Скачать книгу

que se le hacía necesaria para prevenir cualquier sospecha de benevolencia, promulgó su decreto de consentimiento al matrimonio de Edward y Elinor.

      A continuación, fue necesario considerar qué debía hacer para mejorar sus rentas: y aquí se vio claramente que aunque Edward era ahora su único hijo, de ninguna manera era el primogénito; pues aunque Robert recibía infaliblemente mil libras al año, no se hizo la menor objeción a que Edward se ordenara por doscientas cincuenta como máximo; tampoco se prometió nada para el presente ni para el futuro más allá de las mismas diez mil libras que habían configurado la dote de Fanny.

      Eso, sin embargo, era lo que Edward y Elinor ansiaban, y mucho más de lo que esperaban; y la señora Ferrars, con sus vanas excusas, parecía la única persona sorprendida de no dar más.

      Así, al asegurárseles un ingreso adecuado para cubrir sus necesidades, después de que Edward tomó posesión del beneficio no les restaba nada por esperar sino que estuviera lista la casa, a la cual el coronel Brandon le estaba haciendo importantes reformas en su ansiedad por acomodar a Elinor; y tras aguardar algún tiempo que las completaran tras experimentar, como es lo habitual, las mil desilusiones y retrasos de la inexplicable lentitud de los trabajadores, Elinor, como siempre, quebrantó la firme promesa inicial de no casarse hasta que todo estuviera listo, y la ceremonia se celebró en la iglesia de Barton a comienzos de otoño.

      Pasaron el primer mes después de su matrimonio en la casa solariega, desde donde podían supervisar los progresos en la rectoría y dirigir las cosas tal como las querían en el lugar mismo; podían elegir el empapelado, planificar dónde plantar grupos de arbustos y diseñar un recorrido hasta la casa. Las profecías de la señora Jennings, aunque algo embarulladas, se cumplieron en su mayor parte: pudo visitar a Edward y a su esposa en la parroquia para el día de san Miguel, y encontró en Elinor y su esposo, tal como lo pensaba, una de las parejas más felices del mundo. De hecho, ni a Edward ni a Elinor les quedaban deseos por cumplir, salvo el matrimonio del coronel Brandon y Marianne y pastos algo mejores para sus vacas.

      Recibieron la visita de casi todos sus parientes y amigos en cuanto se instalaron. La señora Ferrars acudió a inspeccionar la felicidad que casi le avergonzaba haber autorizado, y hasta los Dashwood incurrieron en el gasto de un viaje desde Sussex para hacerles los cumplidos.

      —No diré que estoy desilusionado, mi querida hermana —dijo John, mientras paseaban juntos una mañana ante las rejas de la casa de Delaford—; eso sería exagerar, puesto que tal como se ha desarrollado todo, en verdad has resultado una de las mujeres más afortunadas del mundo. Pero confieso que me daría gran placer poder llamar hermano al coronel Brandon. Sus bienes en este lugar, su propiedad, su casa, ¡todo tan admirable, tan en magníficas condiciones! ¡Y sus bosques! ¡En ninguna parte de Dorsetshire he visto madera tan buena como la guardada ahora en los cobertizos de Delaford! Y aunque quizá Marianne no sea exactamente la persona capaz de atraerlo, pienso que sería en general aconsejable que la invitaras muy seguido a quedarse contigo, pues como el coronel Brandon parece pasar mucho tiempo en casa... imposible decir lo que podría ocurrir... Cuando dos personas están mucho juntas y no ven mucho a nadie más... Y siempre estará en tus manos hacer resaltar su mejor lado, y todo eso; en fin, bien puedes ofrecerle una oportunidad... tú me entiendes.

      Pero aunque la señora Ferrars sí vino a verlos y siempre los trató con un fingido afecto muy aparente, jamás recibieron el insulto de su verdadero favor y preferencias. Eso se lo habían ganado la insensatez de Robert y la astucia de su esposa, y lo habían conseguido antes de que hubieran transcurrido muchos meses. La egoísta sagacidad de Lucy, que al comienzo había arrastrado a Robert a tal lío, fue el principal instrumento para librarlo de él; pues apenas encontró la más pequeña oportunidad de ejercitarlas, su respetuosa humildad, sus asiduas atenciones e interminables cortesías reconciliaron a la señora Ferrars con la elección de su hijo y la reinstalaron totalmente en su favor.

      Todo el proceder de Lucy en este negocio y la prosperidad con que se vio coronado, pueden así exhibirse como un muy estimulante ejemplo de lo que una intensa, incesante atención a los propios intereses, por más trabas que parezca tener el camino hacia ellos, podrá hacer para lograr todas las ventajas de la fortuna, sin sacrificar otra cosa que tiempo y honradez. La primera vez que Robert buscó verla y la visitó en Bartlett’s Buildings, su única intención era la que su hermano le atribuyó. Solo quería convencerla de desistir del compromiso; y como el único obstáculo que imaginaba posible era el afecto de ambos, lógicamente esperaba que una o dos entrevistas bastarían para resolver el caso. En ese punto, sin embargo, y solo en ese, se equivocó; pues aunque Lucy después lo hizo confiar en que, a la larga, su elocuencia la convencería, siempre se necesitaba otra visita, otra conversación para conseguir tal convencimiento. Al separarse, siempre subsistían en la mente de ella algunas dudas, que solo podían aclararse con otra conversación de media hora con él. De esta forma se aseguraba una nueva visita, y el resto siguió su curso natural. En vez de hablar de Edward, poco a poco llegaron a hablar solo de Robert... un tema sobre el cual él siempre tenía más que decir que sobre el otro y en el cual ella pronto mostró un interés que casi se equiparaba al de él; y, en pocas palabras, rápidamente fue evidente para ambos que él había suplantado por completo a su hermano. Estaba orgulloso de su conquista, orgulloso de jugarle una mala pasada a Edward, y muy orgulloso de casarse en privado sin el consentimiento de su madre. Ya se sabe lo que siguió después. Pasaron algunos meses muy felices en Dawlish, pues ella tenía muchos parientes y viejos conocidos con quienes deseaba cortar, y él dibujó muchos planos para magníficas casas de campo. Y cuando desde allí volvieron a la ciudad, obtuvieron el perdón de la señora Ferrars con el sencillo expediente de pedírselo, camino adoptado a instancias de Lucy. En un principio, como es lógico, el perdón alcanzó únicamente a Robert; y Lucy, que no tenía ninguna obligación con su suegra y, por tanto, no la había ofendido en nada, permaneció unas pocas semanas más sin ser perdonada.

      Sin embargo, la perseverancia en una conducta humilde, más mensajes donde asumía la culpa por la ofensa de Robert y gratitud por la dureza con que era tratada, le procuraron con el tiempo un orgulloso reconocimiento de su existencia que la abrumó por su condescendencia y que luego la condujo a pasos agigantados al más alto estado de afecto e influencia. Lucy se hizo tan necesaria a la señora Ferrars como Robert o Fanny; y mientras Edward nunca fue perdonado de todo corazón por haber pretendido alguna vez casarse con ella, y se referían a Elinor, aunque superior a Lucy en fortuna y nacimiento, como una intrusa, ella siempre fue considerada y abiertamente reconocida como una hija favorita. Se instalaron en Londres, recibieron un muy generoso apoyo de la señora Ferrars, estaban en los mejores términos imaginables con los Dashwood y, dejando de lado los celos y mala voluntad que siguieron subsistiendo entre Fanny y Lucy, en los que por supuesto sus esposos tomaban parte, junto con las frecuentes peleas hogareñas entre los mismos Robert y Lucy, nada podría superar la armonía en que vivieron todos juntos.

      Lo que Edward había hecho para ver enajenados sus derechos de mayorazgo podría haber extrañado a muchos, de haberlo descubierto; y lo que Robert había hecho para ser el sucesor de ellos, los sorprendería incluso más. Fue, sin embargo, un arreglo justificado por sus consecuencias, si no por su causa; pues nunca hubo señal alguna en el estilo de vida de Robert ni en sus palabras que hiciera sospechar que lamentara la magnitud de su renta, ya sea por dejarle demasiado poco a su hermano o adjudicarle demasiado a él; y si se pudiera juzgar a Edward por el pronto cumplimiento de sus deberes en cada cosa, por un cada vez mayor apego a su esposa y a su hogar y por la constante alegría de su espíritu, se lo podría suponer no menos contento con su suerte que su hermano ni menos libre de desear ningún cambio en ella.

      El matrimonio de Elinor solo la separó de su familia en esa mínima medida necesaria para que la casita de Barton no quedara abandonada por completo, pues su madre y hermanas pasaban más de la mitad del tiempo con ella. Las frecuentes visitas de la señora Dashwood a Delaford estaban motivadas tanto por el gusto como por la prudencia; pues su deseo de juntar a Marianne y al coronel Brandon era apenas menos acentuado, aunque algo más generoso, que el manifestado por John. Era ahora su causa preferida. Por preciada que le fuera la compañía de su hija, nada deseaba tanto como renunciar a ella en bien de su estimado amigo; y ver a Marianne instalada en la casa solariega era también el deseo de Edward y Elinor. Todos se compadecían de las penas del coronel

Скачать книгу