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contextualmente situados en una cultura con costumbres y reglas. La obligación, en sentido kantiano, reclama una doble vertiente: hacia una ética fundamental (ética teleológica, de los deseos fundamentales y las raíces) y un abanico de éticas regionales (referidas a lo prudencial y contextual, o éticas aplicadas).

      El esquema anterior se modifica entonces por este segundo planteo:

      La bioética que ya se encontraba en el ámbito de las éticas aplicadas, pasa entonces al ámbito de las éticas regionales, ética de segunda instancia, en tanto discernimiento de acciones prudenciales a partir de normas que le anteceden, y en paralelo con la confrontación de las raíces que nutren a cada sujeto participante en el debate bioético.

      Desde esta perspectiva, la bioética derivada de la filosofía Ricœuriana no puede sino ser una bioética hermenéutica, como propone llamarla T. Domingo Moratalla (2007: 287), puesto que para desanudar sus conflictos debe apelarse a una cuestión de normas de interpretación, juicios reflexivos sobre acuerdos intersubjetivos, formales y lingüísticos. Restringiendo el estudio a los propios ejemplos de Ricœur en el Estudio Noveno de SA en torno al comienzo y final de la vida, esta bioética debería ser esencialmente una ética médica. Por ello el pensador francés señaló tres niveles en su ejercicio:

      a) el prudencial (del juicio situacional entre un paciente y un médico);

      b) el deontológico (de todo o cualquier paciente con respecto de cualquier médico o todos los médicos);

      c) el reflexivo (de legitimación y fundamentación de los saberes prudenciales ejercidos y depurados en los dos niveles primeros).

      T. Domingo Moratalla finaliza colocando en el corazón de esta bioética, confundida con la ética médica, el proyecto terapéutico entendido como “pacto de cuidados”.

      Se puede destacar como mérito del comentador español el de una certera aplicación del legado hermenéutico ricœuriano, con firme respaldo en las propias reflexiones que nuestro autor hiciera en vida, planteando una muy incipiente bioética centrada en la aplicación de principios hermenéuticos al discernimiento contextual, o regional.

      Sin embargo, para nosotros se evidencia que falta considerar los fundamentos ontológicos que ofrece Ricœur en SA (que nunca confunde con la problemática epistemológica), desde los cuales la bioética podría tener raíces de una índole distinta que la de la sabiduría práctica. Porque desde esta perspectiva, la cuestión bioética se dirime esencialmente entre especialistas o dialogantes en el conflicto ‘médico’, donde el ‘otro’ —en el mejor de los casos— es ‘paciente’.

      En nuestra perspectiva, la posición de T. Domingo Moratalla puede ser complementada precisamente mediante una indagación radical de los fundamentos fenomenológicos de Ricœur. Desde ellos puede ampliarse la intuición hacia una bioética que no necesariamente se sitúe en la perspectiva de la ética aplicada y regional sino en la misma esfera de la ética fundamental.

      La capacidad metacrítica de los involucrados, no solo la de los partícipes autónomos y lúcidos en el debate suscitado por los conflictos morales, sino también la de aquellos participantes anónimos, involuntarios y masificados, debe considerarse desde otra perspectiva. Es necesaria la palabra protagónica de sectores que, aun sin la formación profesional o académica deseada, son quienes ‘ponen el cuerpo’ a las teorías médicas, alimenticias, comunicacionales, etc., de este modelo de desarrollo. ¿Hay en el cuerpo del otro, sobre todo en la corporalidad sufriente como la de aquellos cuya carne no se amolda a los patrones estéticos referidos al comienzo de este trabajo, alguna autoridad comparable a la de una teoría científica o una mediación tecnológica de avanzada? Más aun ¿la carne del cosmos, la naturaleza, y esa extraña forma autoregulativa y autoreproductiva que llamamos ‘vida’, poseen algún valor epistémico capaz de sentar lineamientos prácticos a la tecnociencia, y criterios éticos para la economía y la sociopolítica?

      Según Ricœur, la ética es el arte de “tender a la ‘vida buena’, con y para el otro, en instituciones justas” (SA, 1996: 176-212). Esto significa que la ley y toda norma se encuentran siempre por debajo del nivel ético. La ley pertenece al nivel de la moral. Podríamos decir que la ley es el piso sobre el cual la ética edifica un entorno cada vez más inclusivo, amplio y global, para esa vida buena a la que aspira toda la Humanidad.

      Precisamente por ello es menester decir que todas las normativas bioéticas devenidas de los procesos formales de consenso en la materia, no podrán agotar jamás ni el discernimiento ni el horizonte de vida buena apetecible para ningún sentido del deber genuino y profundo. En tanto reflexión y dinamismo transdisciplinario de atención al cuidado de la vida, la bioética no solo se debe limitar a convenir un justo medio que deje conformes a la mayoría, sino ir más allá de esa limitada aunque valiosa perspectiva, para procurar adelantarse pedagógicamente a la gestación de una nueva sensibilidad en relación a nuestra comunión vital entre nosotros y con todos los seres vivos.

      Tales alcances implican que los esquemas legales de acuerdos no pueden ser los únicos medios para contener los objetivos de la bioética. Igualmente implica que los especialistas en derecho no pretendan hegemonizar los discernimientos en la materia sino sostener, a partir de los mínimos imprescindibles, las búsquedas de superación y ampliación de los márgenes de vida buena posibles para las mayorías involucradas. Para ello, el nivel de debate bioético necesita reconocer diversos ámbitos de acción: uno es el ámbito médico, otro el legal (muy cercano al político, por cierto), otro el pastoral (para el caso de bioéticas confesionales) y otro el pedagógico.

      No es lo mismo contener la preocupación de la persona que ha sido violada y pretende realizarse un aborto, que debatir una ley sobre el derecho o no a abortar en determinadas circunstancias acotadas, o pensar una estructura educativa que prepare para una vida sexual responsable, libre y respetuosa. Pero ninguna de estas situaciones agota lo que podría denominarse ‘núcleo central’ del discernimiento bioético. Todas ellas comparten algún aspecto de este ámbito tan amplio como complejo.

      Es preciso entonces reconocer límites y recuperar el diálogo. Aunque actualmente, sin embargo, médicos y abogados son los profesionales que mayor presencia aportan a los centros y comités bioéticos. Solo muy lentamente, los cientistas sociales, filósofos, teólogos y hasta miembros legos, van tomando posición.

      A ello se agrega que los marcos conceptuales corresponden a las clásicas concepciones de cuerpo y naturaleza de la Modernidad: un cuerpo que debe funcionar como un reloj y una naturaleza que es considerada como mero recurso a ser explotado. A manera de justificación de este juicio, valgan las profundas críticas de M. Henry a la perspectiva biológica moderna: “los biólogos, para estudiar la vida, necesitan controlarla, dividirla, simplificarla, matarla” (Henry, 2007: 27-29).

      Puede decirse que existe una hegemonía disputada entre las dos perspectivas citadas (médica y legal) y la clave teológica, que en muchos casos proviene de corrientes fuertemente metafísicas, y hasta sustancialistas, que no predisponen generosamente al diálogo transdisciplinario.

      Si

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