenar, discernir y asimilar como propias esas experiencias y ponerlas en juego de una manera personal con la mira puesta en el servicio a los otros. Se trata de aprender a ser libre, a salvaguardar cierta autonomía, con la delicadeza de saber que sin el otro-otro nadie es nadie. La falsa autonomía del hombre posmoderno, que se cree solo y que se piensa como el principio y fin de todas las cosas, solo conduce a la frustración, y a veces a la desesperación, cuando la vida nos acorrala contra la Cruz.

      Se podría decir que el acompañamiento está de moda. En el ámbito educativo hay una proliferación sin precedentes de actividades formativas, iniciativas y escritos con el acompañamiento como propuesta central. No digamos nada del ámbito eclesial, donde el santo padre Francisco es el primero en atribuir a este concepto un lugar privilegiado trufando incansablemente sus intervenciones y documentos con llamadas a plantear tanto nuestras relaciones intraeclesiales como nuestra misión de cara al mundo en clave de acompañamiento.6

      Está de moda, pero no es difícil ir más allá de este hecho y aceptar que, además de una moda, es la respuesta a una necesidad antropológica. Acompañar, en efecto, es un verbo que guarda una relación semántica estrecha con la palabra camino, pues acompañar no es otra cosa que ‘caminar junto a otro’.7 Y la del camino —con toda una serie de metáforas o ideas asociadas, tales como peregrino, viaje, aventura…— es una imagen clave para aproximarnos a dos realidades misteriosas sin las que es imposible comprendernos a nosotros mismos: la vida y la fe.

      El hombre es el único ser que viaja. Más aún: antes de emprender en su vida este u otro viaje, su vida es en sí misma el viaje y a él cabe definirlo en consecuencia como Homo viator, un ser que camina. Por supuesto, la fe cristiana siempre ha visto al hombre como un ser que peregrina por este mundo camino de su patria verdadera, pero incluso de tejas abajo es obvio que el hombre está siempre en camino y que solo cuando está en camino es verdaderamente hombre. No somos seres llegados, sino seres en marcha, esencialmente dinámicos, en crecimiento durante toda nuestra vida. Seres llenos de potencialidades maravillosas, de forma que la tarea más importante para cada cual es precisamente actualizarlas recorriendo el camino que nos lleva hasta la estatura humana a la que estamos llamados. El hombre no debe perder nunca la tensión hacia aquello que ya es, pero no todavía en plenitud. Su vida es un puente entre el ya y el todavía no. Mientras hay vida, hay movimiento y camino por recorrer. Detenerse es boicotearse a uno mismo.

      Con el inmenso don de la vida, cada uno de nosotros recibe también, por lo tanto, la llamada a vivirla en plenitud, y responde desde su libertad recorriendo el camino que hay entre el hombre que ya es y el que está llamado a ser. Es una tarea en la que nadie puede ser sustituido, pero en la que todos necesitamos ser acompañados, pues de ninguna manera está garantizado que este viaje vaya a llegar a buen puerto. Para empezar, el rumbo no está trazado inequívocamente en ningún GPS. En la mochila no llevamos una hoja de ruta clara que nos indique la meta y la senda, sino muchos anhelos y muchas preguntas: ¿quién soy yo?, ¿qué espero de la vida y qué espera la vida de mí?, ¿dónde encontrar las fuerzas para amar y para sufrir?, ¿dónde se cumple este anhelo de plenitud que me constituye?, ¿cuál es el sentido de mi vida y de los acontecimientos, si es que tienen alguno?…

      El ser humano es, en suma, persona: un ser libre y en camino que se hace preguntas y busca (Homo quaerens), pero, sobre todo, un ser abierto a los otros que vive del encuentro con los demás, que necesita ser acogido, cuidado, levantado, consolado, iluminado, guiado, educado, amado… Cada uno de nosotros debe la mayor parte de lo que es y tiene a este acompañamiento que otros le han prodigado —padres, maestros, amigos, educadores, catequistas, sacerdotes—, así como muchas de las dificultades que experimentamos se deben a las deficiencias en el acompañamiento que hemos recibido.

      Podría decirse, pues, que, por su condición de Homo viator, el hombre es además un Homo educandum y comitandum, un ser que ha de ser necesariamente educado y acompañado. Y un ser llamado también a la misión de acompañar a otros a través de la paternidad, la educación, la amistad, el trabajo asistencial, el ministerio sacerdotal, etc. Somos seres que caminan y que buscan, y que, en ese camino y esa búsqueda, acompañan y son acompañados. «En lo más íntimo de su ser, el hombre está siempre en camino, en búsqueda de la verdad. La Iglesia participa de este anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino acompañando al hombre que ansía la plenitud de su propio ser».8 Así se expresaba Benedicto XVI en un lugar tan oportuno para recordar estas verdades antropológicas como Santiago de Compostela.

      El acompañamiento no es, ciertamente, una realidad exclusiva del ámbito cristiano ni del ámbito religioso; es una necesidad inherente al hombre, derivada de su ser personal y radicada en su dimensión espiritual. Y esta, la vida espiritual, es una experiencia que pertenece a toda persona, no solo a los creyentes o a los cristianos, «es una dimensión de la experiencia humana en cuanto tal, en la cual se decide y se busca el sentido de la vida».9 Esa vida espiritual, aunque la llamemos a veces vida interior, no es una vida vivida solamente de piel adentro, en el reino de taifas de la propia intimidad. Todo lo contrario: si se vive de forma adecuada, es una experiencia comunitaria y dialógica que reclama el acompañamiento.

      En esta obra, no obstante, ahondaremos en la relevancia que tiene el acompañamiento específicamente para la fe cristiana. En esta reflexión aflorará la imagen del camino, fundamental también para comprender la vivencia de la fe bíblica. No es una imagen anecdótica o pintoresca, sino central y privilegiada. Así lo manifestaba hace algún tiempo el entonces arzobispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio: «¡Qué buena la palabra camino! La experiencia religiosa inicial es la del camino. A Dios se lo encuentra caminando, andando, buscándolo y dejándose buscar por Él».10 Así se constata una y otra vez a lo largo de las Sagradas Escrituras, que con toda justificación podemos considerar la fuente última del acompañamiento.

       PRIMERA PARTE

       Acercamiento teológico al acompañamiento

       1. Los códigos de la Escritura

      1. ¿SE PUEDE HABLAR DE ACOMPAÑAMIENTO EN LA ESCRITURA?

      La Escritura está llena de episodios que tratan de conceptos afines que reclaman el ser compartidos con otras experiencias, conceptos, caminos, mociones, pensamientos:11 corrección, consejo, educación, ayuda, discernimiento, amistad sincera, guía, escucha en silencio, caminar juntos, exponer ante YHWH la causa del sufrimiento, enseñanza… Destacan especialmente aquellos pasajes del Eclesiástico y del Libro de Tobías en los que se identifica el acompañamiento con el consejo del hombre prudente. El Eclesiástico previene de los malos consejeros que buscan su propio interés o están contaminados en su juicio y recomienda acudir «al hombre piadoso». «Del consejero guarda tu alma […]. 12. Si no recurre siempre a un hombre piadoso de quien sabes bien que guarda los mandamientos, cuya alma es según tu alma, y que, si caes, sufrirá contigo. […] 15. Y por encima de todo esto suplica al Altísimo, para que enderece tu camino en la verdad»

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