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que continuaban todos y cada uno de los síntomas de recuperación, y a las seis vio a Marianne sumirse en un sueño tranquilo, ininterrumpido y, según todas las apariencias, confortable, disipó todas sus dudas.

      Se acercaba ya el momento en que podía esperarse el regreso del coronel Brandon. A las diez, creía Elinor, o no mucho más tarde, su madre se vería libre del terrible suspense con que ahora debía ir viajando hacia ellas. ¡Quizá también el coronel era apenas un poco menos merecedor de piedad! ¡Ah, cuán lento transcurría el tiempo que aún los mantenía en la incertidumbre!

      A las siete, dejando a Marianne todavía entregada a un reparador sueño, se unió a la señora Jennings en la sala para tomar té. Sus temores la habían mantenido incapaz de desayunar, y en la cena el giro repentino de los acontecimientos le había impedido comer mucho; el actual refrigerio, entonces, con los sentimientos de gozo con que Elinor llegaba a él, fue favorablemente bien recibido. Al terminar, la señora Jennings quiso convencerla de que descansara algo antes de la llegada de su madre, y le permitiera a ella tomar su lugar junto a Marianne; pero Elinor no se sentía ni cansada ni capaz de dormir, y no iba a consentir que la mantuvieran lejos de su hermana ni por un minuto. La señora Jennings subió con ella entonces hasta la pieza de la enferma para constatar que todo seguía bien, la dejó allí entregada a su tarea y a sus pensamientos, y se retiró a sus habitaciones a escribir algunas cartas y después a dormir.

      La noche era fría y tempestuosa. Si hubieran sido las diez, Elinor habría estado segura de que en ese momento escuchaba un carruaje acercándose a la casa; y fue tan grande su seguridad de haberlo escuchado, a pesar de que era casi imposible que ya hubieran llegado, que se dirigió al saloncito junto a la pieza y abrió una celosía para constatar la verdad. En seguida vio que sus oídos no la habían engañado. De inmediato tuvo a la vista el brillo de los faroles de un carruaje. A su vacilante luz le pareció distinguir que era tirado por cuatro caballos; y esto, aunque era señal del extraordinario temor de su madre, explicó en parte tan inesperada rapidez.

      Jamás, en toda su vida, había encontrado Elinor más difícil mantenerse calmada. Saber lo que su madre debía estar sintiendo en el momento en que el carruaje se paró ante la puerta... sus dudas, su miedo, ¡quizá su desesperación!, ¡y lo que ella debía decir!... sabiendo eso era imposible mantener la tranquilidad. Todo lo que quedaba por hacer era aguardar; y así, quedándose solo hasta que pudo dejar a la doncella de la señora Jennings con su hermana, voló escaleras abajo.

      El trajín que escuchó en el vestíbulo mientras pasaba por un recibidor interior, le confirmó que ya estaban en la casa. Avanzó a toda prisa hacia la sala, entró... y allí vio tan solo a Willoughby.

      Capítulo XLIV

      Elinor, retrocediendo con una mirada de espanto al descubrirlo, obedeció al primer impulso de su corazón y se volvió a toda prisa para abandonar la habitación; su mano ya se encontraba en el tirador de la puerta cuando Willoughby la detuvo al avanzar rápidamente hacia ella y decirle, en un tono más imperativo que suplicante:

      —Señorita Dashwood, media hora... diez minutos... le ruego que no se vaya.

      —No, señor —replicó ella con firmeza—, no me quedaré. Nada tengo que ver yo en sus problemas. Supongo que los criados olvidaron decirle que el señor Palmer no se encontraba en casa.

      —Aunque me hubieran dicho —exclamó él con gran vehemencia— que el señor Palmer y toda su parentela estaban en el infierno, no me habrían movido de la puerta. Es con usted que quiero hablar, solo con usted.

      —¡Conmigo! —había enorme asombro en su voz—. Bien, señor... sea rápido, y si le es posible, menos exaltado.

      —Siéntese, y me plegaré a ambas órdenes.

      Elinor vaciló; no sabía qué hacer. La posibilidad de que llegara el coronel Brandon y lo encontrara ahí se le cruzó por la mente. Pero le había prometido escucharlo, y en ello estaba comprometida su curiosidad no menos que su honor. Tras un momento de reflexión, entonces, que la llevó a concluir que la prudencia exigía darse prisa y que su consentimiento era lo que mejor podía lograrlo, caminó en silencio hacia la mesa y se sentó. Él ocupó una silla frente a ella, y durante medio minuto callaron.

      —Le ruego sea rápido, señor —le dijo Elinor en tono nervioso—, no tengo tiempo que malgastar.

      Sentado con aire de profundo ensimismamiento, él pareció no haberla oído.

      —Su hermana —manifestó ásperamente un momento después— está fuera de peligro. El criado me lo dijo. ¡Gracias a Dios! Pero, ¿es verdad? ¿Realmente es verdad?

      Elinor no le contestó. Repitió él entonces la pregunta, con mayor urgencia todavía.

      —Por el amor de Dios, dígamelo: ¿está o no está fuera de peligro?

      —Esperamos que lo esté.

      Willoughby se puso en pie y cruzó la habitación.

      —Si lo hubiera sabido tan solo media hora antes... Pero ya que estoy aquí —habló con forzada vivacidad mientras volvía a la mesa—, ¿qué importa? Por esta vez, señorita Dashwood... quizá sea la última vez... alegrémonos juntos. Estoy de humor para la alegría. Dígame sinceramente —sus mejillas se iluminaron de un rubor más profundo— ¿cree que soy más un canalla o un imbécil?

      Elinor lo contempló más perpleja que nunca. Comenzó a pensar que debía estar ebrio: era lo único que podía explicar tan extraña visita, tan extraños modales; y con esta impresión, se puso enseguida de pie, manifestando:

      —Señor Willoughby, le aconsejaría en este momento que volviera a Combe. No puedo seguir perdiendo el tiempo con usted. Sea lo que fuere que desea tratar conmigo, será mejor que reflexione y me lo explique mañana.

      —La comprendo —replicó él con una sonrisa visible y voz perfectamente sosegada—. Sí, estoy muy ebrio. Una pinta de cerveza con que acompañé las carnes frías que comí en Marlborough bastó para revolverme.

      —¡En Marlborough! —exclamó Elinor, entendiendo cada vez menos lo que pasaba.

      —Sí; salí de Londres hoy a las ocho de la mañana y los únicos diez minutos que pasé fuera de mi calesín desde esa hora, fueron los que dediqué a una ligera merienda en Marlborough.

      La firmeza de sus modales y la inteligencia de su mirada mientras hablaba convencieron a Elinor de que, cualquiera que fuese la imperdonable insensatez que lo traía a Cleveland, no se trataba de ebriedad; y tras pensar durante unos momentos, dijo:

      —Señor Willoughby, usted tiene que darse cuenta, y yo ciertamente así lo creo, que después de todo lo que ha pasado, su venida aquí y la forma en que lo ha hecho, ordenándome su presencia, exigen una excusa muy singular. ¿Qué pretende con esto?

      —Lo que pretendo —dijo el joven con tono seriamente seguro—, si es que puedo, es hacer que usted me odie un poco menos que ahora. Pretendo ofrecer alguna explicación, alguna disculpa por lo acontecido en el pasado; abrirle mi corazón y convencerla de que aunque nunca he sido bueno para nada, no siempre he sido un sinvergüenza; y, de esta forma, conseguir algo semejante al perdón de Ma... de su hermana.

      —¿Es ese el auténtico motivo que lo trajo aquí?

      —En verdad que sí lo es —fue su contestación, dicha con un entusiasmo que trajo a la memoria de Elinor todo lo que había sido el antiguo Willoughby, y que a su pesar la hizo creerlo sincero.

      —Si eso es todo, puede estar tranquilo, pues Marianne sí... hace mucho que lo ha perdonado.

      —¡Lo ha hecho! —exclamó el joven, con el mismo tono cálido—. Entonces me ha perdonado antes de que hubiera debido hacerlo. Pero me perdonará otra vez, y esta vez por motivos mucho más valederos. Ahora, ¿querrá escucharme?

      Elinor asintió con un gesto afirmativo de la cabeza.

      —No sé —dijo, después de una pausa cargada de expectación por parte de Elinor, de cavilaciones en él—, cómo se habrá explicado usted

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