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solo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven.

      El señor Bingley era gallardo, tenía aspecto de caballero, semblante simpático y modales sencillos y poco amenazados. Sus hermanas eran mujeres guapísimas y de indudable refinamiento. Su cuñado, el señor Hurst, casi no poseía parte de caballero; pero fue su amigo el señor Darcy el que pronto centró la atención del salón por su exquisita personalidad, era un hombre alto, de agradables facciones y de aspecto ennoblecido. Pocos minutos después de su entrada ya circulaba el rumor de que su renta era de diez mil libras al año. Los señores confesaban que era un hombre que tenía mucha clase; las señoras opinaban que era mucho más guapo que Bingley, siendo admirado durante casi la mitad de la velada, hasta que su conducta produjo tal disgusto que hicieron cambiar el curso de su buena reputación; se reveló que era un hombre orgulloso, que ambicionaba estar por encima del resto y demostraba su rechazo al ambiente que le rodeaba; ni siquiera sus extensas posesiones en Derbyshire podían salvarle ya de mostrarse odioso y antipático y de que se considerase que no valía nada comparado con su acompañante.

      El señor Bingley pronto hizo amistad con las principales personas del salón; era vivo y cortés, no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta acabase tan pronto y habló de dar una él en Netherfield. Tan atractivas cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor Darcy bailó solo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley, no quiso que le presentasen a ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche paseando por el salón y hablando ocasionalmente con alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba definitivamente definido. Era el hombre más orgulloso y más insoportable del mundo y todos aguardaban que no volviese más por allí. Entre los más ofendidos con Darcy estaba la señora Bennet, cuyo disgusto por su conducta se había agravado convirtiéndose en una ofensa personal por haber despreciado a una de sus hijas.

      Había tan pocos caballeros que Elizabeth Bennet se había visto obligada a sentarse durante dos bailes; en ese tiempo Darcy estuvo lo suficientemente cerca de ella para que la muchacha pudiese oír una conversación entre él y el señor Bingley, que dejó el baile unos momentos para convencer a su amigo de que se uniese a ellos.

      —Ven, Darcy —le dijo—, tienes que bailar. No aguanto verte ahí de pie, solo y con esa actitud imbécil. Es mejor que bailes.

      —No pienso hacerlo. Sabes cómo lo odio, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como esta no me sería posible. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra mujer de las que hay en este salón sería como una afrenta para mí.

      —No deberías ser tan exigente y cascarrabias —se lamentó Bingley—. ¡Por lo que más quieras! Palabra de honor, nunca había visto a tantas muchachas tan atractivas como esta noche; y hay algunas que son singularmente hermosas.

      —Tú estás bailando con la única chica guapa del salón —dijo el señor Darcy mirando a la mayor de las Bennet.

      —¡Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está sentada una de sus hermanas que es muy guapa y apostaría que muy simpática. Deja que le ruegue a mi pareja que te la presente.

      —¿Qué dices? —y, volviéndose, miró por un instante a Elizabeth, hasta que sus miradas se cruzaron, él apartó rápidamente la suya y dijo con grosería—: No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para seducirme; y no estoy de humor para hacer caso a las jóvenes que han despreciado otros. Es mejor que regreses con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás perdiendo el tiempo conmigo.

      El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y Elizabeth se quedó allí con sus no muy amistosos sentimientos hacia él. Sin embargo, confesó la historia a sus amigas con mucho desparpajo porque era graciosa y muy alegre, y tenía cierta gracia en hacer divertidas las cosas risibles.

      En resumidas cuentas, la velada transcurrió felizmente para toda la familia. La señora Bennet vio cómo su hija mayor había sido ponderada por los de Netherfield. El señor Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas estuvieron pendientes de ella. Jane estaba tan contenta o más que su madre, pero se lo guardaba para ella. Elizabeth estaba contenta por Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley decía de ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de no quedarse en ningún momento sin pareja, que, como les habían enseñado, era lo único que debían pretender en los bailes. Así que regresaron alegres a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los habitantes más señalados. Encontraron al señor Bennet todavía levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y esta vez sentía gran curiosidad por lo que les había sucedido por aquella noche que había despertado tanta expectación. Llegó a pensar que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser negativa; pero pronto se apercibió de que lo que iba a oír era al revés.

      —¡Si hubiese tenido algún miramiento conmigo —gritó el marido impaciente— no habría gastado tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Tanto mejor se hubiese torcido un tobillo en el primer baile!

      —¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son simpatiquísimas. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la señora Hurst...

      Aquí fue atajada de nuevo. El señor Bennet no quiso saber nada de atuendos. Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran amargura y algo de prosopopeya, la escandalosa grosería del señor Darcy.

      —Pero puedo darte por sentado —añadió— que Lizzy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque es el hombre más antipático y horrible que existe, y no merece el aprecio de nadie. Es tan estirado y tan orgulloso que no hay forma de soportarle. No hacía más que ir de un lado para otro como un pavo real. Ni siquiera es lo suficientemente guapo para que valga la pena bailar con él. Me habría gustado que hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le odio.

       Panadero: Baile popular francés.

      Capítulo IV

      Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido reservada a la hora de elogiar al señor Bingley, confesó a su hermana lo mucho que lo admiraba.

      —Es todo lo que un hombre joven debería albergar en su interior —dijo ella—, sensato, alegre, con sentido del humor; jamás había conocido modales tan desenvueltos, tanta naturalidad con una educación tan completa.

      —Y también es apuesto —replicó Elizabeth—, lo cual nunca está de más en un joven. De forma que es un hombre completo.

      —Me sentí muy lisonjeada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.

      —¿No te lo esperabas? Yo sí. Esa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de improviso, a mí, jamás. Era lo más normal que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle por alto que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, es cierto que es muy agradable,

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