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solo la tarde anterior había dejado completa y firmemente decidido en mi interior hacer lo correcto! En unas pocas horas nos habríamos comprometido para siempre; ¡y recuerdo qué feliz, qué alegre me sentía mientras iba de la casa a Allenham, satisfecho conmigo mismo, encantado con todo el mundo! Pero en ese encuentro, el último de nuestra amistad, llegué a ella con un sentimiento de culpa que casi me quitó toda capacidad de fingir. Su dolor, su desilusión, su profunda pena cuando le dije que debía dejar Devonshire tan de repente... jamás los olvidaré. ¡Y ello unido a tanta fe, tanta confianza en mí! ¡Oh, Dios! ¡Qué canalla sin sentimientos fui!

      Callaron ambos por algunos momentos. Elinor fue la primera en hablar.

      —¿Le dijo que regresaría pronto?

      —No sé lo que le dije —replicó él, angustiado—; menos de lo que me obligaba el pasado, sin ninguna duda, y con toda probabilidad mucho más de lo que justificaba el futuro. No puedo pensar en eso... no servirá de nada. Y después llegó su querida madre, a torturarme más todavía con toda su bondad y confianza. ¡Gracias a Dios que sí me torturó! ¡Qué infeliz me sentí! Señorita Dashwood, no puede imaginarse qué consuelo es mirar hacia atrás y recordar cuán infeliz me sentí. Es tan extraordinario el rencor que me guardo por la estúpida, villana locura de mi propio corazón, que todos los sufrimientos que en el pasado tuve por su causa, hoy no son sino sentimientos de triunfo y gozo. En fin, fui, abandoné todo lo que amaba, y me dirigí hacia quienes, en el mejor de los casos, solo sentía indiferencia. Mi viaje a la ciudad, en mi propio carruaje, tan aburrido, sin nadie con quien hablar... ¡qué pensamientos alegres, qué gratas perspectivas por delante! Y cuando recordaba Barton, ¡qué imagen consoladora! ¡Ah, sí fue un viaje magnífico!

      Se detuvo.

      —En fin, señor —dijo Elinor, que aunque compadeciéndolo, se impacientaba por verlo partir—, ¿y es eso todo?

      —¡Todo! No. ¿Ha olvidado quizá lo que ocurrió en la ciudad? ¡Esa carta infame! ¿Se la mostró?

      —Sí, vi todas las notas que se intercambiaron.

      —Cuando recibí la primera (que me llegó de inmediato, pues todo el tiempo estuve en la ciudad), lo que sentí fue, como se dice comúnmente, imposible de expresar. En palabras más sencillas, quizá demasiado sencillas para despertar ninguna emoción, mis sentimientos fueron muy, muy angustiosos. Cada línea, cada palabra fue, en la trillada frase que prohibiría su querida autora, si estuviera aquí, una puñalada en mi corazón. Saber que Marianne estaba en la ciudad fue, en el mismo lenguaje, un rayo. ¡Rayos y puñaladas! ¡Cómo me habría reprendido! Su gusto, sus opiniones... creo que las conozco mejor que las mías, y con toda seguridad las amo más.

      El corazón de Elinor, que había recorrido toda una gama de emociones en el curso de esta insólita conversación, volvió a ablandarse una vez más; aun así, sintió que era su deber refrenar en su compañero ideas como la última que había expresado.

      —Eso no está bien, señor Willoughby. Recuerde que está casado. Hábleme solo de aquello que su conciencia estima necesario que yo sepa.

      —La nota de Marianne, en que me decía que yo todavía le era tan querido como antes; que pese a las muchas, muchas semanas en que habíamos estado separados, ella seguía tan fiel en sus sentimientos y tan llena de confianza en la fidelidad de los míos como siempre, desencadenó todos mis remordimientos. Digo que los desencadenó, porque el tiempo y Londres, las ocupaciones y la disipación, de alguna manera los habían adormecido y me había estado transformando en un malvado completamente envilecido, creyéndome insensible a ella y escogiendo creer que también yo debía haberle llegado a ser indiferente; diciéndome que nuestra relación en el pasado no había sido más que un pasatiempo, un asunto banal; encogiéndome de hombros como prueba de ello, y acallando toda reconvención, venciendo todo escrúpulo con el recurso de decirme en silencio de vez en cuando, “Estaré feliz de todo corazón cuando la sepa bien casada”. Pero su nota me hizo conocerme mejor. Sentí que me era infinitamente más querida que ninguna otra mujer en el mundo, y que me estaba comportando con ella de la manera más villana. Pero en ese momento ya todo estaba definido entre la señorita Grey y yo. Volver atrás era imposible. Todo lo que tenía que hacer era evitarlas a ustedes dos. No le respondí a Marianne, intentando con este proceder impedir que volviera a reparar en mí; y durante algún tiempo incluso estuve decidido a no acudir a Berkeley Street; pero, por último, juzgando más prudente fingir que solo se trataba de una relación fría y ordinaria, aguardé una mañana a que hubieran salido de la casa y dejé mi tarjeta.

      —¡Esperó a que saliéramos de la casa!

      —Sí, incluso eso. Le sorprendería saber con cuánta frecuencia las vi, cuántas veces estuve a punto de encontrarme con ustedes. Entré en innumerables tiendas para evitar que me vieran desde el carruaje en que iban. Viviendo en Bond Street como yo lo hacía, casi no había día en que no descubriera a una de ustedes; y lo único que pudo mantenernos apartados durante tanto tiempo fue mi permanente guardia, un constante e imperativo deseo de ocultarme fuera de la vista de ustedes. Evitaba a los Middleton tanto como me era posible, al igual que a todos los que podían resultar conocidos comunes. Pero sin saber que se encontraban en la ciudad, me tropecé con sir John, creo, el día en que llegó, al día siguiente de mi visita a casa de la señora Jennings. Me invitó a una fiesta, a un baile en su casa esa noche. Aunque no me hubiera dicho para convencerme que usted y su hermana estarían allí, habría sentido que era algo demasiado probable como para atreverme a ir. La mañana siguiente trajo otra breve nota de Marianne, todavía cariñosa, franca, ingenua, confiada... todo lo que podía hacer más odiosa mi conducta. No pude contestarle. Lo intenté, y no pude redactar ni una sola frase. Pero creo que no había momento del día en que no pensara en ella. Si puede compadecerme, señorita Dashwood, compadézcase de mi situación como era en ese entonces. Con la mente y el corazón llenos de su hermana, ¡tenía que representar el papel de feliz enamorado frente a otra mujer! Esas tres o cuatro semanas fueron las más horribles de todas. Y así, finalmente, como no es necesario que le explique, inevitablemente nos encontramos. ¡Y a qué dulce imagen rechacé! ¡Qué noche de agonía fue esa! ¡De un lado, Marianne, hermosa como un ángel, diciendo mi nombre con tan dulces acentos! ¡Oh, Dios! ¡Alargándome la mano, pidiéndome una explicación con esos embrujadores ojos fijos en mi rostro con tan expresiva solicitud! Y Sophia, celosa como el demonio, por el otro lado, mirando todo lo que... En fin, qué importa ahora; ya todo ha terminado. ¡Qué noche aquella! Hui de ustedes apenas pude, pero no antes de haber visto el dulce rostro de Marianne blanco como un espectro. Esa fue la última vez que la vi, la última imagen que tengo de ella. ¡Fue una visión terrible! Pero cuando hoy la imaginé muriendo de verdad, fue una especie de alivio pensar que sabía exactamente cómo aparecería ante los últimos que la verían en este mundo. La tuve frente a mí, siempre frente a mí durante todo el camino, con el mismo rostro y el mismo color.

      A esto siguió una breve pausa en que ambos callaron, pensativos. Willoughby, levantándose primero, la rompió con estas palabras:

      —Bien, debo ir deprisa e irme. ¿Seguro que su hermana está mejor, fuera de peligro? Sí, estamos seguros.

      —También su pobre madre, ¡con lo que adora a Marianne!

      —Pero la carta, señor Willoughby, su propia carta; ¿no tiene nada que decir sobre ella?

      —Sí, sí, esa en particular. Su hermana me escribió a la mañana siguiente, como sabe. Ya conoce usted lo que allí decía. Yo estaba desayunando en casa de los Ellison; y desde el lugar donde me alojaba me llevaron su carta, junto con otras. Y ocurrió que Sophia la vio antes que yo; y su porte, la elegancia del papel, la letra, todo le infundió inmediatas sospechas. Ya antes le habían llegado vagos informes sobre una relación mía con una joven en Devonshire, y lo ocurrido la noche anterior ante su vista le había indicado quién era la joven, poniéndola más celosa que nunca. Fingiendo entonces ese aire juguetón que es seductor en la mujer que uno ama, abrió ella misma la carta y leyó su contenido. Fue un buen pago a su mala educación. Leyó las palabras que la hicieron infeliz. Yo podría haber soportado su infelicidad, pero su cólera, su inquina, de cualquier forma había que calmarlas. Y así, ¿qué piensa del estilo epistolar de mi esposa? Delicado, tierno,

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