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el convencimiento del enorme afecto que él le profesaba, que finalmente, aunque mucho después de haberse hecho evidente para todos los demás, se abrió paso en ella, ¿qué podía hacer?

      Marianne Dashwood había nacido destinada a algo extraordinario. Nació para descubrir la falsedad de sus propias opiniones y para impugnar con su conducta sus máximas más queridas. Nació para vencer un afecto surgido a la edad de diecisiete años, y sin ningún sentimiento superior a un gran aprecio y una profunda amistad, ¡voluntariamente le entregó su mano a otro! Y ese otro era un hombre que había sufrido no menos que ella con ocasión de un antiguo cariño; a quien dos años antes había considerado demasiado viejo para el matrimonio, ¡y que todavía buscaba proteger su salud con una camiseta de franela!

      Pero así ocurrieron las cosas. En vez de sacrificada a una pasión imposible, como alguna vez se había enorgullecido en imaginarse a sí misma; incluso en vez de quedarse para siempre junto a su madre con la soledad y el estudio como únicos amores, según después lo había decidido al hacerse más sosegado y sobrio su juicio, se encontró a los diecinueve años sometiéndose a nuevos vínculos, aceptando nuevos deberes, instalada en un nuevo hogar, esposa, ama de una casa y señora de una aldea.

      El coronel Brandon era ahora tan feliz como todos quienes lo querían creían que merecía serlo; en Marianne encontraba el consuelo a todas sus penas pasadas; su afecto y su compañía le reanimaban el espíritu y devolvieron la alegría a su corazón; y que Marianne encontraba su propia felicidad en hacer la de él, era algo palpable para cada amigo que la veía y que a todos embelesaba. Marianne nunca pudo amar a medias; y con el tiempo le llegó a entregar todo su corazón a su esposo, como lo había hecho una vez con Willoughby.

      Willoughby no pudo escuchar del matrimonio de Marianne sin sentir una lanzada de dolor; y pronto su castigo estuvo completo con el voluntario perdón de la señora Smith, la cual, al declarar que debía agradecer su clemencia al matrimonio con una mujer de carácter, le dio motivos para pensar que, si hubiera procedido honradamente con Marianne, podría haber sido al mismo tiempo feliz y rico. No debe ponerse en duda la sinceridad del arrepentimiento por su mal obrar, que le había traído consigo su propio castigo; ni tampoco que durante mucho tiempo pensó en el coronel Brandon con envidia y en Marianne con melancolía. Pero no hay que esperar que quedara por siempre desconsolado, que huyera de la sociedad o contrajera un temperamento cotidianamente taciturno, o que muriera con el corazón roto... porque nada de eso ocurrió. Vivió esforzándose, y a menudo divirtiéndose. ¡No siempre su esposa estaba de mal humor ni su hogar falto de comodidades! Y en sus criaderos de perros y caballos y en todo tipo de deportes encontró un grado no despreciable de felicidad hogareña.

      Por Marianne, sin embargo —a pesar de la felonía de haber sobrevivido a su pérdida—, siempre mantuvo ese decidido afecto que lo hacía interesarse en todos sus asuntos y que lo llevó a transformarla en su secreta pauta de perfección femenina; y así, muchas beldades prometedoras terminaron desdeñadas por él después de algunos días, como sin punto de comparación con la señora Brandon.

      La señora Dashwood tuvo la suficiente prudencia de permanecer en la cabaña, sin intentar un traslado a Delaford; y afortunadamente para sir John y la señora Jennings, en el instante en que se vieron privados de Marianne, Margaret había llegado a una edad muy apropiada para bailar y que ya podía permitir se le supusieran enamorados.

      Entre Barton y Delaford había esa constante comunicación que surge naturalmente de un gran cariño familiar; y de los méritos y las alegrías de Elinor y Marianne, no hay que poner en último lugar el hecho de que, aunque hermanas y viviendo casi a la vista una de la otra, pudieron hacerlo sin disputas entre ellas ni producir tensiones entre sus cónyuges.

      Orgullo y Prejuicio

      Capítulo I

      Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, que detenta una gran fortuna, necesita una esposa.

      Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales cualidades cuando entra a formar parte de una comunidad. Esta verdad está tan enraizada en las mentes de algunas de las familias que tratan con él, que estas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas.

      —Mi querido señor Bennet —le confesó un día su esposa—, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado Netherfield Park?

      El señor Bennet contestó que no.

      —Pues así es —insistió ella—; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me ha revelado sus pormenores.

      El señor Bennet no hizo ninguna señal de responder.

      —¿No quieres saber quién lo ha alquilado? —se puso nerviosa su esposa.

      —Eres tú la que deseas contármelo, y yo no tengo ningún problema en oírlo.

      Esta predisposición le fue suficiente.

      —¿Cómo se llama?

      —Bingley.

      —¿Está casado o soltero?

      —¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas!

      —¿Y qué? ¿En qué puede afectarles?

      —Mi querido señor Bennet —respondió su esposa—, ¿cómo puedes ser tan bobo? Te comunico que estoy pensando en casarlo con una de ellas.

      —¿Es ese el motivo que le ha traído?

      —¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de ellas, y por eso debes ir a visitarlo tan pronto como esté aquí.

      —No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor el señor Bingley te escoge a ti.

      —Querido, me lisonjas. Es cierto que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo pretender ser nada excepcional. Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, debe dejar de pensar en su propia belleza.

      —En tales circunstancias, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar.

      —Bueno, querido, en serio, tienes que ir a visitar al señor Bingley en cuanto se instale en la comunidad.

      —No te lo garantizo.

      —Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir William y lady Lucas están decididos a ir, y solo con ese objetivo. Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces.

      —Eres demasiado discreta. Estoy seguro de que el señor Bingley se alegrará mucho de veros; y tú le llevarás unas líneas de mi parte para asegurarle que cuenta con mi más sincero consentimiento para que contraiga matrimonio con una de ellas; aunque pondré alguna recomendación en favor de mi pequeña Lizzy.

      —Me niego a que obres así. Lizzy no es en nada mejor que las demás, no es ni la mitad de guapa que Jane, ni la mitad de alegre que Lydia. Pero tú siempre la destacas.

      —Ninguna de las tres es muy recomendable —le contestó—. Son tan tontas e ignorantes como las demás muchachas; pero Lizzy posee algo más de ingenio que sus hermanas.

      —¡Señor Bennet! ¿Cómo puedes referirte así de tus hijas? Te encanta disgustarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.

      —Te

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