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original fue totalmente de ella, sus propias felices ideas y gentil redacción. Pero, ¿qué podía hacer yo? Estábamos comprometidos, estaban preparando todo, casi habían fijado la fecha... pero hablo como un necio. ¡Preparaciones! ¡Fecha! Hablando sinceramente, necesitaba su dinero, y en una situación como la mía tenía que hacer cualquier cosa para evitar un rompimiento. Y después de todo, ¿qué importancia podía tener para la opinión de Marianne y sus amigos sobre mi carácter, el lenguaje en que estuviera formulada mi respuesta? Debía servir a un solo propósito. Tenía que mostrarme como un villano, y poco importaba que lo hiciera con una venia o una bravuconada. “Mi reputación ante ellas está arruinada para siempre”, me dije; “estoy para siempre proscrito de su lado; ya me creen un individuo sin principios, esta carta se limitará a hacerlas creerme un sinvergüenza”. Tales eran mis razonamientos mientras, en una especie de desesperada indiferencia, copiaba las palabras de mi esposa y me separaba de las últimas reliquias de Marianne. Sus tres cartas, desgraciadamente las guardaba en mi cartera, o habría podido negar su existencia y conservarlas como una reliquia para siempre. Debí incluirlas, y ni siquiera pude besarlas. Y el mechón de su cabello, también lo había llevado siempre conmigo en mi cartera, que ahora la señora registraba con la más cautivante inquina... Ese querido mechón... todo, fui despojado de cada recuerdo.

      —Está muy equivocado, señor Willoughby, son muy censurables sus palabras —dijo Elinor, mientras su voz, a su pesar, traicionaba la compasión que sentía—; no debía hablar de esta forma, ni de la señora Willoughby ni de mi hermana. Usted hizo su propia elección. Nadie se la impuso. Su esposa tiene, derecho a su cortesía, a su respeto al menos. Debe quererlo, o no se habría casado con usted. Tratarla en forma desconsiderada, hablar de ella despreciativamente, no repara lo hecho a Marianne, ni creo que alivie su propia conciencia.

      —No me hable de mi esposa —dijo él, con un profundo lamento—. Ella no merece su deferencia. Sabía que no la quería cuando nos casamos. Bien, nos casamos, vinimos a Combe Magna buscando ser felices, y después volvimos a la ciudad buscando estar alegres. Y ahora, ¿me compadece, señorita Dashwood? ¿O he dicho todo esto inútilmente? En su opinión, ¿soy, aunque sea tan solo un poco, soy menos culpable que antes? No siempre fueron incorrectas mis intenciones. ¿He justificado algo de mi culpa?

      —Sí, ciertamente ha eliminado algo de ella, una pequeña parte. Ha probado ser, en general, menos culpable de lo que lo había creído. Ha demostrado que su corazón es menos malvado, mucho menos malvado. Pero me es difícil saber, en cuanto a la infelicidad que ha causado, me es difícil pensar cómo podría haber sido peor.

      —¿Le contará a su hermana, cuando se haya recuperado, lo que le he dicho? Permítame aligerar un poco mi culpa también en su opinión. Me dice que ya me ha perdonado. Permítame creer que un mejor conocimiento de mi corazón, de mis actuales sentimientos, arrancará de ella un perdón más espontáneo, más natural, más dulce, menos señorial. Háblele de mi desgracia y mi arrepentimiento, dígale que mi corazón nunca le fue infiel, y si lo desea, que en la actualidad me es más querida que nunca.

      —Le diré todo cuanto sea necesario para lo que, relativamente, pueda llamarse su justificación. Pero no me ha explicado el motivo especial de su actual visita, ni cómo se enteró de su enfermedad.

      —Anoche, en la residencia del Drury Lane, me encontré con sir John Middleton, y cuando vio quién era (nuestro primer encuentro en estos dos meses), me dirigió la palabra. Que hubiera cortado conmigo desde mi matrimonio, no me causaba sorpresa ni rencor. En ese instante, sin embargo, con su alma buena, honrada y tonta, llena de indignación contra mí y preocupación por su hermana, no pudo resistir la tentación de contarme lo que él creyó que debía, aunque no pensó que el hacerlo, me podría afectar de manera tan espantosa.

      Tan bruscamente como pudo, entonces, me contó que Marianne Dashwood se estaba muriendo de una fiebre pútrida en Cleveland; una carta de la señora Jennings recibida esa mañana anunciaba que el peligro era inminente, el temor había alejado a los Palmer, etc.

      El golpe fue demasiado grande para permitirme aparentar insensibilidad, incluso ante el poco sagaz sir John. Su corazón se ablandó al ver cómo sufría el mío; y una parte tan grande de su rencor se había esfumado cuando nos despedimos, que casi llegó a estrecharme la mano, mientras me recordaba una vieja promesa sobre un cachorro pointer. Lo que sentí al escuchar que su hermana estaba muriendo, y muriendo creyéndome el mayor villano del mundo, despreciándome, odiándome en sus últimos momentos... porque, ¿cómo saber qué pérfidos planes no me habrían imputado? Estaba seguro de que al menos una persona podía hacerme aparecer capaz de todo. ¡Lo que sentí fue terrible! Pronto tomé una decisión, y hoy a las ocho de la mañana ya me encontraba en mi carruaje. Ahora ya lo sabe todo.

      Elinor no contestó. Sus pensamientos estaban silenciosamente fijos en el daño irreparable que una independencia demasiado temprana, y los consiguientes hábitos de ocio, disipación y lujos, habían causado en la mente, el carácter, la felicidad de un hombre que, a todas las ventajas de una buena apariencia y talentos, unía una disposición naturalmente sincera y honesta, y temperamento sensible y cariñoso. El mundo lo había hecho excéntrico y vanidoso; la excentricidad y la vanidad lo habían hecho insensible y egoísta. La vanidad, mientras Willoughby sacrificaba a otro en aras de su propio triunfo culpable, lo había involucrado en un verdadero afecto al que la extravagancia —o al menos su hija, la necesidad— había exigido renunciar. Cada uno de estos defectos, al conducirlo al mal, también lo había conducido al castigo. El cariño que contra todo honor, contra sus sentimientos, contra sus mejores intereses había aparentemente querido arrancar de sí, ahora, cuando ya no le era permitido, dominaba todos sus pensamientos; y la unión por cuya causa, sin ningún miramiento, había hecho desgraciada a su hermana, parecía haberse transformado en una fuente de infelicidad para él mismo de naturaleza mucho más incurable. De este arrobamiento la sacó después de algunos minutos Willoughby, quien, saliendo de uno al menos igual de doloroso, se levantó preparándose para partir y dijo:

      —No sirve de nada que permanezca aquí; debo irme.

      —¿Vuelve a la ciudad?

      —No, a Combe Magna. Tengo algo que resolver allí; en uno o dos días más lo haré dirigiéndome a la ciudad. Adiós.

      Le alargó la mano. Ella no pudo rehusar darle la suya; él se la estrechó con afecto.

      —Pero, ¿usted sí piensa más positivamente ahora de mí? —dijo, soltándola y apoyándose en la repisa de la chimenea, como si hubiera olvidado que tenía que irse.

      Elinor le aseguró que así era; que lo perdonaba, lo compadecía, que le deseaba lo mejor, incluso que fuera feliz, a lo que añadió un consejo de galanura sobre el comportamiento más adecuado para conseguirlo. Su respuesta no fue muy positiva.

      —En cuanto a eso —dijo—, tendré que arreglármelas lo mejor que pueda. En la felicidad hogareña no puedo ni pensar. Sin embargo, si usted y su familia tienen algún interés en mi suerte y en mis actos, puede ser la forma... puede ponerme en guardia... al menos, puede ser algo por lo que vivir. A Marianne, de todas maneras, la he perdido para siempre. Incluso si, por algún bendito azar, me encontrara libre de nuevo...

      Elinor lo detuvo con una recriminación.

      —Bien —dijo él—, de nuevo, adiós. Me iré ahora y viviré temiendo que ocurra una sola cosa.

      —¿Qué quiere decir?

      —Temeré el matrimonio de su hermana.

      —Va muy equivocado. Jamás podrá estar más fuera de su alcance de lo que está ahora.

      —Pero será de otro. Y si ese otro fuera el mismo que, entre todos los hombres, menos soporto... Pero no me quedaré a privarme de toda su compasiva buena voluntad al mostrarle que allí donde he hecho más daño, menos puedo perdonar. Adiós, ¡que Dios la bendiga!

      Y con estas palabras, se fue casi corriendo de la habitación.

      Capítulo XLV

      Durante un buen espacio de tiempo tras la marcha de Willoughby, incluso después de haberse perdido en la distancia el traqueteo de su carruaje,

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