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acerca de mamá, su temor aumentó hasta el punto de decidirla a enviar de urgencia por el señor Harris y despachar un mensajero a Barton para hacer venir a su madre. Junto con esta resolución, pensó en consultar de inmediato con el coronel Barton la mejor forma de llevarla a cabo; y así, tan pronto hubo llamado a la doncella para que la reemplazara junto a su hermana, se apresuró a bajar a la sala donde sabía que por lo general él siempre se encontraba, aunque mucho más tarde que en el momento actual.

      No era momento para titubeos. Enseguida le hizo presente sus temores y sus dificultades. Sus temores, el coronel no tenía ni el valor ni la confianza necesarios para intentar aplacarlos: los escuchó con silencioso desánimo; pero de sus dificultades se hizo cargo de inmediato, pues con una rapidez que parecía evidenciar que mentalmente ya había previsto la ocasión y el servicio requerido, se ofreció a ser el mensajero que traería a la señora Dashwood. Elinor no presentó ninguna objeción que no fuera fácilmente rebatida. Le agradeció con palabras breves pero fervorosas, y mientras él se apresuraba a enviar a su criado con un mensaje para el señor Harris y una orden para conseguir caballos de posta rápidamente, ella le escribió unas pocas líneas a su madre.

      El consuelo de un amigo como el coronel Brandon en esos instantes, de un compañero de esa clase para su madre... ¡qué enorme gratitud despertaba en ella! ¡Un amigo cuyo juicio la iba a guiar, cuya compañía aliviaría su dolor y cuyo afecto quizá la calmaría...! En la medida en que la perturbación que debía producir en ella una llamada como esa pudiera serle suavizada, su presencia, su trato y su ayuda con toda seguridad iban a conseguirlo.

      Él, mientras, sintiera lo que sintiese, actuaba con toda la firmeza de una mente equilibrada; hizo todos los arreglos necesarios con la mayor presteza, y calculó con exactitud el momento en que ella podría aguardar su vuelta. No perdió ni un segundo en demoras de ningún tipo. Llegaron los caballos incluso antes de que se los esperara, y el coronel Brandon, limitándose a estrechar la mano de Elinor con una mirada solemne y unas pocas palabras dichas en una voz demasiado baja para que llegaran a sus oídos, se apresuró a montar en el carruaje. Eran entonces aproximadamente las doce, y Elinor volvió a la alcoba de su hermana para esperar la llegada del boticario y velar junto a ella por el resto de la noche. Fue una noche de padecimientos casi iguales para ambas hermanas. Hora tras hora fueron pasando en insomne dolor y delirio por parte de Marianne, y la más cruel ansiedad en Elinor, antes de que apareciera el señor Harris. Se habían despertado los temores de Elinor, que la hacían pagar con creces toda su anterior seguridad, y la sirviente sentada junto a ella —porque no había permitido que llamaran a la señora Jennings, la hacía sufrir aún más al insinuar las cosas que su ama había pensado desde al principio.

      A intervalos, las ideas de Marianne seguían fijas sin coherencia en su madre, y cada vez que mencionaba su nombre, el corazón de la pobre Elinor sufría una punzada de dolor; se reprochaba haber tomado a la ligera tantos días de enfermedad, y deseando un socorro inmediato, pensaba que pronto todo socorro sería inútil, que todo se había retrasado demasiado, y se imaginaba a su afligida madre llegando demasiado tarde a ver a su preciosa hija con vida o en uso de su razón.

      Se encontraba a punto de enviar a buscar de nuevo al señor Harris o, si él no podía acudir, solicitar nuevos consejos, cuando el boticario —pero no antes de las cinco— hizo su aparición. Su opinión, sin embargo, compensó en algo su retraso, pues aunque reconoció un cambio inesperado y desfavorable en su paciente, insistió en que no había un peligro grave y se refirió al alivio que un nuevo tratamiento debía procurar con una confianza que, en menor grado, se comunicó a Elinor. Prometió venir de nuevo dentro de las tres o cuatro horas siguientes, y dejó tanto a su paciente como a la preocupada acompañante más tranquilas de lo que las había hallado.

      La señora Jennings se enteró de lo sucedido por la mañana, dando muestras de gran preocupación y con muchos reproches por no haber sido llamada a ayudar. Sus antiguos temores, que ahora revivían con mucha mejor base, no le dejaron duda alguna sobre lo ocurrido; y aunque se esforzaba en consolar a Elinor, su certeza sobre el peligro que corría su hermana no le permitía ofrecerle el consuelo de la esperanza. Su corazón estaba realmente apesadumbrado. El rápido decaer, la temprana muerte de una muchacha tan joven, tan adorable como Marianne, habría podido afectar incluso a una persona menos cercana. Pero Marianne podía esperar más de la compasión de la señora Jennings. Durante tres meses le había servido de compañía, todavía estaba a su cuidado, y se sabía que la habían herido profundamente y que había sufrido durante largo tiempo. También veía la angustia de la hermana, que era muy en especial su favorita; y en cuanto su madre, cuando la señora Jennings pensaba que quizá Marianne sería para ella lo que Charlotte era para sí misma, sentía una especial compasión por sus padecimientos.

      El señor Harris fue puntual en su segunda visita, pero las esperanzas que había colocado en los efectos de la anterior se vieron fracasados. Sus medicamentos no habían surtido efecto; la fiebre no había remitido; y Marianne, solo más tranquila —no más dueña de sí— permanecía en un extraño sopor. Elinor, captando todos, y más que todos sus temores en un solo instante, propuso solicitar más consejos. Pero él lo juzgó innecesario; todavía tenía algo más que intentar, una nueva prescripción en cuyo éxito confiaba tanto como en el de la última, y su visita concluyó con cálidas palabras de seguridad que llegaron a los oídos de la señorita Dashwood, pero no lograron alcanzar su ánimo. Aunque se mantenía tranquila, excepto cuando pensaba en su madre, casi había perdido las esperanzas; y en este estado siguió hasta mediodía, casi siempre moviéndose del lado de su hermana, su mente saltando de una imagen de dolor a otra, de un amigo acongojado a otro, con su espíritu deprimido al máximo por la conversación de la señora Jennings, que no tenía reparos en atribuir la gravedad y peligro de este trastorno a las muchas semanas en que Marianne ya antes había estado indispuesta a causa de su desengaño. Elinor sentía cuán razonable era esa idea, y ello le asignaba un nuevo dolor añadido a sus pensamientos.

      Cerca del mediodía, sin embargo, comenzó —pero con una cautela, un temor a ilusionarse falsamente que durante algún rato la hicieron callar, incluso frente a su amiga— a imaginar, a tener la esperanza de estar percibiendo una ligera mejoría en el pulso de su hermana; esperó, vigiló, lo examinó una y otra vez; y finalmente, con una agitación más difícil de ocultar bajo un exterior calmado que toda su angustia precedente, se atrevió a comunicar sus esperanzas. La señora Jennings, aunque obligada tras un examen a reconocer una recuperación temporal, intentó que su joven amiga evitara entregarse a la idea de que continuaría así; y Elinor, recorriendo mentalmente todos los argumentos que le recomendaban desconfiar, también se dijo que no debía fraguar esperanzas. Pero era demasiado tarde. La esperanza ya había hecho su entrada; y ella, sintiendo su ansioso aletear, se inclinó sobre su hermana para aguardar... ya ni sabía qué. Pasó media hora, y los síntomas favorables continuaban bendiciéndola. Incluso aparecieron otros, confirmándolos. Su respiración, su piel, sus labios, todos apelaban a Elinor con señales de mejoría, y Marianne fijó sus ojos en ella con una mirada racional, aunque lánguida. La ansiedad y la esperanza la acosaban en igual medida, impidiéndole un momento de tranquilidad hasta la llegada del señor Harris a las cuatro, cuando las seguridades que le dio, sus felicitaciones por una recuperación de su hermana que incluso sobrepasaba sus expectativas, le entregaron confianza y consuelo, y pudo dejar correr lágrimas de alegría.

      Marianne estaba notablemente recuperada en todo sentido, y el señor Harris la declaró totalmente fuera de peligro. La señora Jennings, quizá satisfecha porque sus presagios solo habían recibido justificación parcial en la última alarma que habían vivido, se permitió confiar en el juicio del boticario y admitió con gran alegría, y pronto con indudable gozo, la probabilidad de una total recuperación.

      Elinor no podía estar alegre. Su gozo era de una clase diferente, y llevaba a algo muy distinto a la alegría. Marianne devuelta a la vida, a la salud, a los amigos y a su amorosa madre, era una idea que le llenaba el corazón de dulce consuelo y se lo expandía en fervorosa gratitud; pero no se manifestaba ni en demostraciones externas de alegría, ni en palabras o sonrisas. Todo lo que abrigaba el pecho de Elinor era satisfacción, silenciosa y fuerte.

      Continuó junto a su hermana con escasos lapsos toda la tarde, sosegando cada uno de sus temores, satisfaciendo cada una de las interrogantes

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