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Que es, justamente, lo que señalamos en referencia al abordaje del cuerpo en el pensamiento de la Modernidad. Si bien no hay unanimidad que pueda aducirse como la visión propiamente ‘moderna’ del cuerpo y la naturaleza, es ampliamente admitido en el mundo de las ciencias sociales que la idea de “cuerpo máquina” y “naturaleza como recurso” es el eje de las concepciones eurohegemónicas denominadas “modernas”. Controlar el cuerpo, domesticarlo, incluso poseerlo y manipularlo a gusto de una conciencia que no siente ‘ser’ un cuerpo sino ‘tener’ un cuerpo a la manera de un instrumento, es el nudo gordiano de la filosofía del cuerpo en la Modernidad clásica. De la misma manera, “torturar” a la naturaleza —al decir de Bacon— hasta extraerle sus secretos y pretender desarrollarnos infinitamente sin arreglo a la finitud de la existencia material de las cosas, parece ser la cuestión central a resolver en la idea de naturaleza presente en nuestros modelos de desarrollo, producción y consumo. De allí todos los problemas de manipulación del medio ambiente, escisión de mente y cuerpo, desatención a las necesidades, explotación irracional de recursos tanto corporales como ambientales. Una profunda desmesura del sí con sí mismo y con su medio. Esta hybris resulta tremendamente peligrosa no solo para quienes la ostentan como su ambición personal, sino para todo el eco-socio-sistema, pues los efectos del abuso a cuerpo y naturaleza desatan consecuencias expansivas más allá de las intenciones de sus efectores, hacia sectores, especies y ámbitos vulnerables a los cambios ambientales por los lazos de complejidad en que se configura su existencia. Entonces, las víctimas de la desmesura no siempre son quienes la desatan. Y eso es lo que nos lleva a tener que tomar una posición bioética que esté a la altura de las circunstancias.

      Ahora bien, de la misma manera que para Ricœur la paradoja es siempre una invitación a tomar posición, es además un estímulo para reconocer el valor de la tensión a partir de observar el proceso desde un punto de vista o referencia externa al sistema en cuestión. Por las paradojas de la existencia, cada sujeto se determina hacia una forma concreta de resolver su vida. Sabemos que no desarrollamos todo el potencial disponible en nosotros, pero aún así celebramos eso que nos ha constituido con una identidad histórica determinada. Es decir, incluimos nuestra falibilidad y superamos nuestras faltas sólo por comprenderlas desde la paradoja existencial de nuestra tensión histórica con una utopía que nos invita a trascender.

      Para volver al ejemplo al que antes aludimos, el cambio en el patrón de producción y consumo del sistema capitalista, siempre basado en los deseos exacerbados y no en las necesidades reales, implica cambios de modelo en muchos aspectos: tecnológicos, agropecuarios, económicos, educativos, médicos, etc. Pero ninguno de ellos se realizará con éxito sin imbricarse con los otros aspectos. Una agricultura menos violenta y más ecosustentable debe ir de la mano de una economía que no se oriente por el deseo de un desarrollo infinito del capital financiero. Un sistema alimenticio más saludable debe estar unido a una medicina más preventiva e integral, etc. Pero ninguno de tales cambios puede pensarse como la panacea de la realización humana y el modelo definitivo de justicia o de paradigma ético. Ni podrá ser alcanzado sin atención a procesos paulatinos de eficacia que no usen mecanismos tan violentos y dogmáticos como los que se quieren combatir. La última palabra no puede ni debe pretenderse desde ningún estrado, por crítico que éste se considere. De allí la importancia que le damos al hecho de partir de la paradoja para una reflexión bioética que sepa cumplir con la misión de tender puentes sin destruir los mismos una vez cruzados. Se trata de caminos a recorrer permanentemente en los dos sentidos, de unir dos orillas y no de alejarlas.

      Por eso Ricœur planteó la paradoja como reconocimiento inicial, diagnóstico, peticionante de una definición temporal y de una conciliación parcial al final de cada etapa. La conciliación final solo adviene con la muerte del sujeto, más aun, tras la muerte, cuando ya no hay más paradojas por resolver. Quedarse en la paradoja es no avanzar. Abolirlas es clausurar la fuente que origina la tensión de búsqueda. Pero es menester —y aquí aparece el nuevo valor de la epistemología ricœuriana— introducir el elemento de una referencia externa, de una alteridad en cuestión que posibilitará explicar la paradoja desde un sistema mayor o distinto del propio. En el caso de Ricœur, para la existencia humana las figuras de la alteridad incluyeron tres configuraciones particulares que invitan al Cogito a una reflexión abierta a lo indómito: el cuerpo propio o carne, la conciencia y los otros. Que también son figuras de la trascendencia e implican un desgarro en la homogeneidad de un sujeto cerrado y explicado por sí mismo.

      He aquí el signo paradojal de la existencia humana que adjetiva la antropología ricœuriana. Hay una suerte de “desgarramiento” (brisure), concepto que nuestro autor toma del ámbito médico, que historiza toda pretensión de adecuación directa de cualquier interés humano a nuestras condiciones de posibilidad. El sujeto queda como “embarrado” en su tiempo, confundido entre las figuras de su alteridad, arrojado directamente en medio de las tensiones propias de una conciencia quebrada entre sus deseos libertarios y su naturaleza carnal. De allí la paradoja de la trascendencia entendida como una invitación originaria y gratuita, y al mismo tiempo, como una respuesta hacia “nuestra integridad recobrada”. Es que “la cautividad y la redención de la libertad son el único y mismo drama” (VI, 1986: 42).

      Precisamente porque la autoposición de sí, es decir, la radicalización de la autonomía, es una realidad engañosa (es la falta per se), hacer abstracción de ella —así como de la trascendencia que salva por reintegrar— reclama ser recuperada en una nueva doctrina de la subjetividad que Ricœur considera asentada sobre una ontología cuyo fin será la liberación del sujeto. Dicha ontología no apelaría a una eidética sino a una poética del yo que exorcice el desorden de la creación alterado por la falta y recupere la motivación para la acción. Tanto en la praxis como en el arte el sujeto se vivencia a sí mismo unitivamente. En cambio, en la objetividad del conocimiento científico y la descripción empírica el sujeto se vivencia dualmente.

      Por eso, desde nuestro interés particular por las repercusiones bioéticas, sentimos el reclamo por una tematización de la idea de persona, aspecto que abordaremos más adelante como posible muerte a la ilusión de autoposición y resurrección al “don de ser” (VI, 1986: 43), esto es, a la gratuidad de existir creaturalmente. En definitiva, reconocemos aquí la necesidad de una bioética que no sea simplemente techné, ni mera aplicación deontológica de acuerdos formales, sino el consenso de fines mínimos, pero celebrados y actuados colectivamente, en el reconocimiento fundamental de nuestra existencia quebrada y paradojalmente tentada de hybris al mismo tiempo que de trascendencia y comunión.

      Ricœur afirma con perspicacia que la relación entre trascendencia y libertad es igualmente paradojal, como lo es la relación entre libertad y naturaleza. Ello significa que para afirmar un polo es necesario afirmar o reconocer al otro simultáneamente. A su vez, representa la clausura definitiva de toda pretensión de síntesis final intrahistórica, y la reivindicación de la necesaria tensión de búsqueda como motor de la historia del sujeto. En esta reivindicación de la mutualidad se denuncia cualquier falsa armonía conceptual que sacrifique uno de los polos en pos de la supremacía del otro. Ricœur espera así mostrar la “fecundidad de una ‘analogía de la paradoja’ para renovar los viejos debates sobre la libertad y la gracia”. Este es, según el filósofo francés, “el único medio de plantear correctamente el problema y de hacer presentir que servidumbre y exención son cosas que le acontecen a una libertad” (VI, 1986: 46).

      En ese escenario paradojal el yo debe decidir su historia y actualizar las potencias de su capacidad de acción en el ejercicio del diálogo entre naturaleza y libertad, bajo el arbitraje poco imparcial del cuerpo propio, tan hambriento de utopía como de paciencia debido a su “inquebrantable condición carnal” (VI, 1986: 47). Esto es lo que hizo a Ricœur reconocer al cuerpo como si estuviese empapado, contaminado o “enfermo” de trascendencia.

      Pero al mismo tiempo, la condición carnal es invitación a una paciencia histórica que también de manera paradójica nos deposita en la tensión de aventurarnos a la acción como ejercicio de poder que promete superar toda falta de completud e inadecuación humana a nuestro entorno (empírica del sí, como ser deseante, sufriente y actuante), y al mismo tiempo dejarnos atrapar o abandonarnos pasivamente a una vocación de trascendencia que nos declara a priori inocentes y agraciadamente íntegros, invitándonos a descansar,

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