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a un desconcierto que solo podían paliar a través de elucubraciones.

      Capítulo XLIX

      Por inexplicables que le parecieran a toda la familia las circunstancias de su liberación, lo cierto era que Edward era libre; y a todas les fue fácil predecir en qué ocuparía esa libertad: tras experimentar los beneficios de un compromiso imprudente, contraído sin el consentimiento de su madre, como lo había hecho ya por más de cuatro años, al fracasar ese no podía esperarse de él nada menos que verlo contrayendo otro.

      La diligencia que debía cumplir en Barton era, de hecho, bastante sencilla. Solo se trataba de solicitar a Elinor que se casara con él; y considerando que no era totalmente inexperto en tales lides, podría extrañar que se sintiera tan incómodo en esta ocasión como en verdad se sentía, tan necesitado de ánimo y fresca brisa.

      No es necesario, sin embargo, extenderse en detalle lo que tardó su caminata en llevarlo a tomar la decisión adecuada, cuánto demoró en presentarse la oportunidad de ponerla en práctica, de qué manera se expresó y cómo fue recibido. Lo único de positivo es esto: que cuando todos se sentaron a la mesa a las cuatro, alrededor de tres horas después de su llegada, había conseguido a su dama, había logrado el consentimiento de la madre, y era el más feliz de los hombres. Y ello no solo en el embelesado discurso del enamorado, sino en la realidad de la razón y la verdad. Ciertamente su felicidad era más que la común. Un triunfo mayor que el corriente en los amores correspondidos le hinchaba el corazón y le elevaba el espíritu. Se había liberado, sin culpa alguna de su parte, de ataduras que por largo tiempo lo habían hecho desgraciado y lo habían mantenido unido a una mujer a quien hacía mucho había dejado de amar; y, de inmediato, había alcanzado en otra mujer esa seguridad por la que debió desesperar desde el mismo momento en que la había empezado a desear. Había transitado no desde la duda o el suspense, sino desde la desdicha a la felicidad; y habló del cambio abiertamente con una alegría tan sincera, fácil y reconfortante como nunca le habían conocido antes sus amigas.

      Le había abierto el corazón a Elinor, le confesó todas sus miserias y trató su primer e infantil enamoramiento de Lucy con toda la dignidad filosófica de los veinticuatro años.

      —Fue un apego tonto y ocioso de mi parte —dijo—, consecuencia del desconocimiento del mundo... y de la falta de ocupación. Si mi madre me hubiera dado alguna profesión activa cuando a los dieciocho años me sacaron de la tutela del señor Pratt, creo... no, estoy seguro de que nada habría ocurrido jamás, pues aunque salí de Longstaple con lo que en ese tiempo creía la más invencible devoción por su sobrina, aun así, si hubiera tenido cualquier actividad, cualquier cosa en qué ocupar mi tiempo y que me hubiera mantenido alejado de ella por unos pocos meses, pronto habría superado esos amores de fantasía, especialmente si hubiera compartido más con otras personas, como en ese caso habría debido hacerlo. Pero en vez de emplearme en algo, en vez de contar con una profesión elegida por mí, o que se me permitiera elegir una, volví a casa a dedicarme al más completo ocio; y durante el año que siguió, carecí hasta de la ocupación nominal que me habría dado la pertenencia a la universidad, puesto que no ingresé a Oxford sino hasta los diecinueve años. No tenía, por tanto, nada en absoluto que hacer, salvo creerme enamorado; y como mi madre no hacía del hogar algo en verdad agradable, como en mi hermano no encontraba ni un amigo ni un compañero y me disgustaba conocer gente nueva, no es raro que haya ido con frecuencia a Longstaple, que siempre sentí mi hogar y donde tenía plena seguridad de ser bienvenido; así, pasé allí la mayor parte del tiempo entre mis dieciocho y diecinueve años. Veía en Lucy todo lo que hay de amable y complaciente. Era bonita también... al menos eso pensaba yo en ese tiempo; y conocía a tan pocas mujeres que no podía hacer comparaciones ni detectar defectos. Tomando todo en cuenta, por tanto, creo que por insensato que fuera nuestro compromiso, por insensato que haya resultado ser después en todo sentido, en ese tiempo fue una muestra de insensatez comprensible por las circunstancias.

      Era tan grande el cambio que unas pocas horas habían producido en el estado de ánimo y la felicidad de las Dashwood, tan grande, que no pudieron menos que esperar todas las satisfacciones de una noche en vela. La señora Dashwood, demasiado feliz para lograr alguna tranquilidad, no sabía cómo demostrar su amor a Edward o ensalzar a Elinor suficientemente, cómo agradecer bastante su liberación sin vulnerar su cortesía, ni cómo ofrecerles oportunidad para conversar libremente entre ellos y al mismo tiempo disfrutar, como era su deseo, de la presencia y compañía de ambos.

      Marianne podía manifestar su felicidad únicamente a través de las lágrimas. Podía caer en comparaciones, en lamentos; y su alegría, aunque tan sincera como el amor por su hermana, ni le levantaba el ánimo ni podía contarse con palabras.

      Pero Elinor, ¿cómo describir sus sentimientos? Desde el momento en que supo que Lucy se había casado con otro, que Edward estaba libre, hasta el instante en que él justificó las esperanzas que tan de inmediato habían seguido, tuvo alternativamente todas las emociones, menos la tranquilidad. Pero cuando hubo pasado el segundo momento —cuando desaparecieron todas sus zozobras, todas sus desventuras; cuando pudo comparar su situación con la del último tiempo; cuando lo vio honrosamente libre de su anterior compromiso; cuando vio que aprovechaba su libertad para dirigirse a ella y declararle un amor tan tierno, tan fiel como ella siempre lo había supuesto—, se sintió abrumada, dominada por su propia felicidad; y a pesar de la afortunada tendencia de la mente humana a aceptar rápidamente cualquier cambio para mejor, se necesitaron varias horas para devolverle la tranquilidad a su ánimo o algún grado de sosiego a su corazón.

      Edward permaneció al menos una semana en la cabaña, pues más allá de cualquier otra obligación que debiera cumplir, le era imposible dedicar menos tiempo a disfrutar de la compañía de Elinor, o que alcanzaran a decir en menos espacio la mitad de lo que debían decirse sobre el pasado, el presente y el futuro; pues aunque unas pocas horas pasadas en la difícil tarea de hablar incesantemente bastan para despachar más temas de los que pueden realmente tener en común dos criaturas racionales, con los enamorados no pasa lo mismo. Entre ellos nunca se da por terminada ninguna materia ni se da por comunicado algo a no ser que se lo haya repetido veinte veces.

      El matrimonio de Lucy, la inagotable y extraña sorpresa que les había producido a todos, por supuesto alimentó una de las primeras conversaciones de los enamorados; y el particular conocimiento que Elinor tenía de cada una de las partes hizo que, desde todos los puntos de vista, le pareciera una de las circunstancias más singulares e inconcebibles que hubieran llegado a sus oídos. Cómo era que se habían juntado, y qué atractivo podía haber influido en Robert para llevarlo a casarse con una muchacha de cuya belleza ella misma lo había escuchado hablar sin ninguna admiración; una muchacha que además estaba comprometida con su hermano y por quien ese hermano había sido alejado de la familia, era más de lo que podía comprender. Para su corazón era algo maravilloso; para su imaginación, hasta cómico; pero a su razón, a su juicio, le parecía un auténtico enigma.

      La única explicación que encontró Edward era que, quizá, habiéndose conocido primero por azar, la vanidad de uno había sido tan bien trabajada por los halagos de la otra, que eso había llevado poco a poco a todo lo demás. Elinor recordaba lo comentado por Robert en Harley Street respecto de cuánto podría haber logrado él de haber intervenido a tiempo en los asuntos de su hermano. Se lo explicó a Edward.

      —Eso es muy propio de Robert —fue su inmediato comentario—. Y es lo que seguramente tenía en mente —agregó luego— al comienzo de su relación con Lucy. Y al comienzo quizá todo lo que también quería ella era lograr que interpusiera sus buenos oficios en mi favor. Después pueden haber surgido otros proyectos.

      Durante cuánto tiempo esto había estado sucediendo entre ellos, él tampoco podía averiguarlo, pues en Oxford, donde había elegido quedarse desde su salida de Londres, no tenía forma de saber de ella sino por ella misma, y hasta el último momento sus cartas no fueron ni menos frecuentes ni menos afectuosas de lo que siempre habían sido. Ni la menor sospecha, entonces, lo preparó para lo que iba a acontecer; y cuando finalmente reventó la noticia en una carta de la misma Lucy, creía que durante algún tiempo se había quedado perplejo entre la maravilla, el horror y la alegría de tal liberación. Puso la carta en manos de Elinor:

      «Estimado

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