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sentado—, del excepcional descubrimiento que ayer tuvo lugar bajo nuestro techo.

      Todos hicieron gestos de asentimiento; parecía un momento demasiado sublime para las palabras.

      —Mi esposa —continuó— ha sufrido lo indecible. También la señora Ferrars... en suma, ha sido una escena muy difícil y dolorosa; pero confío en que capearemos la tormenta sin que ninguno de nosotros resulte demasiado deprimido. ¡Pobre Fanny! Estuvo con ataques histéricos todo el día de ayer. Pero no desearía alarmarlas demasiado. Donovan dice que no hay nada demasiado importante que temer; es de buena naturaleza y capaz de enfrentarse a cualquier cosa. ¡Lo ha sobrellevado con la entereza de un ángel! Dice que no volverá a pensar bien de nadie; ¡y no es de extrañar, tras haber sido engañada en esa forma! Recibir tanta ingratitud tras mostrar tanta bondad y entregar tanta confianza. Fue obedeciendo a la generosidad de su corazón que invitó a estas jóvenes a su casa; simplemente porque pensó que se merecían algunas atenciones, que eran unas muchachas inofensivas y bien educadas y que serían una compañía agradable; porque por otra parte ambos deseábamos enormemente haberte invitado a ti y a Marianne a quedarse con nosotros, mientras la gentil amiga donde se están quedando ahora atendía a su hija. ¡Y ahora verse así recompensados! “Con todo el corazón”, dice la pobre Fanny con su modo cariñoso, “deseaba que hubiéramos invitado a tus hermanas en vez de a ellas”.

      Hizo en este momento una pausa, aguardando los agradecimientos del caso; y habiéndolos conseguido, continuó.

      —Lo que sufrió la pobre señora Ferrars cuando Fanny se lo contó, es indescriptible. Mientras ella, con el más sincero afecto, había estado planificando la unión más conveniente para él, ¡cómo pensar que todo el tiempo él había estado comprometido con otra persona! ¡No se le habría pasado por la mente sospechar algo así! Y si hubiera sospechado la existencia de cualquier predisposición de parte de él, no la hubiera buscado por ese lado. “Ahí, se los aseguro”, dijo, “me habría sentido a salvo”. Ha sido un verdadero calvario para ella. Conversamos entre nosotros, entonces, sobre cómo debía obrarse, y finalmente ella decidió enviar a buscar a Edward. Él acudió. Pero me es muy triste contarles lo que sucedió. Todo lo que la señora Ferrars pudo decir para inducirlo a poner fin al compromiso, reforzado, como pueden suponer, por mis argumentos y las súplicas de Fanny, resultó inútil. El deber, el cariño, todo lo despreció. Jamás había pensado que Edward fuese tan empecinado, tan insensible. Su madre le explicó los generosos proyectos que tenía para él, en caso de que se casase con la señorita Morton; le dijo que le traspasaría las propiedades de Norfolk, las cuales, descontando las contribuciones, producen sus buenas mil libras al año; incluso le ofreció, cuando las cosas se pusieron mal, subirlo a mil doscientas; y por el contrario, si persistía en esta unión tan desventajosa, le describió las inevitables penurias que acompañarían su matrimonio. Le insistió en que las dos mil libras de que personalmente dispone serían todo su haber; no lo volvería a ver nunca más; y estaría tan lejos de prestarle la menor ayuda, que si él fuera a asumir cualquier profesión con miras a obtener un mejor ingreso, haría todo lo que estuviera en su mano para impedirle progresar en ella.

      Ante esto, Marianne, en un arrebato de indignación, golpeó sus manos exclamando:

      —¡Dios santo! ¡Cómo es posible!

      —Bien puede sorprenderte, Marianne —replicó su hermano—, la obstinación capaz de resistir argumentos como esos. Tu exclamación es absolutamente lógica.

      Marianne iba a protestar, pero recordó sus promesas, y se frenó.

      —Todos estos esfuerzos, sin embargo —continuó él—, fueron inútiles. Edward dijo muy poco; pero cuando habló, lo hizo de la manera más decidida. Nada podría convencerlo de renunciar a su compromiso. Cumpliría con él, costase lo que costase.

      —Entonces —exclamó la señora Jennings con súbita sinceridad, incapaz de seguir guardando silencio—, ha actuado como un hombre honrado. Le ruego me perdone, señor Dashwood, pero si él hubiera hecho otra cosa, habría pensado que era un villano. En algo me incumbe este asunto, al igual que a usted, porque Lucy Steele es prima mía, y creo que no hay mejor muchacha en el mundo, ni otra más merecedora de un buen marido.

      John Dashwood no cabía en sí de asombro; pero era tranquilo por naturaleza, poco dado a irritarse, y nunca tenía intenciones de ofender a nadie, en especial a nadie con dinero. Fue así que replicó, sin ningún rencor:

      —Por nada del mundo hablaría yo sin respeto de algún familiar suyo, señora. La señorita Lucy Steele es, me atrevería a decir, una joven muy digna, pero en el caso actual, debe saber usted que la unión no puede llevarse a cabo. Y haberse comprometido en secreto con un joven entregado al cuidado de su tío, especialmente el hijo de una mujer de tan gran fortuna como la señora Ferrars, quizás es, considerado en conjunto, un poquito fuera de lugar. En pocas palabras, no es mi intención desacreditar la conducta de nadie a quien usted estime, señora Jennings. Todos le deseamos la mayor felicidad a su prima, y la conducta de la señora Ferrars ha sido en todo momento la que adoptaría cualquier madre buena y consciente en semejantes circunstancias. Se ha comportado con dignidad y generosidad. Edward ha echado su propia suerte, y temo que le va a salir mal.

      Marianne expresó con un lamento un temor parecido; y a Elinor se le encogió el corazón al pensar en los sentimientos de Edward mientras desafiaba las amenazas de su madre por una mujer que no podía recompensarlo.

      —Bien, señor —dijo la señora Jennings—, ¿y cómo acabó todo?

      —Me apena decir, señora, que con la más desgraciada ruptura: Edward ha perdido para siempre la consideración de su madre. Ayer abandonó su casa, pero ignoro a dónde se ha ido o si está todavía en la ciudad; porque, ciertamente, nosotros no podemos preguntar nada.

      —¡Pobre joven! ¿Y qué va a ser de él?

      —Sí, por cierto, señora. Qué pena da pensarlo. ¡Nacido con la expectativa de tanta riqueza! No puedo imaginar una situación más desventurada. Los intereses de dos mil libras, ¡cómo va a vivir una persona con eso! Y cuando, además, se piensa que, de no haber sido por su propia locura en tres meses más habría recibido dos mil quinientas libras anuales (puesto que la señorita Morton posee treinta mil libras), no puedo imaginar situación más nefasta. Todos debemos lamentarlo; y más aún considerando que ayudarlo está totalmente fuera de nuestras manos.

      —¡Pobre joven! —exclamó la señora Jennings—. Les aseguro que de muy buen grado le daría alojamiento y comida en mi casa; y así se lo diría, si pudiera verlo. No está bien que tenga que costearse todo solo ahora, viviendo en posadas y tabernas.

      Elinor le agradeció íntimamente por su deferencia hacia Edward, aunque no podía evitar reírse ante la forma en que era expresada.

      —Si tan solo hubiese hecho por sí mismo —dijo John Dashwood— lo que sus amigos estaban dispuestos a hacer por él, estaría ahora en la situación que le corresponde y nada le habría faltado. Pero tal como son las cosas, ayudarlo está fuera del alcance de nadie. Y hay algo más que se está preparando en su contra, peor que todo lo anterior: su madre ha decidido, empujada por un estado de ánimo muy comprensible, asignar de inmediato a Robert las mismas propiedades que, en las condiciones adecuadas, habrían sido de Edward. La dejé esta mañana con su abogado, hablando de la herencia.

      —¡Bien! —dijo la señora Jennings—, esa es su venganza. Cada uno lo hace a su manera. Pero no creo que yo me vengaría dando independencia económica a un hijo porque el otro se me había portado mal.

      Marianne se levantó y marchó de la habitación.

      —¿Puede haber algo más mortificante para el espíritu de un hombre —continuó John— que ver a su hermano menor dueño de una propiedad que podría haber sido suya? ¡Pobre Edward! Lo compadezco de corazón.

      Tras algunos minutos más entregado al mismo tipo de expansiones, terminó su visita; y asegurándoles repetidas veces a sus hermanas que no había ningún peligro grave en la indisposición de Fanny y que, por lo tanto no debían preocuparse por ella, se fue, dejando a las tres damas con unánimes sentimientos sobre los

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