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con lo que se completó la satisfacción de la señora Dashwood y pudo tener el honor, por primera vez desde que vivía en Barton, de tener más compañía de la que su casa podía acoger. Se permitió a Edward retener sus privilegios de primer visitante y, así, el coronel Brandon debía ir todas las noches a sus antiguos aposentos en la finca, desde los cuales volvía cada mañana lo bastante temprano para interrumpir el primer tête-à-tête de los enamorados después del desayuno.

      Después de tres semanas de permanencia en Delaford, donde, al menos al atardecer, poco tenía que hacer excepto calcular la desproporción entre treinta y seis y dieciséis, el coronel Brandon llegó a Barton en un estado de ánimo tan decaído que, para alegrarse, requirió toda la mejoría en la apariencia de Marianne, toda la afabilidad de su recepción y todo el estímulo de las palabras de su madre. Entre tales amigos, sin embargo, y con tales halagos, pronto revivió. Todavía no le había llegado ningún rumor sobre el matrimonio de Lucy; no sabía nada de lo ocurrido y, por consiguiente, pasó las primeras horas de su visita escuchando y asombrándose. La señora Dashwood le explicó todo, dándole nuevos motivos para alegrarse por el servicio hecho al señor Ferrars, dado que a la postre había resultado en beneficio de Elinor.

      Sería inútil decir que la magnífica opinión que los caballeros tenían uno del otro mejoró junto con aumentar su mutuo conocimiento, pues no podía ser de otra forma. La semejanza en sus principios y buen juicio, en disposición y manera de pensar, probablemente habría bastado para unirlos como amigos sin necesidad de ninguna otra cosa que los aproximara; pero el hecho de estar enamorados de dos hermanas, y dos hermanas que se querían, hizo inevitable e inmediata una estimación que en otras condiciones quizá debió haber esperado los efectos del tiempo y el juicio.

      Las cartas provenientes de la ciudad, que unos días antes habrían estremecido cada nervio del cuerpo de Elinor, ahora llegaban para ser leídas con menos emoción que gusto.

      La señora Jennings escribió para contarles toda la fantástica historia, para desahogar su honrada indignación contra la veleidosa muchacha que había dejado plantado a su novio y derramar compasión por el pobre Edward que, estaba segura, había adorado a aquella despreciable arribista y, según todos los informes, se encontraba ahora en Oxford con el corazón casi completamente destrozado. “A mi parecer”, continuaba, “nunca se ha hecho nada de forma tan traidora, pues no hacía ni dos días que Lucy había venido a visitarme y se había quedado un par de horas conmigo. Nadie tuvo ninguna sospecha de lo que ocurría, ni siquiera Nancy que, ¡pobre criatura!, llegó llorando al día siguiente, terriblemente alarmada por miedo a la señora Ferrars y por no saber cómo llegar a Plymouth; pues Lucy, según parece, le pidió prestado todo su dinero antes de casarse, suponemos que para pavonearse, y la pobre Nancy no tenía ni siquiera siete chelines en total; así que me alegró mucho darle cinco guineas que le permitieran llegar a Exeter, donde piensa quedarse tres o cuatro semanas en casa de la señora Burguess con la esperanza, así le digo yo, de toparse otra vez con el reverendo. Y debo confesar que lo peor de todo es la mala voluntad de Lucy de no llevársela en su coche. ¡Pobre señor Edward! No puedo sacármelo de la cabeza, pero deben hacer que vaya a Barton y la señorita Marianne debe intentar consolarlo”.

      El tono del señor Dashwood era más solemne. La señora Ferrars era la más desdichada de las mujeres, la sensibilidad de la pobre Fanny había soportado agonías y él estaba maravillado y lleno de gratitud al ver que no habían sucumbido bajo tal golpe. La ofensa de Robert era imperdonable, pero la de Lucy era infinitamente peor. Nunca más iba a mencionarse el nombre de ninguno de los dos ante la señora Ferrars, e incluso si en el futuro se la pudiera convencer de perdonar a su hijo, jamás iba a reconocer a su esposa como hija ni admitirla en su presencia. Trataba racionalmente el secreto con que habían manejado todo el asunto entre ellos como una enorme agravante del crimen, pues si los demás hubieran sospechado algo podrían haber tomado las medidas necesarias para evitar el matrimonio; y apelaba a Elinor para que antes se uniera a sus lamentos por el no cumplimiento del compromiso entre Lucy y Edward, que servirse de ello para seguir sembrando la desgracia en la familia. Y continuaba de la siguiente forma:

      «La señora Ferrars todavía no ha citado el nombre de Edward, lo que no nos asombra; pero lo que nos sorprende enormemente es no haber recibido ni una línea de él sobre lo sucedido. Quizá, sin embargo, ha guardado silencio por temor a agraviar y, por tanto, le escribiré unas líneas a Oxford insinuándole que su hermana y yo pensamos que una carta en que muestre el adecuado sometimiento, dirigida quizás a Fanny y enseñada por esta a su madre, no sería tomada a mal; pues todos conocemos la buena disposición del corazón de la señora Ferrars y que nada desea más que estar en buenos términos con sus hijos.»

      Este párrafo tenía una cierta importancia para los planes y el proceder de Edward. Lo decidió a intentar una reconciliación, aunque no del mismo modo de la manera en que sugerían su cuñado y su hermana.

      —¡El adecuado sometimiento! —manifestó—; ¿pretenden que le pida perdón a mi madre por la ingratitud de Robert con ella y la forma en que ofendió mi honor? No puedo mostrar ningún sometimiento. Lo ocurrido no me ha hecho más humilde ni más arrepentido. Me ha hecho muy feliz, pero eso no les importa. No sé de ningún gesto de obediencia que yo deba realizar.

      —Bien puedes pedir que te perdonen —dijo Elinor—, porque has ofendido; y pensaría que ahora hasta podrías llegar a manifestar algún malestar por haber contraído el compromiso que enfureció a tu madre.

      Edward estuvo de acuerdo en que sería posible.

      —Y cuando te haya perdonado, quizá sea necesario alguna pequeña muestra de sumisión cuando informes a tu madre de un segundo compromiso casi tan imprudente a sus ojos como el primero.

      Nada tuvo que objetar a esto Edward, pero todavía se resistía a la idea de una carta en que se mostrara claramente sumiso; y así, para hacerle más fácil la empresa, dado que manifestaba mucho mayor disposición a hacer concesiones de palabra que por escrito, decidió que en vez de escribirle a Fanny, debía ir a Londres y suplicarle personalmente que interpusiera sus buenos oficios en su favor.

      —Y si ellos sí se comprometen —dijo Marianne, en su nueva personalidad benevolente en esforzarse por una reconciliación, tendré que pensar que ni tan solo John y Fanny están por completo desprovistos de méritos.

      Después de los solo tres o cuatro días que duró la visita del coronel Brandon, los dos caballeros abandonaron Barton juntos. Se dirigirían de inmediato a Delaford, de manera que Edward pudiera conocer personalmente su futuro hogar y ayudar a su protector y amigo a decidir qué mejoras eran prudentes; y desde ahí, tras quedarse un par de noches, iba a seguir su viaje a Londres.

      Capítulo L

      Después de la apropiada resistencia por parte de la señora Ferrars, una resistencia bastante enérgica y firme para salvarla del reproche en el que siempre parecía temerosa de incurrir, el de ser demasiado amable, Edward fue admitido en su presencia y elevado otra vez a la categoría de hijo.

      En el último tiempo su familia había sido extremadamente fluctuante. Durante muchos años de su vida había tenido dos hijos; pero el crimen y aniquilamiento de Edward unas semanas atrás la habían privado de uno; el similar aniquilamiento de Robert la había dejado durante quince días sin ninguno; y ahora, con la resurrección de Edward, otra vez tenía uno.

      Edward, sin embargo, a pesar de que nuevamente se le permitía vivir, no sintió segura la continuación de su existencia hasta haber revelado su actual compromiso; pues temía que el hacer pública tal circunstancia daría un nuevo giro a su estado y lo llevaría a la tumba con la misma velocidad que antes. Lo reveló entonces con recelosa cautela y fue escuchado con inesperada placidez. Al comienzo la señora Ferrars intentó razonar con él para disuadirlo de casarse con la señorita Dashwood, recurriendo a todos los argumentos a su alcance; le dijo que en la señorita Morton encontraría una mujer de más alto rango y mayor fortuna, y reforzó tal afirmación observando que la señorita Morton era hija de un noble y dueña de treinta mil libras, mientras la señorita Dashwood solo era la hija de un caballero particular, y no tenía más de tres mil; pero cuando descubrió que aunque Edward estaba perfectamente de acuerdo con lo certero de su exposición, no tenía ninguna

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