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como solía pensar que lo sería con usted; pero rehúso aceptar la mano cuando el corazón pertenecía a otra. Sinceramente deseo sea feliz con su elección, y no será mi culpa si no somos siempre buenos amigos, como nuestro cercano parentesco hace ahora apropiado. Sin ninguna duda le puedo decir que no le guardo rencor alguno, y estoy segura de que será demasiado generoso para hacer nada que nos perjudique. Su hermano se ha ganado todo mi afecto, y como no podríamos vivir el uno sin el otro, acabamos de volver del altar y nos dirigimos ahora a Dawlish a pasar unas pocas semanas, lugar que su querido hermano tiene gran curiosidad por conocer, pero pensé molestarlo primero con estas pocas líneas, y para siempre quedaré,

      »Su sincera amiga y hermana, que bien lo quiere,

      Lucy Ferrars.»

      He quemado todas sus cartas, y le devolveré su retrato a la primera oportunidad. Por favor destruya las páginas que le he enviado con mis pobres frases; pero el anillo con mi cabello, tendré el mayor gusto en dejárselo.

      Elinor la leyó y la devolvió sin ningún comentario.

      —No te preguntaré qué opinas de ella en cuanto a composición —dijo Edward—. Por nada del mundo habría querido, en otros tiempos, que tú vieras una de sus cartas. En una cuñada ya es bastante malo, ¡pero en una esposa! ¡Cómo me han hecho sonrojar algunas de sus páginas! Y creo poder decir que desde los primeros seis meses de nuestro descabellado... asunto, esta es la única carta que he recibido de ella en que el contenido compensó las faltas en el estilo.

      —Como sea que hayan comenzado —dijo Elinor tras una pausa—, ciertamente están casados. Y tu madre se ha ganado un castigo muy justo. La independencia económica que otorgó a Robert por resentimiento contigo le ha permitido a él elegir a su antojo; y, de hecho, ha estado sobornando a un hijo con mil libras anuales para que termine haciendo lo mismo que la hizo desheredar al otro cuando lo intentó. Supongo que difícilmente le dolerá menos ver casada a Lucy con Robert que contigo.

      —Le va a doler más, porque Robert fue siempre su mimado. Le dolerá más y, de acuerdo con el mismo principio, lo va a perdonar mucho más deprisa.

      Edward no sabía cómo estaban las relaciones entre ellos en ese momento, pues no había hecho ningún intento por comunicarse con nadie de su familia. Había dejado Oxford a las veinticuatro horas de haber recibido la carta de Lucy, y teniendo en mente como único objetivo encontrar el camino más rápido a Barton, no había tenido tiempo para trazar ningún plan de vida con el que ese camino no estuviera íntimamente ligado. Nada podía hacer hasta estar seguro de cuál sería su destino con la señorita Dashwood; y es de suponer que por su rapidez en hacer frente a ese destino, a pesar de los celos con que alguna vez había pensado en el coronel Brandon, a pesar de la modestia con que evaluaba sus propios méritos y de la sinceridad con que se refería a sus dudas, en último término no esperaba una recepción demasiado negativa. Sin embargo, tenía que decir que sí la había temido, y lo hizo con muy hermosas palabras. Lo que podría decir sobre el tema un año después, queda a la imaginación de maridos y esposas.

      Elinor no tenía duda alguna de que con el mensaje que había enviado a través de Thomas, Lucy ciertamente había querido engañar, rubricando su partida con un trazo de malicia contra él; y a Edward mismo, viendo ahora con toda claridad cómo era su carácter, no le costaba creerla capaz de la máxima malevolencia en una mezquindad caprichosa. Aunque hacía tiempo, incluso antes de su relación con Elinor, había comenzado a estar consciente de la ignorancia y falta de amplitud de algunas de sus opiniones, lo había atribuido a las carencias de su educación; y hasta la recepción de su última carta, siempre la había creído una muchacha bien dispuesta y de buen corazón, y muy apegada a él. Nada sino ese convencimiento podría haberle impedido terminar un compromiso que, incluso mucho antes de que su descubrimiento lo hiciera objeto del enojo de su madre, había sido para él una fuente continua de inquietud y arrepentimiento.

      —Pensé que era mi deber —dijo—, aparte de mis sentimientos, darle la oportunidad de continuar o no el compromiso cuando mi madre me repudió y a las claras quedé sin un amigo en el mundo que me tendiera una mano. En una situación como esa, donde parecía no haber nada que pudiera tentar la avaricia o la vanidad de criatura viviente alguna, ¿cómo podía yo suponer, cuando ella insistió tan intensa y vivamente en compartir mi destino, cualquiera que fuese este, que sus motivos fueran distintos al afecto más desinteresado? E incluso ahora, no logro entender qué la llevó o qué ventaja pensó que le reportaría encadenarse a un hombre al cual no amaba en absoluto y cuya única posesión en el mundo eran mil libras. No podía haber previsto que el coronel Brandon me daría un beneficio.

      —No, pero podía suponer que algo favorable podía sucederte; que, con el tiempo, tu propia familia podía ablandarse. Y en todo caso no perdía nada al continuar con el compromiso, pues, como lo dejó bien claro, no se sentía obligada por él ni en sus deseos ni en sus acciones. En todo caso se trataba de una relación seria y probablemente la hacía ganar en la consideración de sus amistades; y si nada mejor se presentaba, era mejor para ella casarse contigo que quedarse soltera.

      Ciertamente, Edward se convenció de inmediato de que nada podía ser más normal que el comportamiento de Lucy, ni más patente que sus motivos.

      Elinor le sacó en cara haber pasado tanto tiempo con ellas en Norland, donde debía haber estado consciente de su propia ligereza, con la dureza que siempre ponen las damas al reprender la imprudencia que las halaga.

      —Te comportaste muy mal —le dijo—, pues, para no decir nada de mis propias convicciones, con ello llevaste a nuestros amigos a imaginar y esperar algo que, dada tu situación en ese momento, no podía ofrecerse.

      Edward solo pudo presentar como excusa que no conocía su propio corazón y una equivocada fidelidad en la fuerza de su compromiso.

      —Fui tan necio como para creer que, debido a que había dado mi palabra a otra persona, no había peligro en estar contigo, y que la conciencia de mi compromiso iba a resguardar mis sentimientos haciéndolos tan seguros y sagrados como mi honor. Te admiraba, pero me decía que era solo amistad; y hasta que comencé a compararte con Lucy, no me di cuenta de hasta dónde había llegado. Después de eso, supongo que no fue correcto permanecer tanto en Sussex, y los argumentos con los que ensayaba reconciliarme con la conveniencia de hacerlo no eran más adecuados que estos: es a mí a quien pongo en peligro; no le hago daño a nadie sino a mí mismo.

      Elinor sonrió, meneando la cabeza.

      Edward se alegró al saber que esperaban la visita del coronel Brandon en la casa, pues no solo deseaba conocerlo mejor, sino convencerlo de que ya no se disgustaba que le hubiera dado el beneficio de Delaford, “pues con los poco entusiastas agradecimientos que recibió de mi parte en esa ocasión”, dijo, “puede seguir creyendo que todavía no le perdono habérmelo ofrecido”.

      Se hacía cruces ahora de no haber ido antes a conocer el lugar. Pero era tan escaso el interés que había puesto en todo el asunto, que todo lo que sabía de la casa, del jardín y las tierras beneficiales, de la extensión de la parroquia, las condiciones de la tierra y el importe de los diezmos, se lo debía a la propia Elinor, que había escuchado tantas veces al coronel Brandon y le había prestado tanta atención que ahora poseía un completo dominio sobre el tema.

      Tras todo esto, tan solo faltaba una cosa no aclarada entre ellos, una dificultad por vencer. Los unía su mutuo amor y tenían la más cálida aprobación de sus auténticos amigos; el conocimiento íntimo que tenían el uno del otro era una base segura para su felicidad... y solo les faltaba con qué vivir. Edward tenía dos mil libras y Elinor mil, y sumado a ello el beneficio de Delaford, era todo lo que podían considerar como propio; pues a la señora Dashwood le era imposible adelantarles nada, y ninguno de los dos estaba tan enamorado como para pensar que trescientas cincuenta libras al año serían suficientes para abastecerlos de todas las necesidades de la vida.

      Edward no desesperaba del todo de un cambio favorable hacia él en su madre, y en eso pensaba para lo que faltaba a sus ingresos. Pero Elinor no tenía la misma confianza; pues como Edward seguía sin poder casarse con la señorita Morton y, en su adulador lenguaje, la señora Ferrars se había referido a la unión con ella solo como

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