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esfuerzo, quizás el mayor de todos. No lo había visto desde que se había hecho público su compromiso y, por tanto, desde que él se había enterado de que ella ya lo sabía; y esto, sumado a su conciencia de lo que había estado pensando, y a lo que tenía que decirle, la hizo sentirse especialmente incómoda durante algunos minutos. También Edward estaba confuso, y se sentaron uno frente al otro en una situación que prometía ser incómoda. Él no podía recordar si se había excusado por su entrada sin avisar en la habitación; pero, para mayor seguridad, lo hizo formalmente tan pronto pudo decir palabra, tras tomar asiento.

      —La señora Jennings me informó —dijo— que usted deseaba hablarme; al menos, eso fue lo que entendí... o de ninguna manera le habría impuesto mi presencia en esta forma; aunque, al mismo tiempo, habría lamentado mucho abandonar Londres sin haberla visto a usted y a su hermana; en especial considerando que con toda seguridad transcurrirá un buen tiempo... no es probable que tenga luego el placer de verlas otra vez. Marcho a Oxford mañana.

      —No se habría ido, sin embargo —dijo Elinor, recuperándose y decidida a terminar lo antes posible con aquello que tanto temía—, sin haber recibido nuestras mejores felicitaciones, aunque no hubiéramos podido ofrecérselas personalmente. La señora Jennings estaba muy en lo cierto en lo que dijo. Tengo algo importante que decirle, que estaba a punto de informarle por escrito. Me han encomendado la más grata tarea —se ahoga en la respiración—. El coronel Brandon, que estuvo aquí hace tan solo diez minutos, me ha encargado decirle que, sabiendo que usted piensa ordenarse, tiene el enorme placer de ofrecerle el beneficio de Delaford, que acaba de quedar vacante, y que tan solo desearía que fuera de mayor valor. Permítame mis parabienes por tener un amigo tan honorable y prudente, y unirme a su deseo de que el beneficio, que alcanza alrededor de doscientas libras al año, representara una suma más sustanciosa, una que le permitiera... dado que puede ser algo más que una plaza temporal para usted... en pocas palabras, una que le permitiera cumplir todos sus deseos de felicidad.

      Como Edward no fue capaz de decir por sí mismo lo que sintió, difícilmente puede esperarse que otro lo diga por él. En apariencia, mostraba todo el asombro que una información tan inesperada, tan insospechada no podía dejar de producir; pero tan solo dijo estas tres palabras:

      —¡El coronel Brandon!

      —Sí —continuó Elinor, sintiéndose más decidida ahora que, al menos en parte, ya había pasado lo peor—; el coronel Brandon desea testimoniarle así su preocupación por los últimos sucesos, por la cruel situación en que lo ha puesto la injustificable conducta de su familia... una preocupación que le aseguro compartimos Marianne, yo y todos sus amigos; y también lo ofrece como prueba de la alta estima en que lo tiene a usted, y en especial como signo de su aprobación por la conducta que usted ha tenido en esta ocasión.

      —¡El coronel Brandon me ofrece a mí un beneficio! ¿Puede ser verdad?

      —La falta de generosidad de sus parientes lo lleva a pasmarse de encontrar amistad en otras partes.

      —No —replicó él, formándose una repentina idea sobre lo que debía haber sucedido—, no de encontrarla en usted, porque no puedo ignorar que a usted, a su bondad, debo todo esto. Lo que siento... si pudiera, lo expresaría; pero, como usted bien sabe, no soy orador.

      —Está muy equivocado. Le aseguro que lo debe por completo, o casi por completo, a su propio mérito, y a la percepción que de él tiene el coronel Brandon. No he tenido participación alguna en esto. Ni siquiera sabía, hasta que me comunicó sus planes, que el beneficio estaba vacante; y tampoco se me había ocurrido que él pudiera otorgar tal beneficio. En tanto amigo mío y de mi familia, puede que quizá... de hecho estoy segura de que su placer en otorgarlo es más grande; pero, le doy mi palabra, usted no debe nada a ninguna intervención mía.

      En honor a la verdad, debía reconocer una participación, aunque fuera pequeña, en la acción; pero al mismo tiempo era tan poco lo que deseaba aparecer como la benefactora de Edward, que lo admitió con reservas, lo que probablemente contribuyó a que en la mente de él se fijara esa idea que hacía poco le había aparecido como sospecha. Durante algunos momentos después de que Elinor terminó de hablar, se mantuvo sumido en sus pensamientos; finalmente, como haciendo un esfuerzo, dijo:

      —El coronel Brandon parece un hombre de gran valer y respetabilidad. Siempre he escuchado hablar de él en esos términos, y sé que el señor Dashwood, su hermano, lo estima mucho. Sin duda es un hombre de gran sensatez y un perfecto caballero en sus modales.

      —Es cierto —replicó Elinor—, y estoy segura de que, al conocerlo mejor, descubrirá que es todo eso que usted ha escuchado sobre él; y como serán vecinos tan cercanos (porque entiendo que la rectoría es casi colindante con la casa principal), es especialmente importante que sí lo sea.

      Edward no contestó; pero cuando ella volvió la cabeza hacia otro lado, la miró de manera tan seria, tan intensa, tan poco alegre, que con sus ojos parecía decir que, a partir de ese instante, él habría deseado que la distancia entre la rectoría y la mansión fuera mucho mayor.

      —¿El coronel Brandon, según pienso, se aloja en St. James Street? —le dijo a continuación, levantándose de su asiento.

      Elinor le dio el número de la casa.

      —Debo darme prisa, entonces, para manifestarle la gratitud que a usted no he podido ofrecer; para asegurarle que me ha hecho muy... muy feliz.

      Elinor no procuró retenerlo; y se separaron después de que ella le hubo asegurado muy formalmente sus más firmes deseos de felicidad en todos los cambios de circunstancias que debiera vivir; y que él hizo algunos esfuerzos por corresponder los mismos buenos deseos, aunque sin saber bien cómo expresarlos.

      “Cuando lo vuelva a ver”, se dijo Elinor mientras la puerta se cerraba tras él, “lo que veré será el marido de Lucy”.

      Y con esta agradable premonición se sentó a meditar sobre el pasado, recordar las palabras e intentar comprender los sentimientos de Edward; y, por supuesto, a reflexionar sobre su propio disgusto.

      Cuando la señora Jennings volvió a casa, aunque venía de ver a gente que nunca había visto antes y sobre la que, por tanto, debía tener mucho que decir, tenía la mente tanto más llena del importante secreto en su poder que de cualquier otra cosa, que retomó el tema apenas apareció Elinor.

      —Bien, querida —exclamó—, le envié al joven. Estuvo bien, ¿verdad? Y supongo que no se topó con mayores obstáculos. ¿No lo encontró demasiado reacio a aceptar su propuesta?

      —No, señora; no era de esperar tal cosa.

      —Bien, ¿y cuándo estará preparado? Pues parece que todo depende de eso.

      —En realidad —dijo Elinor—, sé tan poco de esta clase de formalidades, que difícilmente puedo hacer conjeturas sobre el tiempo o la preparación que se requiera; pero supongo que en dos o tres meses podrá completar su ordenación.

      —¿Dos o tres meses? —exclamó la señora Jennings—. ¡Dios mío, querida! ¡Y lo dice con tanto sosiego! ¡Y el coronel debiendo esperar dos o tres meses! ¡Que Dios me libre! Creo que yo no tendría aguante. Y aunque cualquiera estaría muy contento de hacerle un servicio al pobre señor Ferrars, ciertamente pienso que no vale la pena esperarlo dos o tres meses. Seguro que se podrá encontrar a alguien más que sirva igual... alguien que ya haya recibido las órdenes.

      —Mi querida señora —dijo Elinor—, ¿de qué está hablando? Pero, si el único objetivo del coronel Brandon es prestarle un servicio al señor Ferrars.

      —¡Que Dios la bendiga, querida mía! ¡No creo que esté intentando convencerme de que el coronel se casa con usted para darle diez guineas al señor Ferrars!

      Tras esto el engaño no pudo continuar, y de inmediato dio paso a una explicación que en el momento divirtió enormemente a ambas, sin pérdida importante de felicidad para ninguna de las dos, porque la señora Jennings se limitó a cambiar una alegría por otra, y todavía sin abandonar sus expectativas respecto de la primera.

      —Sí, sí, la rectoría

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