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contestó usted? ¿Le dio alguna esperanza?

      —¡Ah, mi amor! No podía ahí hablar de esperanzas ni para él ni para mí. Marianne podía estar muriendo en aquel instante. Pero él no solicitaba que le dieran esperanzas ni que lo animaran. Lo que hacía era una confidencia involuntaria, un desahogo que no podía guardar más en su interior frente a una amiga capaz de consolarlo, no una petición a una madre. Aunque después de algunos momentos, porque en un comienzo me sentía bastante abrumada, sí dije que si ella vivía, como confiaba en que ocurriría, sería mi mayor alegría promover el matrimonio entre ambos; y desde que llegamos, con la maravillosa seguridad que desde ese momento tenemos, se lo he repetido en diversas ocasiones, lo he animado con todas mis fuerzas. El tiempo, le digo, un poco de tiempo, se encargará de todo; el corazón de Marianne no se va a desperdiciar para siempre en un hombre como Willoughby. Sus propios méritos pronto deberán ganárselo.

      —A juzgar por el ánimo del coronel, sin embargo, no ha logrado contagiarle su alegría.

      —No. Él cree que el amor de Marianne es demasiado profundo para que cambie antes de mucho tiempo; e incluso suponiendo que su corazón vuelva a estar libre, no confía bastante en él para pensar que, con tanta diferencia de edad y manera de ser, él pueda atraerla. En eso, sin embargo, se equivoca mucho. La supera en años únicamente hasta el punto en que ello constituye una ventaja, al darle firmeza de carácter y de principios; y su manera de ser, estoy convencida de ello, es exactamente la que puede hacer feliz a tu hermana. Y su aspecto, también sus modales, todos juegan a su favor. Mi simpatía por él no me ciega; por supuesto que no es tan apuesto como Willoughby; pero, al mismo tiempo, hay algo mucho más agradable en su rostro. Siempre hubo una cierta cosa, recuerda, en los ojos de Willoughby, había algo a ratos, que no me gustaba.

      Elinor no lo recordaba; pero su madre, sin esperar su conformidad, continuó:

      —Y sus modales, los modales del coronel, no solo me gustan más de lo que nunca hicieron los de Willoughby, sino que son de un estilo que estoy segura cautiva mucho más a Marianne. La amabilidad, la sincera preocupación por los demás que muestra, su varonil y no afectada sencillez, son mucho más acordes con la auténtica manera de ser de tu hermana, que la vivacidad, a menudo artificial e hipócrita, del otro. Tengo plena seguridad de que si Willoughby hubiera resultado en verdad tan amable como ha demostrado ser lo contrario, incluso así Marianne no habría sido tan feliz con él como lo será con el coronel Brandon.

      Hizo una pausa. Su hija no podía estar de acuerdo con ella, pero no se escuchó su réplica y, por tanto, no significó ningún agravio.

      —En Delaford no estará lejos de mí —añadió la señora Dashwood—, incluso si permanezco en Barton; y con toda probabilidad, pues he sabido que es una aldea grande, debe haber alguna casa pequeña o cabaña cerca que nos acomode tanto como la actual.

      —¡Pobre Elinor! ¡He aquí un nuevo plan para llevarla a Delaford! Pero era fuerte de espíritu.

      —¡Su fortuna, también! Porque a mi edad, tú sabes que todos se preocupan de eso; y aunque ni sé ni deseo saber a cuánto asciende, estoy segura de que debe ser respetable.

      En ese momento los interrumpió la entrada de un tercero, y Elinor se retiró a meditar sobre todas estas cosas a solas, a desearle felicidad a su amigo y, aún así, a sentir un hondo pesar por Willoughby.

      Capítulo XLVI

      La enfermedad de Marianne, aunque muy debilitante por naturaleza, no había sido tan larga como para retardar su recuperación; y su juventud, su natural energía y la presencia de su madre la facilitaron de tal manera, que ya a los cuatro días de haber llegado la señora Dashwood pudo trasladarse al saloncito de la señora Palmer. Una vez allí, ella misma solicitó que enviaran por el coronel Brandon, pues estaba impaciente por darle las gracias por haber traído a su madre.

      La reacción del coronel al entrar a la habitación, al comprobar cuánto había cambiado el aspecto de Marianne y al recibir la pálida mano que de inmediato le extendió, hizo pensar a Elinor que la enorme emoción que mostraba debía nacer de algo más que su afecto por ella o de saber que los demás estaban al tanto de sus sentimientos; y pronto descubrió en su tristeza y en la forma en que había cambiado de color al mirar a su hermana, la probable reproducción en su memoria de incontables escenas de angustia vividas en el pasado, vueltas a vivir por esa semejanza entre Marianne y Eliza de que ya había hablado, y ahora reforzada por los ojos hundidos, la piel sin vida, su aspecto de postrada debilidad y el caluroso reconocimiento de una deuda especial con él.

      Para la señora Dashwood, no menos atenta que su hija a lo que ocurría pero con ideas que iban por muy diferentes derroteros y, por tanto, a la espera de muy distintos efectos, la conducta del coronel se originaba en las más simples y naturales sensaciones, mientras en las palabras y gestos de Marianne quería ver el nacimiento de algo más que simple gratitud.

      Después de uno o dos días, con Marianne recuperando visiblemente las fuerzas de doce en doce horas, la señora Dashwood, animada tanto por sus propios deseos como por los de su hija, comenzó a hablar de regresar a Barton. De las providencias que ella tomara dependían las de sus dos amigos: la señora Jennings no podía dejar Cleveland mientras estuvieran allí las Dashwood, y el coronel Brandon, obedeciendo al pedido unánime de todas ellas, debió considerar su permanencia como sujeta a los mismos términos, si no igualmente indispensable. A su vez, en contestación al pedido conjunto de la señora Jennings y del coronel, la señora Dashwood debió aceptar el carruaje de este en su viaje de vuelta, por la comodidad de su hija enferma; y el coronel, frente a la invitación de la señora Dashwood y la señora Jennings, cuyo diligente buen carácter la hacía ser amistosa y hospitalaria en nombre de otras personas tanto como en el propio, se comprometió con placer a recuperarlo haciendo una visita a la casita de Barton en el curso de algunas semanas.

      Llegó el día de la separación y la marcha; y Marianne, después de una larga y muy especial despedida de la señora Jennings, tan llena de gratitud, tan llena de respeto y buenos deseos como en lo más íntimo y secreto de su corazón reconocía deberle por sus antiguos desaires, y diciendo adiós al coronel Brandon con la amabilidad de una amiga, subió al carruaje ayudada por él, que parecía empeñado en que ocupara al menos la mitad del espacio. Siguieron a continuación la señora Dashwood y Elinor, dejando a los que allí quedaban entregados a conversar sobre las viajeras y sentir la pena que los invadía, hasta que la señora Jennings fue llamada a su propio coche, donde encontró consuelo en los comentarios de su doncella sobre la pérdida de sus dos jóvenes acompañantes; y poco después, el coronel Brandon emprendió su solitario viaje a Delaford.

      Dos días estuvieron las Dashwood en el camino, y Marianne soportó el viaje en ambos sin gran fatiga. Todo cuanto el más diligente afecto y los cuidados más solícitos podían hacer por su comodidad, lo hizo incansablemente cada una de sus dos acompañantes; y ambas se vieron recompensadas por el reposo físico que logró y la tranquilidad de su espíritu. Esta última era para Elinor especialmente gratificante. Después de contemplar a Marianne semana tras semana en continuo padecer, de verla con el corazón oprimido por una angustia que no tenía el valor necesario para expresar ni la fortaleza necesaria para esconder, constataba ahora en ella, con una alegría que nadie podía sentir de la misma forma, una aparente serenidad que si era —como esperaba que fuese— resultado de la reflexión, con el tiempo podía traerle contentamiento y felicidad.

      A medida que se acercaban a Barton, en verdad, e iban pasando por los lugares donde cada sembrado y cada árbol traía algún recuerdo penoso en particular, Marianne se fue quedando callada y pensativa; y volviendo el rostro para que no se percataran, no dejó de mirar fijamente por la ventanilla. Pero Elinor no pudo ni admirarse ni culparla por ello; y cuando al ayudarla a bajar del carruaje vio que había estado llorando, lo consideró una emoción demasiado normal en sí misma para despertar una respuesta menos tierna que la piedad y, dada la discreción con que se había manifestado, merecedora de todo encomio.

      En toda su conducta posterior fue viendo las huellas de una mente decidida a realizar un esfuerzo razonable, pues apenas entraron a su salita de estar, Marianne la recorrió con una mirada decidida y firme, como resuelta a acostumbrarse enseguida a la vista de cada objeto al que podía

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