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de segundo a sexto año básico, pertenecientes a siete países europeos y asiáticos, en el que se comparan las diferencias en autoconcepto académico y las atribuciones de causas de éxito o fracaso en relación al género (Stetsenko et al., 2000). De acuerdo a este estudio, las atribuciones de éxito o fracaso son similares en los niños, independientemente de su país de origen, no obstante, si los resultados para niños y niñas eran similares, no había diferencias por género en las explicaciones del éxito o del fracaso. Pero cuando las niñas superaban a los varones, no lo atribuyeron a que pueden ser más talentosas, sino a que se esforzaron más, o a que habían tenido suerte, o incluso a que los profesores habían sido benevolentes al corregir.

      Ya en a fines de los 70, Dweck y colaboradores (1978) habían planteado que la actitud de desesperanza de las mujeres cuando fracasan, estaría fuertemente influenciada por el trato diferencial de sus maestros. En sus observaciones constataron que cuando los varones fracasan, los maestros les comunican que les faltó esfuerzo, que son desordenados, pero que tienen talento; en cambio cuando las niñas no tienen éxito sus maestros tienden a señalarles sus errores pero las felicitan por los esfuerzos desplegados, con lo cual les estarían metacomunicando, implícitamente, que les faltaría habilidad. Casi veinte años después, el estudio de Stetsenko (2000) comprueba que la situación no había variado mucho en los veinte años transcurridos entre ambos estudios.

      En las últimas décadas, las investigaciones sobre el género han puesto su acento en los factores culturales que afectan diferencialmente el rendimiento escolar de las mujeres y también en cómo el hecho de ser hombre y ser mujer afecta la forma en que se enseña a los niños y a las niñas y cuál es su influencia en las diferencias de socialización en los aprendizajes.

      En relación a las ventajas de las niñas en el aprendizaje de la lectura, explican que se debería a que la mayor parte de los profesores en los primeros niveles de la educación básica y especialmente en prebásica, son mujeres. Para algunos autores, esto implicaría que las diferencias en el éxito lector se relacionarían con vinculaciones emocionales entre la maestra y sus alumnos. Sería más fácil para las alumnas identificarse con sus maestras y que los niños no tendrían la misma oportunidad. Adicionalmente las maestras, como grupo, reaccionarían más favorablemente hacia las niñas, quienes exhibirían un comportamiento más adaptativo en la sala de clases, siendo en general, menos disruptivas (Gorostegui, 2004) y que los niños, como grupo, reciben más comentarios negativos y menos oportunidades para leer en clases mixtas.

      Por otra parte, habría un nivel de expectativas y de exigencias más alto para los varones. Sobre esta base, consciente o inconscientemente se les presionaría más, en cuanto al aprendizaje escolar. El mayor número de niños que son referidos por sus padres a los servicios diagnósticos y centros de rehabilitación, puede explicarse por esta tendencia cultural.

      La revisión histórica sobre la interpretación de las diferencias de resultados por género, muestra que se han considerado como producto de factores genéticos en el desarrollo fisiológico, a partir de evidencias tales como que las niñas tienden a alcanzar la pubertad más o menos un año y medio antes que los niños y los aventajan en la aparición de los dientes y en la osificación del esqueleto. En relación al lenguaje, las niñas comienzan a hablar más temprano que los niños y poseen luego un vocabulario más amplio y en general, son más eficientes en el manejo de la escritura y en el dominio de la ortografía. Los niños como grupo se desvían de la norma con mayor frecuencia: presentan más tartamudez, mayor índice de dislexia, mayor incidencia en zurdería y ambidextreza.

      En síntesis, se podría concluir que, independientemente de las hipótesis causales, los niños y niñas maduran a diferente ritmo en algunas fases del desarrollo tales como acuidad visual, actividad muscular y lenguaje, áreas que están relacionadas con el éxito en el aprendizaje escolar. Pese a lo concluyente de los datos en cuanto a la maduración más temprana de las niñas, la mayor parte de los colegios fijan una misma edad cronológica como criterio de selección para el ingreso a primer año básico. Niñas y niños asisten a la misma sala de clases y participan simultáneamente en las mismas actividades y, aunque un grupo es más maduro que el otro, se espera que ambos realicen similares discriminaciones visuales y auditivas finas, mantengan el mismo nivel de atención, cooperen y realicen las mismas tareas.

      Sandra Bem (1983, 1989) autora clásica en estudios sobre el género, plantea que entre los tres y los cinco años un 70% de los niños ya ha adquirido lo que denomina constancia de género, es decir, ya han aprendido tal concepto como algo definitivo. Afirma también que las niñas la adquirirían antes que los niños, de manera que cuando el niño o la niña ingresan a la educación inicial ya han construido una parte importante de su identidad de género. A los tres años ya sabe no solo que es hombre o mujer, sino que clasifica por género gramatical a los objetos de su entorno (herramientas, juguetes, ropas, etc.). A través de la educación los niños adquirirían un esquema de género que podría definirse como una teoría informal sobre qué es ser masculino o femenino. Esta teoría actuaría como un filtro que lo llevaría a distorsionar o ignorar la información que no calzara con su mapa cognitivo.

      Markus y Nurius (1986) afirman que este planteamiento es muy significativo porque afectaría lo que un niño o niña piensa sobre lo que será cuando mayor y lo que claramente decide ser o no ser. Otras investigaciones sobre el género ponen el acento sobre cómo el contexto escolar, en forma no consciente, tiende a realizar socializaciones que a la larga redundan en desventajas para ambos sexos y en falta de equidad. Por ejemplo, uno de los factores estudiados dice relación con la menor visibilidad de las mujeres en las salas de clase. Gill (1991) plantea que los varones reciben de sus maestros más atención que las niñas y que esta diferencia se relaciona proporcionalmente con la experiencia del profesor.

      En Chile, la preocupación por la salud de los niños a nivel preescolar escolar y escolar comienza en forma sistemática en la década de los 50, con la creación del Programa Nacional de Salud en la Infancia, básicamente destinado a disminuir las tasas de mortalidad infantil: 136, de cada 1000 niños nacidos vivos, fallecían antes de cumplir el primer año de edad. En los 70, la tasa desciende a 76 de cada 1000 nacidos vivos y en 2008, la tasa de mortalidad infantil al primer año de vida, había descendido 7.8 niños de cada 1000 nacidos vivos, lo que ubica a Chile entre los países desarrollados, en relación a este indicador (MINSAL, 2013). Este programa se encuentra actualmente en rediseño, manteniendo el enfoque en la reducción de las tasas de mortalidad, pero incorporando la mirada preventiva del daño, con énfasis en la calidad de vida del niño.

      De acuerdo a estudios de CEPAL (2012), la tasa de mortalidad infantil en Latinoamérica, en el quinquenio 2009-2015, es de 6.5 por mil para ambos géneros, conformado por 7.2 por mil, para varones, 5.7 por mil para niñas. Como se puede apreciar, la tasa de mortalidad antes del primer año de vida, es menor para las niñas que para los niños, lo que apunta a que habría factores biológicos ligados al sexo, que marcarían diferencias a favor de las niñas.

      Desde la perspectiva de la salud pública, un apoyo importante lo constituye la creación del Subsistema de Protección Integral a la Infancia Chile Crece Contigo, red de salud pública que apoya a los niños durante la lactancia y hasta su ingreso a la escuela básica, integrando en la tarea a los padres, a

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