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lo sostiene. Esta propuesta supera una relación cognitiva reducida meramente a la cuestión sujeto-objeto.

      Comprender el lugar de una persona o comunidad, su identidad, su sentido, significa nutrirse de sus relaciones con el ambiente e igualmente de sus relaciones históricas, culturales, motivacionales. Por ello se percibió en solidaridad con el último Husserl, el de Krisis, donde criticaba la pretensión objetivista, tanto de las ciencias naturales como de unas pretendidas ciencias sociales que fuesen en el mismo camino de aquellas.

      El mundo de la vida peticiona por el reconocimiento complejo de un doble campo de intencionalidades: el que proviene del sujeto y el que proviene del mundo. Esta situación paradojal no puede ocultarse tras una falsa armonía conceptual. Hay una ruptura epistemológica que se obra en el seno del yo cerrado sobre sí mismo; y esa ruptura se realiza, como veremos más adelante, por vía del cuerpo. El mismo texto de su tesis doctoral lo declara al pretender que la fecundidad de una “analogía de la paradoja” renueve los debates entre la libertad humana y los determinismos (VI, 1986: 46), porque

      Es posible restaurar el sentido de la libertad comprendida como diálogo con la naturaleza; esta abstracción resultaba necesaria para comprender, en la medida de lo posible, la paradoja y el misterio de una libertad encarnada (VI, 1986: 47).

      Tal libertad encarnada es la que se representa en el símbolo. El símbolo, como expresión de la vida, es paradojal. Con una particularidad: el símbolo es una estructura donde un sentido indirecto o secundario se figura en un sentido directo o primario que invita a la tarea de interpretarlo con el fin de descifrar su significado oculto del aparente (CI, 1975 a: 16). Lo paradojal, por otra parte, es más amplio que lo simbólico. La realidad es simbólica, ciertamente, pero lo es dado que su base material, su asiento en la naturaleza, es paradojal, es decir, permite e invita a una doble lectura. Y en sus múltiples lecturas, ninguno de los polos de significación queda anulado, ni la naturaleza ni las figuraciones de sentido histórico-cultural. No es preciso descubrir un sentido figurado detrás de uno aparente. En ambos polos hay significados verdaderos, sólidos, primarios: tanto en la naturaleza como en la cultura, y cualquiera es punto de inicio para abrirse a su opuesto.

      Esta es la enorme relevancia filosófica que posee para nosotros una epistemología paradojal, por su valor diagnóstico, fundamental, originante, y a su vez irrecusable para una filosofía que asuma al Cogito en su misterio encarnacional, y al cuerpo en su dimensión de mundo abierto a la conciencia. Lo paradojal no conduce entonces a la perplejidad paralizante, sino que moviliza a la confrontación y al debate que restaura el dinamismo existencial de toda ciencia al servicio de la vida. Lo paradojal restaura el movimiento a nivel epistémico, porque restaura la tensión de búsqueda de una fenomenología abierta a la historia, y con ello restaura la verdad de la existencia en su sentido más hondo. Asimismo, lo paradojal invita al reconocimiento del límite propio de cualquier saber, y por ello a la asunción de la opacidad de todo conocimiento objetivo.

      La naturaleza humana resulta así una suerte de ambivalente cohabitación entre los extremos de una libertad absoluta del Cogito que se autoimpone desde una inocencia mítica y desde la esclavitud total de la naturaleza cósmica que impele a la degradación del sí, y la culpabilidad empírica de su atadura al reino de la necesidad. Aunque resulte difícil y paradojal, valga la redundancia, Ricœur concluyó que es menester “pensar en una suerte de sobreimpresión en la naturaleza fundamental de la libertad y su esclavitud” (VI, 1986: 39).

      No plantea con ello que el mito de la inocencia y la libertad perdidas carezca de sentido. Muy por el contrario, ese mito ofrece la experiencia del horizonte fantástico-esperanzador que insta al coraje de la reconciliación posible, pero dentro del misterio corporal de nuestro ser-en-el-mundo. Por eso los mitos de la inocencia están “paradojalmente ligados a los mitos escatológicos” (VI, 1986: 42), e impelen a la vivencia dramática del presente controversial del cuerpo, en el sentido del “combate amoroso” ya aludido de K. Jaspers (MJ, 1947: 201).

      Esta expresión paradojal (combate-amoroso) representa uno de los aspectos clásicos de la filosofía ricœuriana: su asunción de la conflictividad radical de la existencia. El conflicto no es solo de las interpretaciones sino, más hondo aun, de la propia vivencia del misterio. Pero la conflictividad de abordajes debe ser asumida con amabilidad, so pena de que la tensión devenga intolerable y conduzca a una ruptura. Si no se asume armoniosamente el conflicto de la existencia, se sucumbe en la ruptura del sí porque se anulan las condiciones de realización, que —como ya señalamos— son paradojales.

      Todo proyecto de vida se decide no solo por la voluntad que es modo del pensamiento (entendida desde su lado menos reflexivo como orientación hacia lo otro), sino en la voluntad que es fuerza corporal de incidencia para la ejecución del proyecto. Si este nivel de factibilidad queda ausente, un sujeto idealizado se ahogaría en el mero deseo de manipular sus condiciones de ejecución (VI, 1986: 51-54). Ante ello, o se ejerce efectivamente la violencia fáctica y epistémica imponiendo al mundo los intereses propios como único sentido de su ser, o se abre una brecha infranqueable de incomunicabilidad entre el sujeto y el mundo, incapaz de toda creatividad y mutualidad.

      La opción violenta es la que podríamos caricaturizar, en una generalización meramente ilustrativa, con el mundo pragmático del neoliberalismo salvaje; mientras que la segunda estaría representada por la alternativa minoritaria de espiritualismos gnósticos o extremismos ecologistas. La opción de Ricœur se centró en la restitución de una epistemología dinámica, donde la eidética provea la elucidación de los significados para descubrir el sentido, en procura de un proyecto de realización humana, sin ocultar la realidad bajo grandes abstracciones esencialistas que distraigan del camino hacia la libertad.

      Digamos finalmente que en la propia experiencia, aceptar y partir de lo paradojal de la existencia es ocasión para dialogar con perspectivas opuestas a las propias, pudiendo enriquecer notablemente nuestra conciencia y aun madurar la propia percepción desde instancias críticas (alternativas). Las polaridades pueden dialogar así en tensión dialéctica y militancia edificante en tono pacífico. Este es el secreto que sostuvo a nuestro autor epistémica y metodológicamente abierto al diálogo con un amplio espectro de temas y disciplinas, sin por ello perder el hilo conductor de su pensamiento. Por eso puede constatarse en su obra que junto a su preocupación por el diálogo entre cristianismo y socialismo, hubo también una clara opción por la no-violencia como criterio de validación metodológica.

      Notamos en Ricœur un optimismo antropológico moderado, en la conciencia de que la marca irreversible de la falibilidad no permite abrazar una confianza inocente en el triunfo de la ética o del acuerdo lingüístico sin la mediación de la política, y en ésta, de la economía y la pedagogía social. Ricœur advirtió que no procuraba una eidética virginal de estados ontológicos, eidética de la inocencia, la cual hubiera supuesto la situación mítica de un ‘paraíso perdido’. Lo que buscaba era una eidética de las estructuras posibilitantes de la naturaleza humana tanto en dirección de la inevitable posibilidad del error, el fracaso o la caída, como de la reconciliación y la inocencia. En medio de los extremos de culpabilidad e inocencia se encuentra nuestra naturaleza. Una breve forma de comprender su planteo es este esquema:

      Culpabilidad ‹—› Estructuras de la Naturaleza Humana ‹—› Inocencia

      La idea de una cierta reconciliación original en el ser humano, cuya pérdida provocó el anhelo de su recuperación, invita a abrirle la puerta a una reflexión que tematice los pormenores de este devenir histórico. Ese fue el tema en relación a la faute y la trascendance, dimensiones que si bien pertenecen de manera visceral al conflicto de la subjetividad real, para Ricœur ya suponían el ámbito de la conciencia y la voluntad, dado que incluso en casos en los que las pasiones toman las riendas de las decisiones, llegan a confundirse como figuras de la voluntad: “la pasión encuentra su tentación y su órgano en lo involuntario, pero el vértigo procede del alma. En ese preciso sentido las pasiones son la voluntad misma” (VI, 1986: 33).

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