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entendidos como correlatos de índices subjetivos del cuerpo sujeto.

      En referencia el tercer problema, Ricœur se basó en el doble éxodo conceptual propuesto por G. Marcel al pasar de la búsqueda de “objetividad” a la recuperación de la “existencia”, y de la consideración de la encarnación como “problema” a su valoración como “misterio”.

      Desde este movimiento teórico, Ricœur hizo una segunda crítica al planteo husserliano, denunciando una “inteligibilidad sin misterio” (el primero fue la ausencia de una honda consideración del cuerpo en la psicología fenomenológica). Toda descripción de las estructuras de lo voluntario-involuntario solo triunfa en la distinción, no en la ilación, por lo tanto “fracasa en los confines de una invencible confusión” (VI, 1986: 26).

      El Cogito cartesiano se encuentra encerrado en un círculo estéril sobre sí que lo escinde de las figuras de la alteridad: el mundo/naturaleza, los demás y el propio cuerpo. Resulta entonces un Cogito fracturado internamente entre su conciencia y su cuerpo. Pero es una fractura de entendimiento, dado que existencialmente dicho quiebre solo se consuma en la omnipotencia, siempre estéril, del dominio de dichas alteridades. Por eso fracasa permanentemente en su intento. No es lo mismo el deseo que la decisión; el movimiento que la idea; la necesidad que la voluntad. La objetivación fenomenológica es “objetividad de nociones observadas y dominadas” (VI, 1986: 27), es decir, objetivación de lenguaje. Esto implica una disminución de ser, tanto del lado del objeto (pérdida de presencia) como del sujeto (exilio al infinito del mundo real). “Mi cuerpo no está constituido en el sentido de la objetividad, ni es constituyente en el sentido del sujeto trascendental; escapa a esa pareja de contrarios. Es yo existente” (VI, 1986: 29).

      Por ello, al perder la existencia del mundo, pierde la de su cuerpo, y finalmente, su índice en primera persona. Es menester “que yo participe activamente de mi encarnación con misterio” (VI, 1986: 27. Itálicas del original).

      Por eso puede salvarse el intento al valorar el dualismo de entendimiento como espacio de distinción que permite la comprensión precisa de las estructuras subjetivas de lo voluntario-involuntario. Con ello se responde a las exigencias del pensamiento filosófico: dar claridad (para el sentido de las distinciones) y profundidad a la conciencia (para el sentido de la comunión íntima con la carne). Pero dicho entendimiento deberá sostenerse en relación dialéctica con una acción integradora del sentido global del misterio de una existencia corporal. Se pasa de lo intelectual (con su objetividad conceptual) a lo experiencial (donde el fenómeno permanece intacto aún). La filosofía no deja por esto de buscar esclarecer el fenómeno vital de una conciencia encarnada; pero en tensión viviente reconoce que la vida, manifiesta en la existencia corporal, escapa al dominio absoluto del entendimiento divisor.

      Por ello, tras el momento diagnóstico, esclarecedor, de la mediación eidética y de su confrontación con las ciencias naturales, la unidad del ser humano en sus estructuras prácticas reclama el reencuentro del ‘yo’ con su misterio, requiere que el sujeto coincida con su carne y que —en última instancia— celebre tal comunión. La unidad no debe entenderse sino celebrarse, y ello acontece en la intimidad de su praxis cotidiana, tanto consigo como con los demás y con el mundo. De allí la importancia que la mediación del arte y la narrativa irán adquiriendo para Ricœur en relación al desciframiento del sí como tensión permanente e inconclusa hasta la muerte.

      Pretender una conciencia transparente, total, absolutamente autopuesta, es expulsar(nos) del cuerpo y del mundo. Lo dicho pone a la filosofía ante el ritmo interior del drama: “el acontecimiento de la conciencia es siempre en cierto grado la quiebra de una consonancia íntima” (VI, 1986: 30). Es la conciencia de una vinculación polémica con el cuerpo que vivo, sufro y gobierno. Por lo tanto, pasamos de un dualismo de entendimiento a un dualismo de existencia. La realidad del cuerpo y de las cosas va siempre más allá que la voluntad y mucho más allá que la conciencia. Se rompe el pacto original entre naturaleza (con su lógica del equilibrio), cuerpo (con su lógica del movimiento) y conciencia (con su lógica del entendimiento), dando a luz la vinculación dramática entre necesidad, esperanza y libertad. Por eso puede afirmarse que el yo participa íntima y reconciliadamente de la acogida y el diálogo con sus propias condiciones de enraizamiento, más allá de lo que alcance a comprender por su razón. Restaurar una conciencia lúcida del pacto original que la confunde con su cuerpo y su mundo, es el objetivo final de este estudio ricœuriano.

      Ahora bien, pensar las estructuras de lo voluntario-involuntario encierra una dimensión tanto de ruptura como de vinculación, de naturaleza (lo involuntario) como de libertad (lo voluntario), sin que exista una lógica lineal que haga proceder una por delante de la otra. Con ello se habilita una necesaria reflexión sobre dicha condición ambivalente, fluctuante y tremendamente compleja: la paradoja, como característica epistémica y matricial de un Cogito que desea pensar su existencia desde el misterio de su encarnación.

      La paradoja es una forma de pensamiento que la racionalidad científica despreció como forma sólida y objetivamente inteligible de concebir la realidad. Sin embargo, para nuestro autor significó no solo una constatación metaempírica sino una condición de posibilidad de una reflexión filosófica pertinente a una visión integral de la persona humana.

      Aceptar la paradoja en el nivel de la subjetividad es equivalente a aceptar el dualismo en el nivel de la objetividad. Ambos son ineludibles y solo se consuman por la comunión o la separación final de la muerte. De hecho, la paradoja puede resultar una trampa destructiva que anula la libertad y deja perpleja a la conciencia si no se la asume desde la ya anunciada convicción de la vivencia secreta y cotidiana de la reconciliación del ser en sus vínculos vitales.

      Ya el mismo Husserl lo había anticipado en su Krisis: aun los científicos dan por supuesto el mundo de la vida cuando lo investigan. Vivimos la conciliación cuerpo-mente sin pensarlo. Damos por supuesta nuestra capacidad motriz cuando inconscientemente movilizamos una larga serie de músculos para recoger unos papeles. Esos vínculos son los que nutren la paradoja existencial y el ‘desde dónde’ se aborda toda articulación entre libertad y naturaleza. Para esta intuición Ricœur recibió inspiración de los trabajos ya mencionados de K. Jaspers y G. Marcel, sistematizados en su ya citada obra Philosophie du mystère et Philosophie du paradoxe (1947).

      La conciencia se encuentra “quebrada” por la mediación del lenguaje entre el misterio del sí y el misterio del mundo. Esa es nuestra pobreza más radical, y al mismo tiempo nuestra posibilidad trascendental más prometedora. Esta conciencia nunca podrá ser transparente pues ello significaría expulsarnos del cuerpo y del mundo. De allí que la voluntad, que resulta tan sencilla de vivenciar, resulte “no-luntad” (nolonté) para la conciencia que pretende desentrañarla. Ante ella, el Cogito solo podrá consentir, como veremos más adelante.

      Es decir, lo paradojal es el punto de partida de la reflexión del Cogito que aspira a consumarlo en un utópico sujeto total, en un tiempo por-venir donde se apacigua toda esperanza y se anula toda ambigüedad. Mientras tanto, en el aquí y ahora, debemos partir de lo que el filósofo llama “ontología paradojal”, en el lenguaje quebrado de la subjetividad con que se describen sus estructuras básicas de lo voluntario-involuntario. La ontología reconciliada será la utopía de un orden consumado, donde no es menester ninguna mediación descriptiva.

      Lo que Ricœur reclama es reconocer que el cuerpo propio es el cuerpo de alguien, el cuerpo de un ser humano, ‘mi cuerpo’, ‘tu cuerpo’.

      La subjetividad es por tanto “interna” y “externa”. Es la función sujeto de los actos de alguien. Por la comunicación con otro, tengo otra relación con el cuerpo, una relación que ni está envuelta en la apercepción de mi propio cuerpo, ni inserta en un conocimiento empírico del mundo. Descubro el cuerpo en segunda persona, el cuerpo como motivo, órgano y naturaleza de otra persona (...) entonces, reconocerme a mi mismo es anticipar mi expresión para un tú. Por otra parte, el conocimiento de mi mismo es siempre en cierto grado una guía en el desciframiento del otro (VI, 1986: 23).

      Vemos entonces que

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